domingo, 24 de enero de 2021

Un hombre de barba larga

 


En 2018 tuve que exigirme mucho con el asunto de la migración al sur del continente. Asimilarse a una cultura y tratar de entender la misma conlleva a retos improbables de predecir. Haz en Roma como el Romano hace es un adagio que se remonta a tiempos lejanos y cuyo sentido lo aclara mi Santo preferido. El asunto es que una cosa es hacer lo que los romanos hacen en relación con aparentes banalidades, como podría ser ayunar y otra muy distinta es abdicar del sistema de creencias y valores propios y preconizar el de los otros. No funciona.

Lo cierto es que ese 2018 fue de muchas tensiones y pocas distensiones. Un año para asimilarme en 365 días a una sociedad y una cultura que no era la mía. Las exigencias emocionales no fueron menores y con relación a las formalidades profesionales, doy gracias a mis queridos profesores de la Escuela Vargas de Caracas por todo lo que me enseñaron, al punto de que me integré laboralmente en tiempo récord.

En piloto automático

En 2019 el piloto automático de la existencia se activó y fui tomando el cauce propio de las rutinas sanas. Una rutina sana es el deseo de repetir aquello que nos place, lo cual aplica en la vida, en los trabajos y en las relaciones interpersonales. Amar, por ejemplo, es el deseo de repetir con una persona en particular. De ahí que lo amatorio es gozoso por cuanto se repite con el mismo ser sin que se genere aburrimiento, porque el alcanzar en pareja una meta de inmediato genera el deseo de formularse otra y se va saltando en la vida de meta en meta, cada vez que conseguimos aquello que nos proponemos. En 2018 y 2019 hice del metro mi tercera morada y el encuentro con una insólita cantidad de compatriotas se hizo constante. La mayoría eran alumnos o colegas de la Universidad de Los Andes de Santiago de los Caballeros de Mérida, lugar en donde me desenvolvía con trajes de buen corte y respetuoso estilo. Acá en mi autoexilio ya no uso esa vestimenta y la necesidad de agilizar mis pasos por las calles me volvieron a la informalidad propia de un estudiante universitario. Luego se vino con fuerza la amenaza de una pandemia y mi mujer, siempre atinada, me forzó a comprar un automóvil el 31 de diciembre de 2019, lo cual era la oportunidad para volver a mis anchas en las pistas.

De cabeza en los libros

2020 fue un año aburrido y sereno, contrario a lo que muchos han vivido. En el centro del huracán de una pandemia, parece que mi sistema inmune entró en estado de alerta y esa cosa rara del teletrabajo hizo que nuevamente volviese a la introspección del filósofo que soy y sin ambages me entregué a la lectura. Nadé en ríos de letras y palabras, atragantándome con algunas oraciones grandilocuentes, me divertí con páginas enteras y devoré cualquier cantidad de buenos textos, lo cual me hizo entrar en el carril de lo que siempre he sido o al menos he tratado de ser. Un estudioso profesor universitario que pasa horas leyendo y escribiendo, a veces expresando una procacidad atinente a lo humano y a veces generando elementos propios de la inventiva, que en mi caso se traduce en el arte de escribir. Asuntos como los trámites migratorios fluyeron sin que hiciera presión alguna, mientras la idea de volver a retomar lo esencial de mi vida fue ganando terreno a la vez que mi barba fue creciendo. Retomé contacto con amigos que no sabía en qué lugar del planeta se encontraban y las comunicaciones desde Finlandia hasta Panamá se hicieron un asunto corriente.

Tiempo al tiempo

Mi madre siempre me decía que la única ciencia consiste en saber esperar. En estos tres años el balance ha sido razonablemente bueno y las circunstancias en las que me he desenvuelto han exigido tanto de mí que si no he volado en pedazos me he de volver más fuerte, como bien señala mi pensador alemán preferido, haciendo alardes de ser humano, demasiado humano. Con el tiempo mi barba creció y creció, tanto que cuando me consigo con algún conocido no me reconoce y creo que hay símbolos que nos van marcando y señalando el camino que debemos continuar, todo lo cual va de la mano con la intuición y el buen gusto. He aprendido a sobrevivir a la vida, que me parece más interesante que sobrevivir a la muerte. La vida es un misterio inextricable, llena de secretos, oportunidades y amenazas esperándonos (o asechándonos) a la vuelta de cada esquina. La muerte, por el contrario, no dice nada distinto al dolor de la partida de aquellos que amamos y cuyo destino jamás conoceremos. De ahí que siempre me he sentido como en una obra de teatro en donde el tramoyista gusta de hacer inesperadas bromas como bajar el telón en medio acto de expresión sublime o no bajarlo cuando se termina la escena.

