martes, 30 de mayo de 2017

La importancia del símbolo


Según la leyenda, el descubrimiento de la relación entre la música y las matemáticas ocurrió de la siguiente forma: Pasando frente al taller de un herrero, Pitágoras observó que el ritmo de sus golpes de martillo producía un conjunto agradable. Asimismo, notó que la consonancia armónica no dependía de la diferente fuerza de los herreros ni de la forma de los martillos, sino del peso de estos últimos.

Pitágoras contribuyó de manera destacable al extraordinario prestigio que tuvo la música en el mundo griego. De hecho, a él se debe un descubrimiento decisivo: El placer estético proporcionado por un acorde musical se puede describir en términos matemáticos. Se trata de una observación notable, tal vez fundamental en todo el pitagorismo. Tal es su relevancia, que si el número consigue explicar una sensación tan delicada, es lícito suponer, por extensión, que el mundo entero puede ser considerado a partir de elementos matemáticos.

Esta manera de concebir la capacidad de la música para reflejar la armonía universal generó una presuposición metafísica que dominó la teoría musical hasta el siglo XVI, quedando hasta el presente la sensación de orden matemático en los ritmos. De ahí que lo musical sea una manera tradicional de materializar la perfección. Si la música es considerada como un elemento perfecto, a quien la interpreta se le suelen atribuir cualidades que tal vez ningún artista posee. El músico, tradicionalmente ha sido señalado por muchos como el intérprete de la más perfecta de las artes.

Esa relación de admiración por parte de las grandes mayorías es una manera simbólica de percibir al músico y su arte. De ahí que la transgresión de la música y mucho más grave, del músico, son aberraciones que difícilmente puedan ser justificadas, generando rechazo hacia el agresor y solidaridad  hacia el agraviado, que está representando un símbolo que posee una dimensión valorativa.

Sin símbolos, cualquier sociedad se desestructura. Por eso es que se hace necesario defenderlos y al perderse esa relación entre lo simbólico y la persona, el caos suele cimentar las bases de lo que literalmente podemos considerar la destrucción de la cultura.

Pero el símbolo está en todas partes y nuestra manera de vincularnos con él obedece a un espectro que se encuentra a un nivel mucho más profundo que la conciencia del individuo. Un ejemplo de ello es el caso de ciertas ocupaciones que ocupan un rol elevadamente utilitario, en las cuales depositamos de manera ciega nuestra confianza. De hecho, se genera confianza precisamente por su carácter simbólico. Empédocles y Pitágoras son considerados los últimos ejemplos de la figura del hombre-medicina de la tradición arcaica. Empédocles no representa un nuevo tipo de personalidad, sino uno muy antiguo: El chamán, que reúne en sí mismo las funciones, todavía indiferenciadas, de mago, naturalista, poeta, filósofo, predicador, sanador y consejero público. En nuestro inconsciente colectivo sigue palpitando esta sensación hacia el simbolismo que viene a representar la figura del médico de la contemporaneidad. Es precisamente en los tiempos que corren cuando la disciplina médica ha alcanzado su mayor nivel de aceptación y credibilidad entre las personas.

Cuando públicamente observamos la violación de pilares fundamentales de nuestra cultura, se pone en jaque el equilibrio de toda la estructura del enmarañado entramado social. Sin lo simbólico, dejamos de ser humanos para convertirnos en bárbaros incapaces de captar los metamensajes propios de la vida en sociedad. Ser capaces de aceptar y respetar lo simbólico es precisamente lo que nos hace humanos, porque el símbolo lleva a la construcción de la estructura que solemos denominar “institucionalidad”. Asaltar lo simbólico para convertirnos en salvajes es una manera de autoagredirnos como conglomerado que no puede sino zanjar la ruta del peor de los caminos inimaginables.

Pero la perfección del carácter de lo simbólico va mucho más allá. No es casual que el grande de los poetas haya comparado de manera geométrica a su amada con la perfección propia de la figura del anillo, símbolo de fidelidad y amor por antonomasia. La palabra amor, por ejemplo, adquiere una dimensión que adquiere el carácter de un valor que va por encima de cualquier otro. El desprecio hacia lo amatorio o la banalización de la conceptuación del amor es sinónimo del cultivo de la muerte.

Si el amor es llevado a un terreno en el cual se le desprecia o se usa de manera sonsa y sin sentido, el discurso deja de tener relevancia y se convierte en una caja vacía. Un valor deriva en otro para terminar germinando el sentimiento de lo amatorio, que es sinónimo de vida. Esa vida que percibimos en las notas musicales que hace que entremos en éxtasis o la vida que reaparece con cada acto médico generador de salud; son acordes que van juntos, símbolos que debemos cuidar o de lo contrario nos espera la desesperanza y el fallecimiento.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 30 de mayo de 2017.


Ilustración: @odumontdibujos

jueves, 25 de mayo de 2017

El futuro cercano de Venezuela


El término “oráculo” indica tanto la sentencia como el edificio y la forma en que, en la Grecia antigua, se practicaba la adivinación (el arte de predecir el futuro), siendo el oráculo más famoso, verdadero centro del primer helenismo y del mito, el de Delfos.

Conocemos las cuestiones que los griegos planteaban al oráculo de Delfos, pues los postulantes las escribían en tablillas de plomo que los sacerdotes conservaban con sumo cuidado en los archivos del templo. Es impresionante el carácter humilde y ordinario de las preguntas, como por ejemplo el siguiente: “Lisiano quisiera saber de Zeus si el hijo que la mujer Anulla está esperando es suyo o no”. Incluso los habitantes de una pequeña ciudad enviaron una delegación para saber si el préstamo pedido por una conciudadana sería una buena inversión.

