Según
la leyenda, el descubrimiento de la relación entre la música y las matemáticas
ocurrió de la siguiente forma: Pasando frente al taller de un herrero,
Pitágoras observó que el ritmo de sus golpes de martillo producía un conjunto
agradable. Asimismo, notó que la consonancia armónica no dependía de la
diferente fuerza de los herreros ni de la forma de los martillos, sino del peso
de estos últimos.
Pitágoras
contribuyó de manera destacable al extraordinario prestigio que tuvo la música
en el mundo griego. De hecho, a él se debe un descubrimiento decisivo: El
placer estético proporcionado por un acorde musical se puede describir en
términos matemáticos. Se trata de una observación notable, tal vez fundamental
en todo el pitagorismo. Tal es su relevancia, que si el número consigue
explicar una sensación tan delicada, es lícito suponer, por extensión, que el
mundo entero puede ser considerado a partir de elementos matemáticos.
Esta
manera de concebir la capacidad de la música para reflejar la armonía universal
generó una presuposición metafísica que dominó la teoría musical hasta el siglo
XVI, quedando hasta el presente la sensación de orden matemático en los ritmos.
De ahí que lo musical sea una manera tradicional de materializar la perfección.
Si la música es considerada como un elemento perfecto, a quien la interpreta se
le suelen atribuir cualidades que tal vez ningún artista posee. El músico,
tradicionalmente ha sido señalado por muchos como el intérprete de la más
perfecta de las artes.
Esa
relación de admiración por parte de las grandes mayorías es una manera
simbólica de percibir al músico y su arte. De ahí que la transgresión de la
música y mucho más grave, del músico, son aberraciones que difícilmente puedan
ser justificadas, generando rechazo hacia el agresor y solidaridad hacia el agraviado, que está representando un
símbolo que posee una dimensión valorativa.
Sin
símbolos, cualquier sociedad se desestructura. Por eso es que se hace necesario
defenderlos y al perderse esa relación entre lo simbólico y la persona, el caos
suele cimentar las bases de lo que literalmente podemos considerar la
destrucción de la cultura.
Pero
el símbolo está en todas partes y nuestra manera de vincularnos con él obedece
a un espectro que se encuentra a un nivel mucho más profundo que la conciencia
del individuo. Un ejemplo de ello es el caso de ciertas ocupaciones que ocupan
un rol elevadamente utilitario, en las cuales depositamos de manera ciega
nuestra confianza. De hecho, se genera confianza precisamente por su carácter
simbólico. Empédocles y Pitágoras son considerados los últimos ejemplos de la
figura del hombre-medicina de la tradición arcaica. Empédocles no representa un
nuevo tipo de personalidad, sino uno muy antiguo: El chamán, que reúne en sí
mismo las funciones, todavía indiferenciadas, de mago, naturalista, poeta,
filósofo, predicador, sanador y consejero público. En nuestro inconsciente
colectivo sigue palpitando esta sensación hacia el simbolismo que viene a
representar la figura del médico de la contemporaneidad. Es precisamente en los
tiempos que corren cuando la disciplina médica ha alcanzado su mayor nivel de
aceptación y credibilidad entre las personas.
Cuando
públicamente observamos la violación de pilares fundamentales de nuestra
cultura, se pone en jaque el equilibrio de toda la estructura del enmarañado
entramado social. Sin lo simbólico, dejamos de ser humanos para convertirnos en
bárbaros incapaces de captar los metamensajes propios de la vida en sociedad.
Ser capaces de aceptar y respetar lo simbólico es precisamente lo que nos hace
humanos, porque el símbolo lleva a la construcción de la estructura que solemos
denominar “institucionalidad”. Asaltar lo simbólico para convertirnos en
salvajes es una manera de autoagredirnos como conglomerado que no puede sino
zanjar la ruta del peor de los caminos inimaginables.
Pero
la perfección del carácter de lo simbólico va mucho más allá. No es casual que
el grande de los poetas haya comparado de manera geométrica a su amada con la
perfección propia de la figura del anillo, símbolo de fidelidad y amor por
antonomasia. La palabra amor, por ejemplo, adquiere una dimensión que adquiere
el carácter de un valor que va por encima de cualquier otro. El desprecio hacia
lo amatorio o la banalización de la conceptuación del amor es sinónimo del
cultivo de la muerte.
Si
el amor es llevado a un terreno en el cual se le desprecia o se usa de manera
sonsa y sin sentido, el discurso deja de tener relevancia y se convierte en una
caja vacía. Un valor deriva en otro para terminar germinando el sentimiento de
lo amatorio, que es sinónimo de vida. Esa vida que percibimos en las notas
musicales que hace que entremos en éxtasis o la vida que reaparece con cada
acto médico generador de salud; son acordes que van juntos, símbolos que
debemos cuidar o de lo contrario nos espera la desesperanza y el fallecimiento.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 30 de mayo de 2017.
Ilustración: @odumontdibujos
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