domingo, 19 de agosto de 2018

Entrevistas laborales



Se suponía que el teniente Dan Taylor, el de la película Forrest Gump, debió morir en combate. Los hombres de su familia que lo precedían habían muerto luchando y su máxima aspiración era fallecer en su ley. Si no es por el “limitado” Forrest Gump, el destino de Dan se hubiese consumado, pero el haber sido salvado cambió el rumbo de su existencia.

He tenido la experiencia de haber participado en muchas entrevistas de trabajo como seleccionador de los más disímiles aspirantes. Me ha tocado armar equipos enteros de personas talentosas, con habilidades para laborar en grupo, generando una atmósfera de gran actividad con mínima conflictividad entre pares. He participado en tantos procesos de deliberación y he sido tantas veces evaluador, que en ocasiones he sentido que es una especie de buena luz que me ha acompañado desde hace años.

La selección de personal es una de las áreas de mayor interés en psicología, de algunas maneras modernas de afinar los sistemas que esclavizan a los seres humanos y del negocio de traficar con los talentos de las pobres almas que necesitan alimentarse. De ahí que siempre he tratado de ser respetuoso con los aspirantes a las más variadas acciones que las personas ejecutan para ganarse la vida.

Esa función me ha permitido hacerme una idea de los individuos sin tener que invertir tanto tiempo, al punto de que, como tantos, puedo afirmar que para hacerse una idea de alguien no se necesita mucho rato. Lo esencial de las personas lo captamos desde una dimensión más intuitiva que argumentativa y esa suerte de corazonada, que es la percepción de las emociones del otro, trabajadas desde nuestras propias emociones, constituye un arte que pocos pueden llegar a ufanarse de haber podido conquistar. Leer a los demás es un asunto en el cual no se puede fallar. 

Sin embargo, ninguna experiencia supera la de haber sido sometido al escrutinio de los más heterogéneos jurados y entrevistadores en las oportunidades en las cuales he aspirado a un trabajo o he concursado para ejercer un oficio.
Una vez, un médico, quien tenía una camisa estampada con el rostro del Ché Guevara el día de la entrevista, me preguntó mi opinión sobre la Revolución Cubana. En otra oportunidad, un caballero, vestido de rosado, con una orquídea en el cabello, me preguntó si tenía alguna posición en relación a las minorías desfavorecidas por los prejuicios. En otra ocasión, un hombre con un diente de tigre colgado en el cuello, me preguntó cuál era mi posición frente al exterminio de algunas especies animales. Así, de la mano de lo burlesco, los interrogatorios pueden haber sido aburridos, cínicos, menos que desafiantes y hasta caricaturescos.

No se me olvida cuando en perfecto inglés londinense, se me hizo la interrogante: -¿Cuál es su color favorito y cómo justifica su respuesta? … y ahí más o menos les he ido dando la vuelta, rodeándolos con mis respuestas, en las cuales trato de decirlo todo sin decir nada, para que invariablemente los resultados se torciesen a mi favor y así poder salir airoso de tanto necio que hace alardes de su falta de inteligencia o tanto desocupado que ni entendió lo que le respondí, para terminar en darme las gracias por mis atinadas contestaciones y felicitándome por mi capacidad de no caer en provocaciones fatuas.

Pero conforme pasa el tiempo, uno ya comienza a ver la vida en función de distancias y la incapacidad de tolerar a cualquier indiscreto desubicado pesa más que la necesidad de ganarnos la vida. Por eso no puedo evitar ser un tanto hosco cuando me preguntan por mis afinidades políticas, mis gustos personales por las damas o mi opinión sobre el nudismo. Cansado de tanta pregunta payasa, la irreverencia se termina por apoderar de cualquiera, con la madurez necesaria para tener un mínimo de respeto por uno mismo.

En ocasión reciente, en eso de dar trompicones de supervivencia, un muchacho con un arete en la nariz y los cabellos largos hasta más debajo de los hombros, con actitud displicente y en una extraña pose, intentando dar una impresión de profundidad, tratando de impresionar a este viejo lobo que ya no es diablo por viejo sino por puro diablo, me hizo la pregunta mirándome a los ojos de refilón: -“¿Con cuál personaje de cuál película se siente usted identificado”.

Cansado de lidiar con la estupidez, o tal vez acostumbrado, le respondí sin cortapisas que me identificaba con el teniente Dan, quien debió morir en buena hora, pero quiso la vida que se le prolongara su vivir, al punto de que cada día está copado de horas adicionales que en realidad nunca debería estar viviendo, porque el que trastoca el justo momento de su muerte queda supeditado a una incertidumbre que solo tiene el que vive cada día como si fuese de gracia.