La pitia (una médium), desde las profundidades de una caverna, respondía a las preguntas de los peregrinos observando el movimiento del agua en un recipiente y hablando en estado de trance. Cabe destacar el hecho de que no siempre se tenía en cuenta la sugerencia que daba la pitia; antes de la invasión persa, se preguntó al oráculo de Delfos, en nombre de todo el pueblo griego, qué se debía hacer. El oráculo les aconsejó que no se defendieran; sin embargo, a pesar de la turbación, los griegos lucharon, vencieron y olvidaron la sentencia sin, por otra parte, perder la confianza en el oráculo. De esta forma se impuso la racionalidad y el sentido común sobre las fuerzas sobrenaturales.

La explicación de este comportamiento se encuentra en la ambigüedad típica del lenguaje del oráculo: El dios que habla mediante la pitia nunca se equivoca; no obstante, puesto que su voz llega a través de un ser humano, no se excluye la posibilidad de errores. Magnífico ejemplo de pragmatismo propio de un pueblo sabio. Además, el dios habla siempre recurriendo al enigma. Dice la verdad, pero usa un lenguaje abierto, susceptible de una multiplicidad de interpretaciones.

Con la animosidad propia de quien desea que se materialicen sus deseos, vemos cómo el lenguaje del venezolano se ha llenado de elementos que van desde el triunfalismo exaltado hasta la desesperanza más profunda. Lo religioso ha tenido un protagonismo de carácter tangible con las posturas de la Conferencia Episcopal Venezolana y la exhortación a elecciones por parte de los asesores del Vaticano.

Sin embargo, ante lo que pasa cada día, pareciera que el clima de incertidumbre es el que se encuentra difuminado en la atmósfera de cualquier persona medianamente sensata. Solo en los fanáticos hallamos las respuestas directas ante las vicisitudes que enfrentamos. Aun así, sigue existiendo un par de elementos de carácter sólido que no debemos perder de vista.

Durante casi veinte años se nos ha repetido hasta el cansancio que tenemos la mejor Constitución del mundo. La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, la cual, su mentor en lenguaje coloquial llamaba “la bicha”, es y sigue siendo un elemento que cohesiona a quienes forman y a quienes adversan el actual sistema de gobierno. De ahí que atentar contra el texto constitucional y promover un cambio del mismo significa la ruptura de una manera de conducirse que unificaba y sigue unificando los sectores no fanatizados de la sociedad venezolana. “Dentro de la constitución todo… fuera de la constitución nada” es el lema que una y otra vez hemos escuchado, internalizado y repetido de manera recurrente, casi como un reflejo. La defensa del texto constitucional, legado del presidente anterior es un punto de encuentro y unión de quienes aspiramos una sociedad más armónica. Hacer cumplir el texto constitucional es, de hecho, un deber ciudadano.

El otro elemento que nos unifica es el talante democrático de la sociedad en que vivimos y el respeto por el voto, las elecciones y los resultados de las mismas. Es la herencia de cuatro décadas de lo que llaman bipartidismo y casi una veintena de elecciones durante el actual gobierno. Votar ha sido una máxima en la vida colectiva y atentar contra ese aspecto de carácter unificador es un saboteo a cualquier sistema que pretenda conducir al país por el camino del bienestar y la civilidad.

La carta magna es implacable en lo que respecta a las normas que han permitido la convivencia nacional. La defensa de la Constitución y la realización de todas y cada una de las elecciones contempladas en la misma es apuntar por la unificación del país y conducir la nave a puerto seguro. Es ser consecuente con las reglas propias del juego democrático. Sería muy atolondrado salirse del cauce que marca las pautas del desenvolvimiento como nación. Es apuntar a la incertidumbre como norma y a lo inestable como manera de vivir.


Sensatos son los pueblos que aun sabiendo que sus guías les señalan caminos inciertos, apuestan por lo que el sentido común y la racionalidad determinan. Es otra gran lección de los griegos para la cultura universal.


Twitter:  @perezlopresti


Ilustración: @odumontdibujos 


miércoles, 17 de mayo de 2017

El voto


Un pobre hidalgo de aldea, Alonso Quijano, ha decidido ser un caballero andante y se ha dado por nombre Don Quijote de la Mancha ¿Cómo definir su identidad? Es el que no es. Don Quijote le roba a un barbero la bacía de latón, que toma por un yelmo (“casco”). Rodeado de gente, el barbero ve el recipiente de su propiedad y quiere llevárselo. Pero Don Quijote, lleno de orgullo, se niega a tomar un yelmo por una bacía. De pronto un objeto tan sencillo se transforma en una pregunta: ¿Cómo probar que un “recipiente” en la cabeza no es un “casco”? Los traviesos parroquianos, para divertirse, dan con la manera objetiva de demostrar la verdad: El voto directo de todos, de manera secreta. Sin excepción, los presentes participan, y el resultado es inequívoco: El objeto es reconocido como un yelmo. ¡Admirable broma ontológica!

Muchas veces, cuando he ido a votar en las múltiples elecciones que se han hecho en nuestro país en las últimas dos décadas, he sentido que participo en una tragicomedia de la cual no me es posible escapar. Sin embargo, me sosiego y de manera estoica, como un Quijote, termino por aceptar los forzosos resultados. Las reglas de juego de los sistemas democráticos son implacables en este sentido y por más que sienta que se trata de un desvarío de la mayoría, entiendo que mi rol de ciudadano es respetar la decisión colectiva, aunque la perciba como un error o una broma.