Lo cierto es que a veces se asoma la idea de que un ciclo ha llegado a su fin para comenzar otro, lleno de incertidumbre y desafíos por conocer, lo cual nos vuelve a recordar que la vida es una gran aventura y atreverse a experimentarla a plenitud es siempre impostergable. 



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 26 de enero de 2021.

martes, 19 de enero de 2021

La gata y el oso

 


Una muchacha muy pero muy guapa iba caminando por la Plaza las Heroínas de la ciudad de Mérida, en Venezuela.  Vestía pantalones y chaqueta de cuero negro bien ceñidos a su linda figura y no pude dejar de mirarla. Estaba sentado en una de las muchas cervecerías que están en ese sector turístico de mi ciudad natal, con una pilsen helada en la mesa, un libro de Milan Kundera en la mano y un Romeo y Julieta en la boca. Ella sabía que yo la observaba y me parecía que caminaba casi posando frente a mi mesa. Finalmente, se acercó y me desafió a quemarropa: “-Dime algo que me impresione”. Le contesté: “-Miaaaaauuuuuuuu…”. Ese día terminamos comiendo pizza. Se lo comenté unos días después a una amiga y me dijo: “- Unjú. Pizza. ¡Un oso y una gata comiendo pizza!”.

Vivir en un parque temático

De mi ciudad natal se pueden decir muchas cosas buenas. Con un cuarto de millón de habitantes llegó a tener más de 35000 estudiantes universitarios provenientes de los más variados lugares, lo cual la convirtió en un destino elevado, cosmopolita y bohemio por antonomasia. En la Mérida del siglo XX se desarrolló una manera de asumir la vida, pero por encima de todo, un respeto por el conocimiento y la cultura que se ve en escasos lugares de la historia civilizatoria. En esa urbe cultivé amores, adquirí compromisos y crecí como ser humano en un ambiente que giraba alrededor de las cosas que siempre me han gustado: La educación, los libros con sus buenas bibliotecas y librerías, el deleite por la cultura, lo apacible y contemplativo de la existencia, las buenas amistades, las fiestas con sus bailes, la curiosa gastronomía, las interminables conversaciones con gente inteligente atraída por la magia de la ciudad y los magníficos paseos y largas caminatas por senderos, montañas y remotos parajes en donde los páramos con sus frailejones y la nieve de los glaciares eran una invitación a ser feliz.

En Mérida me enamoré, tuve los mejores amigos que ser humano pueda conocer y bajo la sensación de que vivía literalmente en una burbuja escondida en el planeta tierra, conocí personalidades curiosas y atractivas sin comparación.

Educación y conocimiento

Mérida fue un lugar para pensar y disfrutar cada día, tratar de leer todos los libros del mundo y escribir unos pocos; enriquecerse de un amor al discernimiento que me llevaron a explorar los más apasionantes laberintos de esa dimensión que llamamos conocer y que al fusionarse con la experiencia se traduce en sabiduría. En mi ciudad natal no solo me hice de una formación académica que me ha permitido ganarme la vida de manera honesta hasta el día de hoy, sino que todo en mi localidad era una invitación para seguir volando en asuntos atinentes a un desarrollo educativo, que me convirtieron finalmente en lo que soy hoy en día: Un filósofo dedicado a pensar y a escribir, que se tuvo que autoexiliar en tierras del sur del continente ante adversidades propias de la existencia.

Cuando mis amigos me contactan, me preguntan en qué asuntos estoy montado, porque saben que la aquiescencia no me es propia y que no suelo dejar de abrir y cerrar proyectos para entrar en otros, en una suerte de laberintos que conducen a puertas y ventanas, subidas y bajadas que hacen que la vida sea movimiento y acción. ¿Cuál es el mejor de los vinos? ¿Cómo te pareció esa obra? ¿Qué te pareció tal serie? ¿Ya terminaste el libro del que me hablaste? ¿Qué inventaste ahora?

