domingo, 28 de octubre de 2018

María Valentina Pérez. La morada




Fue, es y será siempre mi hogar.

Pero cómo es mi hogar si cada vez que lo recuerdo me dan ganas de llorar. Así es la vida. Te da un lugar inaudito que vive en los recuerdos por siempre. Aunque visites y conozcas miles de países y culturas distintas. Aunque sea una maraña política y económicamente.

Siempre me pareció absurda la migración. Era como un tema insignificante dentro de un mundo con asuntos mucho más interesantes. El mundo está lleno de ignorantes, que ven la migración como sinónimo de pobreza y fracaso. Yo era uno de ellos.

Imaginaba que abandonaban su país natal por comodidad, por conocer y descubrir. Jamás esperé que, en algún momento, esas circunstancias, iban a ser el motivo de mi alteración de perspectiva de ver el mundo.

Nací y crecí en el lugar más fantástico del planeta. Tuve una infancia feliz, inculcada de valores, modales, enseñanzas y conocimientos ricos en ingenio. Cada día era perfecto. Sobre todo, con la compañía de mis abuelos. De ellos aprendí la importancia de la familia. Cada integrante de ella es análoga y eso lo hace más especial.

Cada día pasado en esa pequeña ciudad parecía vasto e infinito, pero al final siempre acababa. Amaba la escuela y le daba una sublime importancia de aprender algo nuevo. No entendía cómo había niños que no les gustaba. Tenía un promedio superior al esperado y me destacaba principalmente en la cátedra matemática. Siempre llegaba a casa con una historia nueva para contar que sumergía indiscutiblemente a mis padres en un ambiente de asombro e incertidumbre. Tal vez a veces las exageraba un poco, pero siempre lograba captar su atención.

Conforme pasaba el tiempo, iban surgiendo pequeños problemas políticos y económicos que alteraban notablemente mi forma de vida. Cada año el socialismo del siglo XXI arrasaba con todo a su paso; aumentaba la escasez, la inflación y los conflictos, al mismo tiempo que se desvanecían mis esperanzas de un futuro prometedor.

En un instante, mi padre se convirtió en un importante perseguido político, por lo que tuvo que exiliarse clandestinamente en un país lejano de Sur América.

Al día siguiente desperté exaltada al no reconocer mi recámara, pensé que era un sueño y que al final iba a despertar. Pero eso nunca sucedió. Nunca despertaba de esa terrible pesadilla. Jamás iba a despertar de mi mayor miedo, que, aunque para muchos es la muerte, el mío era alejarme de toda la vida que había trazado con la dicha de haber nacido en mi país.

Pasado ocho meses de haber migrado, todavía tenía muchas emociones y sentimientos que acomodar. Aún tenía la esperanza de despertar en mi morada.

Mi promedio iba en picada. No entendía por qué. Ya no entendía tanto como antes y las matemáticas dejaron de ser mi materia favorita. Trataba de estudiar, pero sencillamente no podía. No lograba lo que antes no me causaba dificultad.

Entonces comprendí. No es que los niños no estudien o que no entiendan. Todo se relacionaba con las circunstancias y con lo que sucede en sus mentes. Nadie sabe por lo que un individuo está pasando. Ni siquiera él mismo comprende su situación. Por ello había niños que no les gustaba la escuela o las matemáticas, ya los entendía.

Entonces aprendí. La migración no es sinónimo de pobreza y fracaso. Es como volver a empezar. Dejar todo lo material, espiritual y social solo porque un régimen o cualquier otro motivo obliga a una persona a abandonar sus raíces por su propio riesgo vital. Es el esfuerzo sobrehumano para encajar en una sociedad diferente para obtener garantizado un mejor futuro.

Entonces lo entendí. El hogar no solo es un lugar. Es un recuerdo, un olor, un sentimiento, una calidez que nos hace sentir dichos, llenos de paz, bienestar y tranquilidad que, con tan solo imaginarlo, el mal desaparece en la conformidad de esa pequeña satisfacción. 




Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 07 de noviembre de 2018. 



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