Con todo lo desatinado que nos pueda parecer el resultado de una elección, es la regla de juego de la cultura a la cual pertenezco. De hecho, el voto universal, directo y secreto es una de las más grandes conquistas de la civilización. Es natural que un grupo de poder aspire a mantenerse en el mismo, pues el que ostenta el poder no desea abandonarlo. Normalmente, en las sociedades democráticas, las personas que ejercen cargos públicos tratan de realizar una labor que les permita promover sus éxitos, siendo precisamente el exhibir sus conquistas lo que hace que la gente crea en ellos y los siga apoyando a través de la principal regla de oro de la dinámica de las democracias: Las votaciones.

Soy de ese grupo de personas que cree que las cosas que se hacen en nuestro país desde la instancia gubernamental son previamente pensadas. Si son buenos o malos esos planteamientos es un asunto de fácil comprobación. Basta con ver los resultados que se obtienen y si se persiste en mantener las cosas que se anuncian. Es muy difícil pretender que se está siendo un gobernante exitoso cuando el discurso no se corresponde con la realidad, a menos que se esté tratando de hacer una chanza. Para que la sociedad se oxigene y quienes protagonizan la práctica del poder sea potencialmente cambiada se creó el infalible método de carácter igualitario que permite que el voto de un humilde trabajador tenga el mismo valor que el del presidente. 

La conquista y reconquista del poder del voto ha sido uno de los grandes avances en la historia de la civilización, dado que este procedimiento sencillo, permite que las grandes desavenencias sean resueltas en paz y se minimice la confrontación entre ciudadanos. El no ceñirse a esta dinámica es la puerta de entrada por los caminos de la incertidumbre. Es muy delicada la dinámica de nuestro país en estos tiempos en los cuales el asunto se resuelve con contarnos y se intente impedir este canal de entendimiento.

El proceso a través del cual los candidatos a ejercer cargos de poder se ganan nuestras preferencias está relacionado con nuestra propia identidad. Apoyamos a aquellos a quienes vemos como cercanos y nos parecen extraños, quienes se conducen de una manera distanciada a la nuestra. De ahí esa frase que tanto ha calado en la historia de las naciones: “Cada pueblo tiene el gobierno que merece”.  Tal vez en el pasado, ese pueblo se sintió identificado con un liderazgo que ya ni siquiera existe. Por eso es necesario que volvamos al cauce de la normalidad y se reactiven las reglas del juego democrático. El olvido suele sobrepasar la velocidad del propio tiempo.

En esa ilusión recurrente de esperar mesías de última hora, cabe recordar a George Orwell, tantas veces citado en la Venezuela de nuestros tiempos, quien al final de sus días, tras mucho batallar lo vio claro: “En política, todo lo más que se puede hacer es decidir cuál de los dos males es el menor”. De ahí que el buen político es el que sabe elegir, y se elogia como el hábil por naturaleza. Como diría un buen amigo malhumorado, el político sagaz es aquel que es capaz de estar sentado en la cerca y tener las orejas pegadas en el suelo.


El pobre hidalgo de aldea, Alonso Quijano, por más desvaríos que pudiese tener en su cabeza, aceptó la posibilidad de que la realidad fuese decidida por consenso. El problema es que en la Venezuela del presente, no se trata de una broma pueblerina, ni de los desvaríos de alguien que se cree caballero andante, sino de una tragedia macabra de cuyos alcances no nos hemos percatado en su totalidad.


Twitter: @perezlopresti


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 16 de mayo de 2017

Ilustración: @odumontdibujos   


La repartición de la pobreza


Hay una anécdota que con frecuencia se usa como explicación académica. En Francia, un grupo de fogosos revolucionarios ingenuos se presentó en la casa del Barón de Rothschild y le dijo: “-Venimos porque hemos implantado la igualdad económica y hay que repartir la riqueza”. Entonces Rothschild le dijo al grupo: “-Muy bien señores, ¿cuánto dinero tengo yo?”. “-Usted debe tener cincuenta millones de francos”, le dijeron. “-¿Y cuántos habitantes tiene Francia?”. “-Veinticinco millones de personas”, respondieron los revolucionarios. “-Entonces, como ustedes son seis, tomen dos francos por cabeza, que es lo que les corresponde a cada uno”, replicó el barón.

Es muy lamentable que esta manera de interpretar el fundamento de la riqueza de las naciones, tenga todavía resonancia en países como el nuestro: Mucho más lastimoso cuando escuchamos estas formas de pensar en gentes que ha recibido cierta formación de carácter educativo, pero se niega a aceptar la realidad. 

Esa forma de asumir la relación entre los ciudadanos de nuestro país y las infinitas riquezas naturales que aquí se encuentran, tiene su punto más encumbrado en el momento en que aparece el petróleo. Desde allí se produjo una relación con el trabajo, que hasta el presente ha sido una tergiversación del sentido del mismo, en donde el regalo, la dádiva y el clientelismo se asumen como fórmulas naturales de convivencia entre nosotros, cuando en realidad son aberraciones sociales.