Montañas y ríos límpidos

No se podía ser de Mérida sin desarrollar fascinación por conocer sus espacios circundantes. Hice montañismo desde temprana edad y los parajes y el sentido de orientación en la más cerrada de las tardes de neblina me son familiares, tanto, como el olor al aire de los páramos y el sabor del agua de sus límpidos ríos, quebradas y lagunas. Llegar a casi 5000 metros de altura una y otra vez me generaron una fortaleza que solo se puede desarrollar con algunos deportes y lo más importante: Me hice amante de la montaña y sus extraños secretos hasta casi disociarme con el placer que siento cada vez que me adentro en sus espacios, muchas veces a solas, durante días enteros, desafiando ventiscas, torrenciales aguaceros, granizadas y nevadas, para despertar disfrutando de insólitos amaneceres y lanzarme de cabeza en una laguna casi congelada.

Entré a más de una cueva de proporciones difíciles de calcular y vi a más de una criatura viva que a duras penas puedo describir. Esa fascinación por lo que nos regala la naturaleza se ha vuelto casi una ceremonia espiritual en mi vida y será de las cosas que atesoro como grandes experiencias. Poder explayarme como el animal que soy en el más natural de los escenarios. De planes futuros y otras yucas mantengo la certeza de siempre: Se termina una meta o un ciclo de la existencia para entrar a otro, en un correteo que es la esencia del oficio de vivir. En ese andar, vamos lidiando con pesadumbres y certezas, cultivando cercanías y los más profundos afectos. 


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 19 de enero de 2021.

domingo, 17 de enero de 2021

Dos veces perdí el avión 1/3

 


He perdido unos cuantos aviones en lo que llevo de vida. Algunas de estas situaciones han conducido a entorpecerme la marcha de las responsabilidades propias de lo cotidiano, pero otras me han permitido quedarme uno o varios días más en el sitio en donde los he perdido, pudiendo llegar a descubrir cosas que me han enriquecido como persona.

De muchacho solía pasar vacaciones en Catia La Mar. Una familia amiga poseía una casa en una colina que tenía una insólita vista al litoral central venezolano. Eran tiempos en los cuales se podía caminar de noche sin muchas complicaciones, pudiendo frecuentar algún restaurante chino a precios asequibles para estudiantes de bachillerato, junto a la infinita presencia del Caribe, a todas sus anchas.

No sé exactamente a quién le pertenecía la vivienda (tal vez una “sucesión familiar”), pero era enorme, ventilada y con muchas y grandes habitaciones. Algún allegado insistía en que fuéramos con frecuencia “para que la gente viese que usábamos la casa”. El temor fundamentado de que algún ratero se metiese en la residencia, o un “indigente” la ocupara, inducía a que los familiares cultivasen y preconizasen la idea de que la ocupásemos con periodicidad, y así lo hacíamos. El balneario favorito era Los Caracas, al cual se hacía el esfuerzo de ir, no sólo por ser el mejor, sino por encontrarse retirado. Era un sitio al cual evoco sin dejar de sentir la alegría de siempre.

La primera vez que perdí el avión de Maiquetía a Mérida me punzó por el esfuerzo de despertarme tan temprano. De hecho, al vuelo lo llamaban “el madrugador” y permitía ir de Mérida a Maiquetía o de Maiquetía a Mérida, pudiendo realizar las diligencias de rigor en cada uno de estos destinos y devolverse el mismo día. En la tarde ya uno estaba en el lugar de origen, cenando con la familia.

Esa fecha, la primera vez que perdí ese vuelo, tuve obviamente un día de absoluta y bien merecida ociosidad. Conocía cuadros de Armando Reverón, había visto sus “muñecas” y leído el libro de Aquiles Nazoa titulado Vida privada de las muñecas de trapo. El día libre y soleado (“soleadísimo”) me pareció propicio para visitar el Castillete en Macuto. Es así como un fallido intento de regresar a Mérida me llevó por primera vez a esa insólita morada, ejercicio que hice durante varios años seguidos, mientras la familia amiga conservó la casa en Catia La Mar.

