Aparentemente
no podían ser más sorpresivas las primaveras de la contemporaneidad. Cuando al
sur del continente, en Chile, se desmovilizaban las protestas como consecuencia
de la pandemia, al otro extremo, en la nación más poderosa del planeta, los
Estados Unidos de Norteamérica, las agitaciones le estallan en la cara a un
sistema que no tuvo la capacidad de prever lo que se estaba gestando en su
seno. Si algo ha quedado claro en este siglo, es que los Servicios de
inteligencia (estrambótica manera de catalogarlos), no van de la mano con la
vida cotidiana. Confinados a entuertos ridículos, no tienen la capacidad de
predecir los posibles petardos que serán detonados en sus propios jardines.
De nuevo a lugares comunes
Sin
posibilidad de acelerar los cambios sociales, la humanidad quedó confinada a lo
que finalmente es: Una lenta progresión hacia modelos de desarrollo que han
disminuido los niveles de pobreza del occidente civilizado. El anterior
presidente de los Estados Unidos es étnicamente negro y solo porque hemos avanzado
desde lo civilizatorio, llegó a ser el hombre más importante del planeta. En su
momento se pensó que era un gran logro del mundo occidental y sin duda los es,
pero a la par, el ser humano no está preparado para tolerar largos períodos de aquiescencia.
Los actuales tiempos constituyen el período más largo de paz que el ser humano
ha experimentado, lo cual no va de la mano con su naturaleza. Somos
estructuralmente animales violentos y esa tendencia a las pulsión es parte de
la esencia de nuestro ser.
Mientras
más logros alcanzamos, en esa sed animal propia de la disconformidad, más
queremos poseer. Por eso no tiene nada de raro que las más grandes sociedades y
los centros de pensamiento más relevantes y culturalmente más ricos, han
terminado por desaparecer en el curso del tiempo. Son ciclos. Las sociedades,
que a fin de cuenta son sistemas, tienden a su autorregulación, lo cual incluye
la generación de sus crisis y las extrañas maneras de normalizarse. De crisis
en crisis, pareciera que los períodos de tranquilidad atormentan a grandes
mayorías, en su afán que tiende a apelar a las cusas justas y la generalmente
falaz lucha contra las iniquidades.
Se agotan los modelos
Incapaces
de dar mayor celeridad a las aspiraciones colectivas, el inmediatismo y los
espasmódicos eslóganes, por ejemplo: 1) El yaísmo y su grito “¡Tal cosa ya! 2)
El impreciso concepto de dignidad y 3) La mescolanza de constructos
ideológicos, parecieran no dar tregua en su capacidad acrobática de generar
agravios. De ahí a que aparezcan los mesianismos inevitables es solo cuestión
de tiempo, y por lo que parece, tiempo corto. La incapacidad de solventar los
problemas que la gente debe resolver, en muchos lugares ha concedido un rol al
Estado, que lo ubica en una posición en la cual no podrá dar solución a las
exigencias de las masas. Con espanto, he visto gente defendiendo el anarquismo,
el comunismo en sus más raras versiones, el ambientalismo y el feminismo en un
batido propio de una disentería mental mortífera. Bichos raros unidos para un
mismo fin hace que ese fin no pueda ser concebido sino como una instancia que
confina como meta final cualquier barbaridad difícil de ver con simpatía. El
ser humano insiste en retornar a la edad de piedra, pero en los términos más
basales del término, como “tirapiedra”.
Destruye que nada queda
Determinados
a destruir para poder construir (tamaño disparate), la posibilidad de llegar a
un punto de entendimiento mínimo con ciertos liderazgos es casi imposible. Como
proveniente de una sociedad que generó estabilidad general por cuatro décadas
en el que una vez fue llamado “continente de la esperanza”, no tiene nada de
excepcional contemplar la disolución de lo que tanto cuesta construir en
cuestión de días. Atormentados por líderes que profesan discursos
divisionistas, inductores de odio entre pares y la propensión humana a buscar
salvadores, cuando no vengadores, lo humano pareciera no dar pie con bolas
cuando se trata de chocar una y otra vez con la misma piedra.
Si
desde lo individual se enfrenta al poder, no pasa de ser un acto de honesta
valentía. Cuando desde el poder se trata de aplastar al ciudadano, la
injusticia impera. Lo tercero es cuando se intenta generar rupturas o
desórdenes desde formas de poder que desean posicionarse en el rol de
conductores sociales. Escritores de telenovelas que ganaban abultados montos de
dinero para generar desesperanza en las grandes mayorías, estuvieron al
servicio de poderosos medios de comunicación, propiedad de empresarios que
estaban obsesionados con destruir Venezuela. El caso más emblemático es la
telenovela “Por estas calles”. Un instrumento panfletario que lejos de hacer
crítica social, se obsesionó por descuartizar un sistema. Los resultados de
tamaño exabrupto están a la vista y sus perpetradores intentan parecer
ciudadanos que se amparaban en la libertad. ¡Qué monstruosidad!
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 09 de junio de 2020.
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