Esa relación con el trabajo ha tenido, para desventura de los venezolanos, un nicho en el cual se le ha dado un basamento de carácter ideológico; me refiero a quienes en nuestro continente, bajo la autodenominación de movimientos de izquierda o socialistas, manejan un discurso que busca reivindicar los derechos de los grupos sociales más pobres, que en América Latina representan la mayoría de sus habitantes. En la teoría es un discurso altisonante que se jacta de conectarse con las necesidades de los menos favorecidos, pero en la práctica es precisamente esa manera de pensar la que ha fomentado la pobreza de nuestros países.

Con la revolución cubana, el grueso de los intelectuales del continente se solidarizó con las luchas de un pueblo que buscaba derrotar al dictador Fulgencio Batista. El caso de Cuba es emblemático porque la simpatía inicial por ese proceso tuvo un carácter de encantamiento en los hombres de pensamiento de nuestra región. De ahí que el ideario marxista forma parte de la manera de entender el mundo de muchos de nuestros personajes de ideas y no hay posibilidades de que vean las cosas de otro modo. El problema de los procesos revolucionarios es que se basan en una manera de deliberar disociada de la realidad y lo que es peor, disgregada de los elementos más básicos en relación al manejo de la riqueza.

El intelectual de izquierda latinoamericano se sigue conduciendo como los revolucionarios ingenuos que se presentaron en la casa del Barón de Rothschild, y sin muchas elucubraciones apela a la lucha de clase, llegando muchos a tener una formación intelectual, que incluso es de tipo presocialista. No es casual que se invoque a ciertos héroes patrios como si fuesen hombres de pensamiento, cuando al explorar un poco sus ideas, no pasaron de ser lectores de panfletos de ideas europeas, en una Venezuela rural y desarraigada.

Esa manera de concebir el curso de las causas sociales, se encuentra completamente desapegada del ideal de progreso, llegando incluso, desde hace ya unas cuantas décadas, a despreciar palabras, porque no son compatibles con la nomenclatura del ideario de nuestra desventurada región, creando una mezcla de fórmulas, las cuales no pueden ser materializadas.

En muchos de nuestros vernáculos pensadores, muy por el contrario de lo que preconizan, se redunda en un eurocentrismo intelectual, en donde se mezclan marxismo, nacionalismo, racismo y xenofobia. Todo un contrasentido de carácter antihumanístico que no hace sino seguir generando atraso y confrontaciones estériles. La palabra “anti” se asoma como símbolo de lucha y los remedos mal hechos y las calcas de otras sociedades que no tienen que ver con nuestra realidad, se intentan imponer, a pesar de que fracasen una y otra vez en la realidad.

El perseverante discurso de la gran “izquierda” latinoamericana puede tener en muchos de sus representantes una intencionalidad sana, pero las consecuencias son profundamente enemigas del bienestar de las grandes mayorías desfavorecidas, siendo el caudillismo, el mesianismo y el populismo, las tres sombras que le acompañan.


El asunto no es repartir la riqueza, como si estuviera encerrada en un lugar, pues eso no tendría sentido ni valor; lo que hay que repartir, y es lo que muchos se niegan a aceptar, es la capacidad de producir, y para poder producir se debe trabajar. De manera honesta, no se puede trabajar menos y ganar más, pues la fórmula del éxito no puede ser jamás la exaltación del parasitismo social.




Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 09 de mayo de 2017.


Ilustración: @odumontdibujos


Esencias del fanatismo


En el centro íntimo de cada uno de nosotros existe una serie de creencias y de apegos a los cuales nos aferramos para darle sentido a nuestras vidas. Esta estructura tiene un carácter valorativo, a la que le asignamos la calificación de “bueno”. Si nos da seguridad es bueno y si nos produce incertidumbre no lo es. De ahí que lidiar con los otros siempre requiere de un sentido mínimo de diplomacia, o de lo contrario la capacidad de comunicarnos se desploma.

La política, la religión y el sexo, pertenecen a esta dimensión en donde lo que se asoma como cierto posee el carácter de “valor” y esto que consideramos valorativo nos da sentido de existencia. Cuando mostramos nuestra postura acerca de alguno de estos aspectos de la vida y asumimos una actitud particular sobre eso, de cierta manera estamos vulnerando el centro íntimo de quienes no piensan como nosotros.

Lo que llamamos “razón” se halla más cercano a nuestra capacidad de argumentar que a aquello que tenga que ver con la verdad. Por eso el hombre, más que un ser racional, es un ser argumentativo y en ese deseo de demostrar, se mezclan la necesidad de convencerse a sí mismo y la necesidad de convencer a los demás. En muchas ocasiones, ese ímpetu por persuadir a los otros es una representación inconsciente de las ansias de convencerse a sí mismo. De ahí que el homofóbico desprecia al otro por penuria de rechazar su propia homosexualidad y el mujeriego precisa que sus hazañas de conquista sean del conocimiento público para ratificar la propia e insegura masculinidad. 

Cuando pensamos, se activa la corteza cerebral y en cierta medida el cerebro humano está predispuesto a dudar. En el caso de las personas que tienen una posición rígida frente a los asuntos de la existencia, lo que domina en términos biológicos son aquellas estructuras cerebrales vinculadas con áreas primitivas, las cuales compartimos con el resto de las especies animales. El fanatismo es la máxima representación de una manera de conducirse que se aleja de lo racional (corteza cerebral), para literalmente conducirse con las bases biológicas más basales (sistema límbico).

Esta es la razón por la cual es casi imposible entendernos con una persona que piensa de manera radical, puesto que realmente no está pensando, sino repitiendo vocablos que está incapacitado para cuestionar. Este aspecto propio de lo humano ha signado y enrumbado el curso de la civilización, porque generalmente desemboca en los tres aspectos que señalamos anteriormente: Política, religión y sexo.