La primera vez, tomé fotos, pasee por los alrededores y hasta conseguí que alguien me abriera la puerta de madera para poder entrar al mismo. Era un sitio rústico para más no poder, preservado para esa época, con enredaderas que hacían un arco por encima de la puerta de entrada. No era difícil imaginarse al artista pintando, a Pancho (el pequeño mono) haciendo piruetas para entretener a los visitantes y a Juanita atendiendo a los visitantes con calidez y humildad. Esa fue mi primera visita al lugar donde vivió Armando Reverón y desarrolló la obra que tanto ha dado que hablar, deslumbrando al mundo por su legado.

Las visitas posteriores se convirtieron en una especie de ritual. Ir de vacaciones a Catia La mar era sinónimo de ir a Macuto, comer en Las Quince Letras y caminar una y otra vez por el Castillete. Los viajes posteriores las hice ya estudiando en la universidad, acompañado de dos de mis amigos de siempre, Juan Sebastián Rodríguez (pintor desde que nació) y Daniel Márquez Bretto (economista que reside en Caracas).

En uno de esos primeros acercamientos con mis dos amigos de infancia, nos dio por tocarle la puerta a las personas que vivían en la calle donde se encontraba el que había sido el hogar de Armando Reverón. Le dimos unos golpes a una gruesa puerta que tenía un par de argollas sin candados y luego de unos minutos nos abrió un hombre de mediana estatura, moreno, de unos cuarenta largos años, con una calvicie que le daba cierto aire de solemnidad, haciendo contraste con una melena larga y ondulada en los lugares del cuero cabelludo en donde preservaba su cabellera.

Fue amable y se presentó como Eyidio Moscoso. Nos mostró su casa, la cual me llegó a impresionar. En la entrada había infinidad de montañas de periódicos viejos, poca luz y cierto olor rancio, mezcla de papeles añejos y el exquisito olor del óleo. Algunos lienzos y pinturas estaban esparcidos en el espacio que hacía las veces de recibo-comedor. Ese ambiente oscuro y ciertamente mustio, hacía contraste con el patio de insólito verdor y aire puro, adornado de manera delicada con las mismas enredaderas que se encontraban sobre la puerta de entrada del Castillete.

Eyidio era cordial, nos contó que había realizado muchos oficios en la zona para ganarse la vida, pero lo que nos llamó la atención, pese a la suspicacia habitual que nos caracteriza a los andinos, fue la aseveración de que había conocido desde muy niño a Armando Reverón y que había sido su discípulo como pintor. Nos dijo que Reverón le permitía pintar en el Castillete y que él se consideraba su alumno. 


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 22 de diciembre de 2020.

Perdiendo aviones 2/3

 


Hace ya unos cuantos años tuvimos la oportunidad de conocer a Eyidio Moscoso, quien se consideraba una suerte de “alumno” de Armando Reverón. El anecdotario de vivencias que decía haber experimentado directamente con el artista nos cautivó desde el primer día que nos recibió.

Iniciamos una serie de visitas, año tras año, tanto al Castillete como a Eyidio Moscoso y nos contó que vivía solo, pintando y a veces escribiendo, recibiendo la visita de una mujer (entendimos que era su pareja) de vez en cuando. En más de una ocasión hicimos el viaje sin encontrarlo, pero siempre pudiendo deslumbrarnos con lo sobrecogedor que lucía la estructura rupestre en donde vivió el más grande pintor venezolano y uno de los más universales artistas de todos los tiempos.

En la que fue mi última visita a Eyidio Moscoso, acompañado, como siempre por Juan Sebastián Rodríguez y Daniel Márquez Bretto, tocamos la puerta de su casa y demoró más de lo habitual para abrirnos. Vimos que la fachada estaba deteriorada así que nos fuimos a tocarle la puerta a uno de sus vecinos. Una señora ya entrada en años fue quien nos dijo que se dieron cuenta que había fallecido por el olor a mortecina que salía de su casa. Eso había ocurrido hacía ya tres meses.

En la parte de arriba de la calle habían inaugurado unas oficinas modernas que hacían contraste con la armonía arquitectónica del sector. Era una especie de centro de información para los visitantes (o museo), en donde nos atendió una dama enjuta que se ablandó cuando le dijimos que nos acabábamos de enterar de la muerte del amigo Moscoso. La señora nos trató con la amabilidad con la cual se recibe a los familiares de un recién fallecido y nos regaló un libro titulado Reverón, amigo de un niño, (Ediciones Fundación Armando Reverón, 1997), cuyo autor es Eyidio Moscoso, el cual deja testimonio de lo que fue la experiencia personal de conocer al artista. Un hermoso y delicado libro que sin dudas es un aporte de primera mano para quien cultivó la amabilidad con tres amigos andinos.