Nunca supe si fue por el tono con el que se lo dije o por cada palabra que pronuncié como si estuviese dando un dictado, lo cierto es que me contrataron. Por cierto, que me aprobaron hasta un bono… por experiencia.






Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 21 de agosto de 2018

Camino al mestizaje



Como no imaginé que la fila fuese tan larga, después de seis horas y media esperando para registrar la VISA, estaba casi a punto de desmayarme. No llevaba nada de comer ni tampoco había donde sentarse y el aire se hacía tan espeso que era dificultoso respirar. Todos los olores rancios y vahos chocantes entremezclados, los estornudos de un hombre con la nariz muy roja, las tosecitas salpicadas de saliva de una mujer que bien podía ser delgada por un cáncer de pulmón o por una tuberculosis y la casi harapienta manera de vestir de la persona que me antecedía, era solo un desafío para los duros de estómago.

De todos los confines y colores, en una escala de graduaciones infinitas, los venezolanos nos destacábamos y reconocíamos. Tanto por la alegría literalmente de tísico y paradójicamente del paraíso, que nos caracteriza, hasta la ingenuidad a flor de piel de quien no termina de percatarse de que lleva en la frente la marca de Caín. Los venezolanos solemos reconocernos por una manera de desenvolvernos tan particular, que tal vez estamos condenados a construir y reconstruir la historia a donde quiera que vayamos.

El blanco me recordaba los obsequios del furioso Dios, cuando también con miel esperaba a los recién llegados a la Tierra Prometida. El negro cerrado de la noche evocaba al más profundo de los sueños. Sin embargo, entre estas dos tonalidades dicotómicas y aparentemente distantes, todas las posibilidades estaban entremezcladas, haciendo alarde del más puro carácter impuro que nos define a los mestizos. Portadores de linajes ancestrales, herencias inagotables e historias insólitas que se van transfigurando con el paso del tiempo, los que nos consideramos provenientes de todos los confines y de todas las razas, hacemos repetidos alardes de que en lo más profundo, ser de un lugar es como no ser de ninguna parte y quien tiene en su seno tanta mezcolanza étnica, también lleva en las manos las llaves para abrir todas las cerraduras.

Más o menos así iban mis pensamientos, en un arrebato acrobático condicionado por las horas de espera, tratando de abstraerme, entre sonrisas con dientes de perlas de las venezolanas, que con cada carcajada llevaban calidez a tan hoscos espacios, cuando finalmente un funcionario de la oficina de migraciones, sacado de la película de rigor de Charles Chaplin, me dijo con tono recio que estaban esperando por mí en la taquilla número 36.

Fastidiado y enjuto, por ausencia de locura, o loco por exceso de fastidio, viendo punticos negros por el hambre, finalmente me senté ante la funcionaria que no terminaba de mirarme a los ojos, cuando ya le había dado la información suficiente para poder armar medio rompecabezas sobre mi vida. Sereno por estar sentado y ya viendo en technicolor nuevamente, me hizo varias preguntas atinentes a mi profesión y mostró enorme curiosidad en saber cuál era mi opinión en relación al exceso de patologías emocionales que afecta a grandes grupos humanos.

Como sigo siendo un docente, y nadie me quita lo bailao, le expliqué que uno de los elementos que protege de tanta enfermedad propia de la mente es la movilidad genética, que impide un reciclaje circular de los mismos orígenes propios de la biología y permite que las taras se vayan diluyendo conforme nos vamos mezclando entre verdes y azules. La mujer, que suele respirar todos los días de cada día los aires que apenas compartí durante seis horas y media, mostró un rostro iluminado para completar la frase: “-¿O sea, que esta gente que está migrando nos puede ser útil?”.

-No sólo útil, sino que su trabajo es fundamental para que el mundo mejore-, fue la manera como le respondí. Agregando que ella estaba ahí para abrir puertas y ventanas a quienes van de un lado para otro, unos en busca de la más trivial aventura y otros huyendo del horror, de la desesperanza, de los callejones ciegos y las peores formas de crueldad. El mundo, con la pesada carga a cuesta de injusticias, perversiones, caminos retorcidos y las más inimaginables formas de ceguera, de mirar hacia otra parte o jugar al tuerto como manera de conducirse. Ante estos escenarios, el bien es la movilización positiva imparable que debe atajar cualquier resquicio del mal. En una eterna batalla sin descanso el bien y el mal van juntos y de la mano, justificándose entre sí, tratando de imponerse uno sobre el otro.