Después de la segunda guerra mundial, la gran intelectualidad europea se planteó una pregunta que tiene en nuestra actualidad más vigencia que nunca: ¿Es acaso el destino de la humanidad el sentirse fascinada por líderes de gran carisma, con tendencias neuróticas o psicóticas de agresividad tan fuerte e insatisfechas que despiertan y agrupan a las del mismo sentido que tienen las masas? ¿Qué puede hacer el hombre común frente a la aplastante maquinaria con la que el poder político establecido trata de convertir en seres anónimos a sus ciudadanos que lo adversan? Estos aspectos propios del debate académico forman parte de un libro de mi autoría titulado Psicología y contemporaneidad, cuya última reimpresión por el Consejo de Publicaciones de la ULA fue en 2014.

Para cualquier estudioso de los fenómenos sociales, el mesianismo es un tema de enorme importancia, porque se encuentra íntimamente vinculado con la Psicología Evolutiva y la condición gregaria del hombre, lo cual conduce a plantearse múltiples estrategias para evitar que la humanidad sea víctimas de los fenómenos grupales con arraigo carismático que hacen su aparición de manera recurrente,  poniendo en jaque el normal desenvolvimiento de los pueblos. En términos generales, en aras de fomentar el poder de ciertos liderazgos, el aparato de poder de unas cuantas naciones que desentonan en el concierto de la humanidad, se vale de múltiples estratagemas para justificar sus actos, tales como la exaltación destructiva y contraria a lo ético de aspectos de carácter racial, cultural o ideológico.

De ahí que muchos nos dedicamos a estudiar este fenómeno, tratar de entender las bases que lo perpetúan, pero particularmente buscar estrategias para que la sombra de los personalismos destructivos no siga desmembrando el equilibrio de las distintas estructuras que debe permanecer en una sociedad sana. 

En pleno siglo XXI sigue la violencia imperando sobre la razón y el sentido común en una humanidad que pareciera no haber aprendido de su reciente pasado atroz. Las sociedades siguen condenadas a tener la predisposición de seguir a líderes que movilizan emocionalmente a grandes mayorías, independientemente de que la persona no posea cualidades para dirigir un conglomerado y entender a la sociedad como una gran conjunción de pluralidades que merecen respeto, tolerancia y tener todos, sin excepción, espacio para la participación social.





Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 02 de mayo de 2017

Ilustración: @odumontdibujos 
 

El que tiene la razón


La palabra “hermenéutica”, tan usada en el siglo XXI, se refiere al arte o técnica de interpretar. Para realizar una interpretación se deben considerar dos aspectos: 1. Por usar el lenguaje, básicamente ningún texto es absolutamente claro, por lo que cada lectura será, al menos en parte, interpretación. 2. Un texto puede ser siempre leído o interpretado de diversas maneras, según se privilegien sus aspectos formales y literales o su significado profundo o, incluso, si se buscan posibles mensajes ocultos en metáforas o símbolos.

Cuando trato de recordar a alguien que de manera implacable haya tenido la razón y la intentó plantear en contra de los convencionalismos de su tiempo, suelo evocar a Galileo Galilei (1564-1642). Nacido en Pisa de una familia burguesa (su padre era músico y comerciante), a los diez años se trasladó a Florencia, donde recibió su primera educación. Se inscribió en la facultad de Medicina por voluntad de sus padres, pero no se interesó por estos estudios y no obtuvo el título. Le atraía, en cambio, de manera apasionante, la matemática.

En 1592 se trasladó a la Universidad de Padua, donde residió durante dieciocho años, quizá los más intensos y felices de su vida. En 1610 hizo públicos sus extraordinarios descubrimientos obtenidos con el telescopio en su obra Nunzio siderio, que le proporcionó un reconocimiento inmediato pero que a la postre le acarreó la hostilidad de los teólogos y los astrónomos aristotélicos.

Galileo Galilei representa el clásico problema que se presenta entre la ciencia y la fe. Los profetas, para Galileo, utilizaron una lengua imaginativa para hacerse entender por sus contemporáneos. En las escrituras religiosas se encuentran muchas afirmaciones que, tomadas al pie de la letra, presentan un contenido distinto del auténtico, pero por otra parte están formuladas de esta manera para superar la ignorancia del pueblo; así para los pocos que merecen diferenciarse del pueblo ignorante, es necesario que los glosadores expongan sabiamente el auténtico significado y expliquen asimismo los motivos por los que se ha utilizado aquella forma particular para un determinado contenido.

Para Galileo, tanto la Biblia como la naturaleza son obra de Dios, pero la primera puede ser malinterpretada, mientras que la segunda es estudiada científicamente. Por lo tanto, en caso de contradicción es más razonable fiarse de lo que dice la naturaleza. De ahí que muchos pasajes de la Biblia deben ser interpretados en sentido metafórico. De esta manera, las Escrituras atenuaron sus dogmas fundamentales, llegando a atribuir a Dios condiciones distantes y contrarias a su esencia con la simple finalidad de adecuarse a la capacidad de comprensión de pueblos toscos e incultos.

Dado que dos verdades no pueden ser contradictorias entre sí, es tarea de sabios utilizar la elocuencia y la retórica para adecuar el discurso racional y hacerlo entendible a las multitudes. Este hombre representa la imposibilidad de ponerle límites al ingenio humano y a la imposibilidad de afirmar que en el mundo ya se sabe todo lo que se puede saber.

