miércoles, 14 de febrero de 2018

El caldero



‘Predictibilidad’ es una palabra que me gusta. Parece sacada de una compilación de trabalenguas, encontrándose vinculada con voces afines, como intuición, sentido común, salvavidas y supervivencia. Se puede intentar anunciar lo que va a ocurrir, aferrándose a lo más primario de la condición humana. Ser capaz de augurar lo que viene es propio de los sabuesos y de las narices largas. Lo da la calle y el trato con las personas más disímiles, pero también forma parte de nuestra condición animal, en el sentido más depurado.


El anecdotario de hechos predecibles es infinito, mas si le ponemos la lupa, el que tiene esa especie de toque mágico, de chispa divina, está más cerca de lo arrabalero que de lo estructurado. ¿Cómo escoger una buena pareja? ¿En quién puedo confiar y en quién no? ¿Cómo saber cuál negocio me conviene? ¿A quién le cuento mis cosas más íntimas sin temor a que las difunda? ¿Quién me traicionará tarde o temprano? ¿Cómo se interpreta un gesto o una mirada? ¿Quién es mi verdadero amigo y quién es un Judas a mi lado? Son las interrogantes por las que cualquier persona se desvela para evitar el sufrimiento y los celajes de la vida. 


En general, el sentido común se puede cultivar, pero ese poder excepcional de saber leer a los demás forma parte de la sensibilidad de ciertas personas, o sea, de su genio. La sensibilidad es el genio del hombre y aprender a canalizar ese poder para ponerse en lugar de los otros y tratar de entender lo que llevan por dentro es la esencia del arte de vivir.


La metáfora de la vida como un caldero hirviente no deja de ser atractiva. Un caldo espeso en donde los ingredientes pueden llegar a fusionarse por exceso de calor. Los tubérculos con las proteínas haciendo un grueso “atol” en donde uno y otro ingrediente pareciera que pierde su atributo al mezclarse con los demás. Como si no fuera ya suficiente trabajo el tener que lidiar con uno mismo, están los otros, muchos de los cuales representan una amenaza, real o imaginaria, potencial o solapada, abierta o encubierta, disimulada o frenéticamente agresiva. Es el arte de vivir. 


La experiencia de lidiar con los demás también es una confrontación con nosotros mismos, con nuestros temores, deseos y agrestes pasiones. Tratar de entender es literalmente colocarse en el lugar del otro. Celos, traiciones, infidelidades, mentiras y confabulaciones van de la mano con el día a día de cualquier persona. Mucho más si tiene el temerario atrevimiento de expresar lo que piensa ante la chusma aviesa y retorcida que trata de mancillar lo talentoso. Con el advenimiento de lo contemporáneo, la expansión de lo anónimo y el exhibir sin escrúpulos lo grotesco son parte del carácter de los tiempos. En una pequeña barra de una pequeña casa, en la más profunda intimidad, con gente de nuestra confianza, el mundo puede ser un lugar seguro. Deja de serlo cada vez que emitimos un juicio de valor. Mientras mayor es el talento mayor será el ensañamiento. Así ha sido siempre desde que el hombre ha existido. Guerras, luchas de poder, conquistas, desplazamientos, huidas intempestivas y refugios secretos. Es el sino recurrente de la civilización. Lo luminoso de la mano con la más absoluta oscuridad. La contraposición de los contrarios hace juego lo pendular de la existencia. 


Antes de revisar por séptima vez que lo que estaba haciendo era lo correcto, llega el principio inexorable que define cualquier tiempo de crisis: la incertidumbre como extraña brújula que en vez de orientar pareciera que nos hunde poco a poco sin que podamos impedirlo. De anchos lingotes debe ser el alma de quien sobrevive a lo incierto, porque se requiere de un aplomo inigualable. Como si lanzarse en paracaídas no requiriese de cierta certeza de que el mismo va a abrir en el aire, la incertidumbre es un salto al vacío con los ojos vendados. Lo que se precia de ser estable requiere de certeza y lo incierto, si es provocado, se transforma en un doble juego de máscaras. 


La vida es un caldero. Pero no de vegetales tratando de llegar a su punto, sino de la más pura lava. Tratamos de darle sentido, porque tiende a ser una paila ridícula y desconocida. De ahí que necesitamos llenarnos, ya sea de cosas o de placeres. Lo material tiene la durabilidad relativa del valor que le adjudicamos a las cosas y lo efímero, que suele ser lo mejor, nos marca eternamente. Por eso el amor, que es lo más elevado no es frío ni puede ser tibio. Lo amatorio lleva consigo el signo del fuego. 


En un intento por confundir, a veces somos muy claros y tratando de aclarar, podemos terminar de enredarlo todo. Demasiada generosa ha sido la existencia con muchos de nosotros, mientras con otros la marca de Caín pareciera ser la guía de su existencia. La vida merece el derecho a un epílogo, por si acaso se nos ocurre arrepentirnos de algo. En lo personal, lo repito de manera circular: si tuviera la posibilidad de volver a nacer, volvería a repetirlo todo de nuevo. Sin modificar nada.  



Twitter:  @perezlopresti


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