La diáspora de grandes grupos humanos es la condición propia de la tragedia que marca y define las tipologías culturales, pero particularmente morales. Se emigra, no por capricho, sino porque vamos en busca de la quimera necesaria para seguir viviendo o porque estamos escapando del infierno. Derrotado en mi propio patio, vencido en mi tierra de origen, habiendo capitulado mil veces mil, dando tumbos propios del errante que sabe que su destino ha sido transgredido por el mal, solo purgándonos del odio podemos sobrevivir a estos entuertos y hacer lo posible por tratar de recomponer nuestras vidas.




Twitter: @perezlopresti



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 14 de agosto de 2018



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El lugar


  



Asumir el desarraigo es la máxima conceptuación de universalidad de un sujeto, que hace que no seamos de ninguna parte y a la vez seamos de todos lados. Nacionalidades y poblados van y vienen, gente pasa a nuestro lado y en una especie de ciclo vertiginoso infinitamente recurrente, dejan de acompañarnos para permanecer transfiguradas en el saco de nuestras vivencias. El vino puede saber más o menos igual en cualquier parte, porque a fin de cuentas cada celebración es en realidad un encuentro con otra persona, o en el peor de los casos, con lo más apartado de aquello que consideramos nuestra experiencia. El vino puede saber más o menos igual en todas partes, pero nunca sabe mejor que cuando estamos con la persona amada.

A decir verdad, suelo ser trotamundos por varias razones, que van desde el placer de dar tumbos de un lado para otro hasta la simple necesidad material irreductible. Esa cosa rara, que en realidad es una particular manera de conducirse, me ha permitido enfrentar a la noche y el frío, en singulares circunstancias, una y otra vez, como si fuese un aura que llevo conforme viajo de un lado para otro, sin reparar tanto en que ese viaje constante es la esencia de la vida. 

Pero… no hay mucho “pero” que valga, cuando a la hora de lo concreto alguien escarba y me pregunta de dónde soy.  Entonces recuerdo que un pobre hidalgo de aldea se inmortaliza por ser pueblerino y local, para saltar a la conclusión: es precisamente ser de pueblo y local lo que lo hace universal.  De todos los lugares que conozco, incluyendo aquellos sitios en que solo he estado de paso, solo hay uno que tengo que reconocer como incomparable y es la ciudad de Mérida, en Venezuela.

Cada ladrillo de cada construcción, de cada calle, de cada plaza, de cada parque, de cada esquina, de cada rincón, de cada día de neblina, de cada noche de espesa bruma, de cada mañana fría, de cada local nocturno donde salen escurridas notas musicales, de cada acera estrechísima donde a duras penas puede caminar una sola persona, de cada lugar en donde declaré mi amor infinito, de cada carcajada, de cada navidad, de cada beso y de cada una de las palabras que dije o escribí, fueron moldeados para siempre por la ciudad donde nací.

Haciendo un balance, la ciudad de Mérida, en Los Andes venezolanos, tal vez ni sea el sitio en donde mayor tiempo he pasado, pero es sin duda el que me ha dejado una impronta que ya comienza a transfigurarse en mis remembranzas, para volverse distante y descolorida por la nostalgia. En esa ciudad ya me quedan pocos amigos, casi no reconozco a las personas que la habitan y muchos de mis allegados ya ni siquiera viven.

De esa ciudad llevo conmigo el agradecimiento de la educación recibida, los infinitos partidos de fútbol en los que fui una celebridad en una tarde cualquiera, la espléndida música que logré atesorar en mi selección de vanidades, los centenares de cometas que elevé durante cada agosto, la excelsa biblioteca que alguna vez tuve y los interminables meses de lluvia que tatuaron en mi mente los recuerdos de infancia. Conminado a partir de la ciudad donde nací, creo que la universalidad forma parte de cada sentencia con la cual me reafirmo en la existencia. Recapitulando la postura hacia la vida, ahora soy de todas partes, o, mejor dicho, ahora más que nunca soy de todos lados.

Ser de cualquier lugar tiene una ventaja que nos permite ver la vida como la gran torta aristotélica, desde lo altivo, con capacidad de discernimiento agudo que intensifica nuestra habilidad perceptiva. De eso se trata la universalidad, de ser capaz de asumir la vida con el mayor escepticismo y la mayor entereza para despojarnos de aquellas cosas que nos traban. El desprendimiento es propio del trashumante, del cazador de atardeceres, del constructor de frases perfectas y de los momentos más inolvidables.