Filosofar no significaría conceder libre salida a las fantasías metafísicas o concentrarse en la correcta interpretación de un pasaje de alguna autoridad, sino investigar la naturaleza para descubrir las verdaderas leyes. Ello solo es posible adecuando la mente al específico carácter matemático y geométrico con el que el gran libro de la naturaleza fue escrito por Dios. La matemática, por lo tanto, constituye el lenguaje específico de la ciencia.

En su lucha por imponer el criterio de la verificación experimental, Galileo debió combatir no solo a los teólogos sino también a los filósofos aristotélicos. Los primeros negaban la verdad de los descubrimientos obtenidos con el telescopio porque contradecían el dictado literal de la Biblia; los segundos negaban las mismas verdades porque eran contrarias a las doctrinas científicas de Aristóteles.

En Galileo se halla representado el espíritu humano capaz de enfrentarse a los más duras y petrificadas maneras de pensar, ante lo cual, él representa la inteligencia y la dedicación al estudio, pero por encima de todo, el atreverse a superar los atavismos que confinan al hombre a la mediocridad y a la ignorancia. Ese empeño presente en su obra de que se intente adecuar el discurso para hacerlo entendible a una mayor cantidad de personas, es extrapolable a todos los campos del conocimiento humano y de la vida en sociedad. Poco vale una manera de pensar o un descubrimiento si no va de la mano con una contundente demostración. De ahí que el lenguaje de las matemáticas sigue siendo incluso en nuestro presente, el más persuasivo de todos.


Galileo fue convocado por la inquisición y obligado a abjurar. Fue retenido en confinamiento en Villa Médicis y luego en la aldea de Arcetri, donde escribió su última obra, publicada en 1638. Una vida dedicada a mostrar la verdad y asumir el precio de la misma.

Twitter: @perezlopresti

Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 25 de abril de 2017

Ilustración: @odumontdibujos   


Un largo capítulo final


Con frecuencia surge una pregunta cuya contestación puede provocar irritabilidad y desesperanza en algunas personas: –“¿Cuándo va a terminar esto?”-, refiriéndose a la situación política, social y económica que vivimos los venezolanos. Atreverse a dar una respuesta directa tiene su precio, pues en muchos, escuchar lo que no desea genera antipatía y rechazo. Pocas cosas pueden tener el carácter de dolor punzante que posee la verdad.

La idea de que el tiempo tenga una estructura cíclica, en analogía con la aparición periódica de las estaciones, de los ritmos biológicos naturales y de las constelaciones en el cielo, siempre permaneció como un patrimonio común de todo el mundo griego, ya sea en el período mítico, ya sea en el filosófico. La hipótesis moderna de un tiempo rectilíneo surgió con el cristianismo, el cual prevé un tiempo único, encaminado y tendiente a un objetivo. Frente a esta concepción, la obra de F. Nietzsche (1844-1900) contrapone la idea del eterno retorno. En un mundo descreído, el filósofo punta de lanza en la contemporaneidad es precisamente este excepcional alemán que se convirtió en fuente de inspiración para muchos pensadores actuales.

Desde que el mundo es mundo los espacios de desafuero han acompañado al hombre. Ha habido períodos buenos y épocas malas en el curso de la civilización, siendo una especie de péndulo infinito que acompaña lo humano. La idea de que en la vida existe una clase de desenlace final, es un tanto novelesca y ridícula. Lo que existe es una avasallante continuidad de cosas que derivan en otras y así de manera ininterrumpida, porque en las dinámicas sociales no existe el vacío ni las cosas dejan de moverse. Cuando algo o alguien desaparecen, es sustituido inmediatamente, ya sea de manera simbólica o real. Hasta el amor suele cambiar de lugar.  Algo similar ocurre con el movimiento, pues todo el tiempo las cosas se están moviendo, incluyendo la vida colectiva.

Es en ese accionar del movimiento de las dinámicas sociales donde hace su aparición el ciudadano y la potencial posibilidad de revertir el curso de la tendencia de la vida en sociedad. De ahí que no es raro darse cuenta que acción y reacción van de la mano y en la medida que un grupo intente aplastar a otro, encontrará las formas más variadas de resistencia. La propia supervivencia es una manera de resistirse, que va llenando al individuo de malestar, rabia y resentimiento. Por eso, tratar de jugar con las emociones humanas es peligroso y arriesgado, siendo posible que ese cúmulo de emociones consiga un cauce y se haga efectivo en términos de operatividad, lo cual consiste en causar un efecto específico que puede revertir cosas.

Luego de dos décadas de confrontación entre ciudadanos, el balance es una tragedia. Se cayó en el juego de ser marionetas de vendedores de falsos sueños y atajos que condujeron al despeñadero. A veces me pregunto si en vez de haber aventurado por la confrontación, se hubiese apostado por un objetivo unificador en donde el trabajo productivo y la idea de progreso se hubiesen enarbolado como banderas para unir y no dividir. Tal vez seríamos la mejor nación del planeta.

La cruel lección venezolana va dejando montones de enseñanzas y el tiempo se encargará de poder asimilarlas y valorarlas en su precisa y justa extensión. No entendimos que llegamos a tener un país cuyas instituciones debimos proteger con todas nuestras fuerzas y nos lo dejamos arrebatar por ilusiones pueriles y formas inusitadas de rencores retorcidos. Por el momento somos ejemplo mundial de lo que no se debe hacer si se quiere preservar la paz social y el bienestar común.