Más nunca visité el Castillete.

Unos cuantos años después ocurrió la tragedia de Vargas y no quise ni leer sobre qué había pasado con la insólita estructura en donde había vivido Armando Reverón. Ganaba la nostalgia sobre la curiosidad. Revisando el texto de Eyidio Moscoso, hay detalles notables como por ejemplo cuando describe: “El día que Reverón iba a comenzar un cuadro, se le podía ver nervioso, huraño, temperamental, fumando más de lo acostumbrado, moviéndose de un lado a otro, como fiera enjaulada, mientras iba juntando cada uno de los elementos para comenzar la obra.”(p. 85). Luego señala que tras el ritual de prepararse para pintar “(…) comenzaba una lucha entre el cuadro y él, donde cada línea, cada nuevo trazo, representaba algo así como un triunfo adquirido, que había que defender a toda costa de quién sabe cuáles extraños elementos.” “En cada incursión de esas, el Reverón físico había dejado de cuatro a cinco libras de nervios y fibras frente al cuadro ya terminado. Pero se podía apreciar la satisfacción de la misión cumplida, o la equivalencia del ´hijo ya parido´.”(p. 85-86).

En otro capítulo nos habla del Reverón “zoologista”: “(…) convivía con una cantidad bastante nutrida de animalescaseros, empezando por Pancho, el mono líder de tan diversa fauna. Pancho fue un primate muy despierto e inteligente, que aprendió todo cuanto su dueño deseó enseñarle. Pancho jugaba al béisbol con uniforme y todo, hecho por Reverón. También Pancho era un “pintor abstracto” bastante pasable, que ejecutaba pinturas coloridas, admiradas por el público burgués que visitaba el Castillete.”(p.67). Cada uno de los monos que convivió con Armando Reverón recibió invariablemente el nombre de Pancho.

De las obras de Reverón, repartidas por el mundo son muchas las que me han dejado boquiabierto, particularmente voy a nombrar tres: Un desnudo, que pertenece o perteneció a Miguel Otero Silva en el cual en torno al cuerpo femenino (utilizando como modelo a “las muñecas de trapo”) expone su gran clase de genio universal mostrando la belleza a plenitud con un profundo sentido de armonía.

En la época ya final de la obra de Reverón, caracterizada por los autorretratos, existe un cuadro de carácter francamente siniestro donde está el artista con un “pumpá”, con cara de payaso triste y en el fondo dos figuras femeninas borrosas, de tamaño natural. Es tal la intensidad que produce esta composición que es difícil no percibir cierto carácter inherente a la energía que acompaña la autodestrucción.

La tercera obra que mencionaré es la llamada El patio del sanatorio, ampliamente conocida en el mundo de la psiquiatría, el cual es el último cuadro que pintó en su vida, donde el manejo de la luz muestra una visión intensamente desolada y solitaria. Es un cuadro muy hermoso y muy triste. He pasado largos ratos de mi vida deslumbrado por esa postrimera visión genial, asombrosa y perfecta que transmite la obra. 


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 29 de diciembre de 2020.

El segundo vuelo 3/3

Una de las más grandes ambiciones que podría tener un hombre de pensamiento es la de entender sobre arte y practicar un arte. Esta doble faceta rara vez se da y cuando aparece es potencialmente enriquecedora.

Mi profesor de psiquiatría en la Escuela Vargas de Caracas, Moisés Feldman, llegó a desarrollar un trabajo sobre Armando Reverón, el cual es sin duda un aporte a la psiquiatría venezolana y a la potencial posibilidad de ser más claro con la dimensión psicológica de tan relevante personalidad. Cabe señalar que Feldman es un humanista, por lo que su visión acerca de tan singular artista, lejos de encasillarlo con reduccionismos que categorizan, lo enriquecen en su inmensa dimensión de creador.