Ávido por conocer gente, me he permitido dejar a un lado ciertas reticencias ancestrales y ahora creo tener buenos amigos, sumados a las más extrañas circunstancias, en las cuales la solidaridad sigue siendo un valor extraordinario y nos hacemos cómplices cada vez que cultivamos ciertas lealtades.

Si pudiera, por una suerte de accidente inverosímil, plantearme una segunda posibilidad para llegar a puerto seguro en los mares contrariados de la presencia en este mundo, tendría que escoger un nuevo lugar, en el cual desarrollar los más fuertes pies para no caer y cultivar las más profundas sensibilidades. En ese camino ando, en estos tiempos en que nos ha tocado vivir, donde la más pura incertidumbre va y viene. Como cada vivencia por la que he transitado, no puedo dejar pasar la posibilidad de vivir a plenitud, intensamente, como si me quedase poco tiempo para explorar lo planeado. Creo que esa es la esencia del arte de vivir.
 
La Mérida distante, casi ajena, parecida más a un parque temático, la cual sin duda alguna fue una burbuja irreal que pude disfrutar hasta lo más hondo, subyace en mis recuerdos. 




Twitter: @perezlopresti



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 07 de agosto de 2018



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domingo, 5 de agosto de 2018

El eterno retorno a 8 ½


En 2018 se cumplen los 55 años de aparición de lo que a mi juicio es la mejor película de todos los tiempos. Se trata del excepcional film italiano, dirigido por Federico Fellini y protagonizado por Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale y Anouk Aimée, entre otros. Fue filmada en blanco y negro y su banda sonora fue compuesta por Nino Rota, apareciendo en las salas cinematográficas en 1963.

El hombre con capacidad creativa tiene la potestad de hacer que sus preocupaciones, obsesiones, fantasmas, temores y utilidades sean potencialmente productores de seducción colectiva. Es decir, que el gran creador parte del concepto de que su mundo “personalísimo” es del común interés de un conglomerado que se ha de interesar en compartirlo.

Esta premisa sencilla y paradójicamente enrevesada tiene una gran complicación. Tal vez la vida de cualquier persona o sus gustos o sus intereses nos puedan parecer atractivos, mas el artista es artista precisamente porque tiene el don de transmitir de manera especial lo que otros pudieran ya tener en mente: El artista es el artífice del “cómo” y su genialidad está precisamente en “la forma” de transmitir sus elucubraciones.

Expresado de otra manera, cuando se conjugan a través del artista la idea (el contenido) con gran capacidad de expresarlo (la forma) surge el milagro de la creación de la obra de arte.

¿Por qué es 8 ½ la mejor película jamás realizada?

Porque Fellini logra hacer que sus intereses personalísimos se inmortalicen. El gran artista tiene el don de universalizar sus intereses personales, a través de una manera de presentarlos que nos deslumbran y seducen.

¿Qué ocurre con 8 ½?

La historia trata de un artista (hombre admirado) a quien se le acabaron las ideas para seguir creando. “Guido” (el nombre del protagonista) es un director cinematográfico a quien no se le ocurre una nueva película. El tema con el cual comienza Fellini a mostrarnos a su personaje principal, es atinente a la tradición humana de todos los tiempos. ¿Quién en su sano juicio no ha tenido un bajón emocional que le impide seguir llevando su vida como naturalmente solía conducirla? ¿Cómo no identificarnos con el sujeto que después de cuarenta años de vida atraviesa una seria crisis personal? Además, por ser un personaje público, la presión es aún mayor y la capacidad resolutiva lo ubica al nivel de cualquier hombre.

Pareciera que “Guido” se parece, o tiene relación o se nos ocurre que en realidad es el mismo Fellini, quien nos presenta algún período de su propia vida. ¿Acaso el hecho de que lo vinculemos con lo real es lo que lo hace mejor? ¿Es un gran film por ser autobiográfico? Es creíble y nada puede ser tan fascinante como aquello que parezca creíble porque lo que le ocurre a Guido, al parecerse a lo real, puede pasarle a cualquiera. O sea, que la debacle moral e intelectual de un individuo hace que sea más cercano a cada uno de nosotros.

Fellini expone un derroche de elementos vinculados con la familia tradicional. La madre, el padre y el mismo Guido cuando niño y todos los elementos que exaltan a la familia y la eterna huella que lo familiar deja tatuado en el ser humano, sean por presencia, ausencia, pobreza o riqueza afectiva. La familia marca nuestra vida hasta el día en que dejemos de respirar. De hecho, es poco probable que se pueda hacer una buena película en que el tema de la familia no esté presente.