Cuando una sociedad entra en una situación caótica, no es raro ver que los roles se intercambien. Los ciudadanos juegan a ser políticos y los políticos dejan de hacer su trabajo para terminar siendo una representación teatral de las ansias que les va dictando el colectivo. La ausencia de una cultura política y una educación ciudadana nos llevaron hasta este punto en donde pareciera que no existen mejores escenarios.

Una cosa queda clara: Haber llegado a construir una democracia, que con los defectos propios de cualquier sistema de gobierno fue admirada por nuestros vecinos, permitió la paz social por varias décadas. No es casual que Venezuela les dio refugio a tantos inmigrantes y perseguidos políticos de los más variados confines.


La disparatada idea de que a trompicones se puede llegar a cambiar un país para bien es un desatino que estamos sufragando caro. Quien no cuidó lo que tuvo, tendrá que pagar el precio de haberse arriesgado a transitar por atajos malsanos. Construir es muy difícil y lleva años. Por el contrario, destruir es sencillo y no requiere de tanto esfuerzo. Tal vez lo más duro de la situación actual es que dejamos de hacer nuestras tareas como miembros del país para dedicarnos a salvarnos, ocupando los más enrevesados roles, que en otras circunstancias no debieron correspondernos.


Twitter: @perezlopresti


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 18 de abril de 2017

Ilustración: @odumontdibujos   


La deuda de los marxistas


El marxismo es en su raíz una concepción de la sociedad de carácter internacional y global, siendo una curiosidad que algunas formas de pensamiento de carácter nacionalista lo invoquen abiertamente. El comunismo se basa en sus orígenes, su doctrina y su concepción, en la idea de que el nacionalismo es una reliquia del pasado y que los auténticos intereses en conflicto eran supranacionales y extranacionales.

Cualquier tipo de nacionalismo constituye para el marxismo un regreso al pasado feudal y burgués, siendo esta era la posición original: La revolución mundial no tenía patria y no tenía fronteras, pero desde Lenin en adelante, esta visión se modifica y cambia de manera contraria, afilándose con Stalin, quien es absolutamente antimarxista en su concepción de la revolución. Una especie de herejía, dado que la idea original era que el socialismo iba a ser mundial o no iba a ser.

Stalin proclamó el marxismo como fundamento de su acción política y creó una exaltación nacionalista que terminó atomizándose (Yugoslavia, Checoslovaquia, Polonia, Rumania) lo cual, a pesar de los cambios que sigue dando el mundo, cada vez que la idea aparece, el nacionalismo va de la mano, exaltando el chovinismo y la xenofobia.

Con el derrumbamiento del muro de Berlín y el desmembramiento de la Unión Soviética, era propio pensar que el sentido común iba a hacer su aparición en los llamados “intelectuales de izquierda”. Es cierto que un buen número de ellos quedó curado para siempre, pero la sorpresa estriba en que muchos siguieron apostando por un modelo teórico que en la práctica es un fracaso, una cruel utopía más. De ahí viene mi crítica hacia muchas de las personas que ejercen el rol de ciudadanos con una formación intelectual, los cuales  son fuentes de orientación hacia cuáles deben ser los destinos a los que se embarca la humanidad.

Parte de la tendencia por tratar de resucitar los fracasados postulados marxistas tiene a mí entender varias explicaciones. Por una parte, en muchos de quienes cultivaron el ideario marxista como fin de vida, quedó el resentimiento de no haber podido llegar a materializar la utopía. Eso indujo a que se plegasen a formas de pensamiento que se consideran afines al socialismo, pero en la práctica conducen a la miseria y al atraso.

Otro aspecto es propio del pensamiento marxista en sí. Sin tener fundamentación científica alguna, termina siendo un dogma de fe. Eso conduce a que los seguidores del marxismo consideren que al sentirse vulneradas las premisas que preconizan, el mundo de cada uno se sienta amenazado. Al volverse un sistema de ideas que dificulta la posibilidad de ser refutado, se terminó petrificando en la mentalidad de sus intérpretes, lo cual los conduce a tratar de defenderlo como procedimiento de ejecución de falaces creencias, desvinculándolo con la realidad. La idea suena bonita pero la realidad es monstruosa y esa disociación es muy difícil de asumir para muchos hombres de la denominada “izquierda”.

El otro aspecto relacionado con ese pensamiento cuya raíz es el marxismo, es la idea de “revolución”. A lo largo de la historia, las revoluciones radicales se han hecho con el aquietamiento colectivo de una dictadura implacable y con un paredón de fusilamiento marchando, de modo que un hombre de mentalidad libre y crítica (que es la esencia de cualquier intelectual), comete un error de diagnóstico y de interpretación al pensar que se puede cambiar el Estado, la sociedad y la economía, en términos progresistas, al realizar una “revolución”. Entre otras muchas razones, porque tarde o temprano, cualquier revolución va a terminar cercenando la libertad del hombre de ideas.

Una muy larga lista de hombres de pensamiento está en deuda con una Latinoamérica que ha sufrido de manera muy cruel los experimentos sociales a los cuales ha sido sometida. Esa deuda no la veo materializada en un pensamiento de avanzada. Muy por el contrario, se apela incluso a maneras de cambiar la sociedad con fundamentos arcaicos, incluso presocialistas.