Reverón comparte la condición de artistas que viven en la cuerda floja como Ralph Barton, Paul Gauguin, Hugo van der Goes, Vincent van Gogh y tantos otros hombres universales. No en vano Aristóteles inicia el texto conocido como el problema XXX con la pregunta “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres excepcionales, en lo que concierne a la filosofía, la ciencia del Estado, la poesía o las artes, son manifiestamente melancólicos?”

Nuevamente aviones

El segundo vuelo que tiene que ver con estas líneas lo perdí hace ya unos cuantos años. Estaba presentando unos trabajos de investigación en el Congreso Nacional de Psiquiatría que en esa oportunidad se desarrollaba en Punto Fijo. El regreso fue bastante tortuoso. El avión se averió en el aeropuerto Las Piedras, así que a finales de la tarde y luego de un tumulto ocasionado por los enfurecidos pasajeros, la línea aérea nos llevó en transporte terrestre hasta Coro, al aeropuerto José Leonardo Chirino. Allí estuvimos como cuatro horas, luego de las cuales como consecuencia de la confrontación entre pasajeros y representantes de la línea aérea se nos prometió que nos trasladarían a Maiquetía y de allí a Mérida esa misma noche.

En Maiquetía estaban unas camionetas esperándonos para llevarnos a un hotel en Catia la Mar, ya que la posibilidad de partir a esa hora hacia Mérida había sido negada por la única persona de la aerolínea que les dio la cara a los enfurecidos viajantes. La maldijeron y le desearon la muerte a ella y a los suyos. Total, que terminé en un taxi pagado por la aerolínea conducido por un hombre de cara dura y absolutamente “mutista” que me habría de llevar al hotel que la empresa de aviones dispuso para mí. La mayoría de los pasajeros terminaron regados en hosterías y posadas de Catia La Mar.

En Catia La Mar con hambre

El hambre me carcomía los intestinos ante el hecho de que se nos negó pagarnos la cena, así que hice (obligué) detener al taxista en una pollera que estaba situada cerca del restaurante chino que conocía desde temprana edad. Lo único que le escuché fue su advertencia cuando me bajé del vehículo: “Tenga cuidado, que es peligroso”. Me bajé del carro y pedí un pollo para llevar y cuatro cervezas bien frías mientras el taxista esperaba. El restaurante chino ya no existía, de ese lugar que me dio tanta alegría quedaba una estructura en ruinas, abandonada. La pollera estaba muy concurrida pese a la hora (o tal vez por la hora). Gente de pie esperando los pollos con aspecto famélico, otros lucían francamente atemorizantes, con tatuajes en el rostro, un olor a ron y cerveza impregnaba el lugar y competía con el olor del plumífero a la brasa. Algunos transexuales ocupaban la mesa al final del local. Alguien me preguntó la hora y simplemente le dije que no tenía reloj. Ya con mi pollo vía al hotel sentí que me había salvado de una puñalada. Lo peor estaba por venir.

El taxista me dejó justo frente a la entrada del hotel. El olor a sangre del hombre que acababan de asesinar hacía contraste con el ruido de las motocicletas que rápidamente se iban del lugar. Alguien comentaba que le habían pegado siete tiros. El taxista me dijo que él mismo era quien me iba a pasar buscando para el retorno al aeropuerto. Llegó una furgoneta de algún cuerpo de seguridad y se llevó el cadáver. No hubo preguntas. Una vez en la habitación, agotado por el viaje, escandalizado por la violencia del crimen que acababa de ocurrir y apesadumbrado por la anómica Catia La Mar nocturna y ajena a mis recuerdos de temprana juventud, me senté en la cama y me bebí rápidamente un par de cervezas. Recordé los tiempos aquellos en que visitaba con tanta alegría esos lugares. Abrí la bolsa y hambriento y de manera atropellada devoré el pollo y ganaba el hambre. Más nunca visité Catia La Mar.

Hace años, en una entrevista laboral, el examinador me preguntó con curiosidad si podía lidiar con la nostalgia de haber dejado mi país. Sabe Dios por cuál razón recordé las visitas a Catia La Mar y las personalidades que hemos dado al mundo, siendo Armando Reverón un ejemplo de ello. Le contesté sin dificultad que era más fácil conseguir los ingredientes para las hallacas en Santiago de Chile que en Santiago de los Caballeros de Mérida. Así nomás. 


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 05 de enero de 2021.