Lejos de estar preconizando ideas estrafalarias en el siglo XXI, que confunden a las personas y les hacen crear una visión trastocada de la existencia, los hombres de pensamiento deberían tener una función social más pedagógica y en vez de perturbar de tantas maneras el imaginario colectivo, recordar las reflexiones de Simón Rodríguez, quien al regresar de Europa dice: “No se puede hacer república sin pueblo”. Las constituciones podrán decir todo lo que quieran y se pueden hacer las leyes más extraordinarias, pero eso no funcionará nunca porque hay que comenzar por hacer un pueblo. ¿A qué llama Simón Rodríguez “hacer un pueblo”? Educar a la gente. Enseñarles a vivir en república, cumplir deberes y ejercer derechos, enseñarles a trabajar de manera digna a través del aprendizaje de oficios calificados y bien remunerados para que no se vendan, tengan independencia como ciudadanos y no sean esclavos de nadie.

Twitter: @perezlopresti


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 11 de abril de 2017

Ilustración: @odumontdibujos   




Ideología venezolana


Muchos jóvenes generadores de opinión pública, políticos, y académicos venezolanos han construido sus formatos ideológicos durante las últimas dos décadas. Veinte años representa un tiempo medianamente suficiente para establecer un balance en relación a las cosas positivas y negativas que han ocurrido en nuestra nación.

En primer lugar, cuando aparece un líder con cualidades carismáticas inusuales, es casi imposible que la sociedad no cambie. Pero en ese cambio, existen cosas que no podemos dejar de percibir como buenas y otras que han adquirido el carácter de una calamidad y para establecer un balance, se cuenta con los resultados implacables que no dejan atisbo para la duda: La realidad que vivimos.

Dado que la realidad actual de Venezuela es una consecuencia de las cosas que se hicieron en el pasado y se siguen haciendo, sería prudente recordar cuáles pueden ser las potenciales ineficiencias corregibles en nuestro país. A fin de cuentas, una cosa son las ideas y otra muy diferente la realidad.

Desde antes y durante dos décadas, la economía venezolana se ha hecho más dependiente de la renta petrolera.  Eso hace que nuestra economía haya sido y se siga haciendo más vulnerable en relación con los distintos cambios de la geopolítica mundial. Sin petróleo no hubiésemos podido cimentar las bases de la nación que tenemos, pero seguir apostando por el petróleo como el principal elemento sobre el cual reposa la economía nacional es un disparate ante el que no se reacciona. El ser dependientes de la renta petrolera habla de un fracaso de carácter intelectual en la manera como hemos manejado nuestros recursos naturales, lo cual sumado a las demás materias primas, redunda en uno de los despilfarros más sombríos de la historia de las naciones. Mientras sigamos atados de manos, esperando que suban los precios del crudo, nos seguiremos hundiendo.

En Venezuela se ha ensayado un modelo de carácter estatista en donde la economía se petrificó en un radical capitalismo de Estado. Eso ha espantado la inversión interna, pero lo más grave, la inversión de capitales foráneos. Sin inversión extranjera, en un mundo cada vez más globalizado, en donde las alianzas entre las naciones se van modificando a pasos agigantados, cualquier país que apueste por formas de “desarrollo endógeno”, “desarrollo sustentable” y otras falacias nominales, está condenado al desastre económico. Cualquier nación del planeta con un mínimo grado de desarrollo, apuesta por modelos mixtos en donde existen empresas del Estado, empresas de capital privado que deben ser respetadas y estimuladas en su funcionamiento y formas de producción de capital mixto, en donde lo público y lo privado van de la mano.

Estas dos premisas, llevan a una tercera y es la de haber tratado de implementar un modelo político disociado de una clara visión económica y aquí han fallado la mayoría de los sectores generadores de acuerdo. Independientemente del nombre que se le pretenda poner, lo económico tiene pautas puntuales sin cuya aplicación el país está condenado a la anomia y al caos. Política y economía van tan de la mano que es frecuente ver países autodenominados socialistas, en donde el capital privado está de primero y países autodenominados capitalistas, en donde priva el poder económico del aparato del Estado. Ese es el problema de cuando se apela al pensamiento dicotómico, como si las cosas de la vida fueran en blanco o en negro.

Un asunto sobre el cual se puede hacer un balance es acerca de la transgresión de lo legal. Las leyes suelen ser producto de la tradición o pueden ser las reglas de juego a las cuales se debe ceñir una sociedad. Si se transgrede la norma por parte de la figura de poder, todo el entramado social se desvanece. Una cosa lleva a la otra. El alarmante auge de la delincuencia no sólo tiene que ver con la actual crisis económica sino con una clara ligereza de lo legal, que permite la impunidad de quien delinque. El delincuente no solo recibe castigo por la falta cometida, sino que en el espíritu de las leyes, cuando una persona es condenada a prisión, la sociedad está siendo protegida de los potenciales daños que el disocial” puede seguir perpetrando.

El otro aspecto es una deriva de los enunciados anteriores. En una sociedad cuya economía apuesta por el “rentismo” y se promueve la dádiva clientelista, es muy complicado establecer una relación sana con la idea del trabajo productivo. Más complicada aún si existe una laxitud legal que induce la impunidad de lo delincuencial. El concepto de trabajo individual como forma generadora de bienestar colectivo no ha sido estimulado adecuadamente en el país; sin cuya mejora, la nación sigue penada a seguirse complicando.


Es predecible, que ante este balance, lo que se ha planteado gran parte de nuestra juventud sea escapar cuanto antes del país. El compromiso de rescatar la nación queda en manos de quienes se queden, independientemente de su tinte político.

Twitter: @perezlopresti

Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 04 de abril de 2017

Ilustración: @odumontdibujos