Fellini usa de manera deslumbrante lo que pudiésemos llamar los símbolos más representativos de la civilización occidental. Desde la manifestación onírica clásica que recrea el psicoanálisis, con sueños universales, hasta elementos claramente junguianos, con los cuales Fellini impresiona. Personajes como la histérica, el Don Juan, la amante, la mujer bella, el intelectual, la loca, desbordan al espectador y lo llevan a un plano de fascinación sin comparación.

Los amores y los desamores hacen que en una histórica escena sin parangón aparezca Guido en la misma habitación con todas las mujeres de su vida. La solución simbólica nietzscheana está vinculada con el látigo, con el cual el personaje principal logra controlar un verdadero motín de las mujeres que ha conocido desde el día en que nació. Desde su madre hasta su actual amante y por supuesto la loca del pueblo con la cual descubrió el mundo del sexo, en contraposición con la inmaculada y “sufrida esposa” Luisa.

La gran solución y el gran final de la película: La eterna disyuntiva humana que es y ha sido, la lucha entre la razón y los instintos. Como si ya no fuese suficiente con habernos deleitado con el mejor cine que se ha hecho, el insólito final-moraleja-enseñanza, hace que 8 ½ sea una película para ser vista una y otra vez. Fellini, el genio, crea dos finales: A) El del hombre que no soporta la presión de la vida y termina autodestruyéndose, y B) La otra cara de la moneda, la del hombre que sabe que la vida es una fiesta y los seres que nos rodean merecen nuestro cuidado, respeto y absoluta devoción.





Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 31 de julio de 2018



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La densidad como asunto



Ella trabajaba como modelo en ese tiempo, era casi dos palmadas más alta y sin mucho esfuerzo, con una navaja, recuerdo que se podía romper el celofán de esa noche cerrada en la que nos dijimos adiós. El contraste de tamaño llamaba la atención, sobre todo cuando íbamos a eventos de carácter social en donde no faltaba la música y el baile nos esperaba para que realizásemos la ejecución de rigor.

Con las guarachas, el merengue y la salsa, la danza se hacía espléndida sin mucho contratiempo (salvo intercambiar necesariamente algunos roles); pero con el bolero aplicaba la limitante de rigor: la diferencia de alturas hacía tan rara la ejecución del bailoteo que lo evitábamos, tanto por el morbo colectivo que se generaba como por razones técnicas personales.

Lo cierto es que en general, la podíamos pasar conformes, disfrutando amaneceres y atardeceres capaces de paralizar a cualquiera, viajando en el auto, deleitándonos con una melodía o acudiendo al cine. Lo malo, lo muy malo, lo demasiado malo, era nuestra incapacidad para compartir cosas esenciales.

¿Cuáles son esas cosas esenciales que los seres que aspiran a quererse pueden llegar a compartir? ¿Por qué en ocasiones no se puede intercambiar ni un poco de afectuosidad con la otra persona? Estas interrogantes se vuelven un motivo de interés para quienes hacemos algunos malabares por intentar darle forma a lo humano. La respuesta, como tantas que nos podamos hacer frente a cualquier pregunta enrevesada, tiene una solución más sencilla y trivial: lo denso es etéreo. Hacemos conexión con otra persona porque existe una chispa básica, que podríamos llamar química, o deseo, sin la cual todo amorío que no tenga ese ingrediente está condenado a desaparecer.

Esa chispa, conexión animal, interés irracional o elaboración intelectual con la cual podemos llegar a deslumbrarnos por otra persona, tiene, además, una carga de elementos que permite desarrollar cierta estructura: los grandes encuentros interpersonales, con capacidad de trascendencia y que ocurren pocas veces en la vida de los seres humanos, poseen tres pilares de carácter imprescindible para garantizar cualquier intento de supervivencia en el tiempo: 1. Lo cognitivo. 2. Lo afectivo. 3. Lo sexual.

Cognitivo es capacidad de estar a un nivel intelectual medianamente cercano con el otro. Afectivo tiene que ver con admiración en relación a lo que el otro representa, sea porque idealizamos el ideal masculino o el ideal femenino. Lo sexual no solo tiene que ver con la existencia del otro como objeto de deseo, sino con una posibilidad de empatía en la intimidad que no siempre se da. Cuando estas tres condiciones se conjugan, la mezcla es explosiva y estamos frente a uno de esos encuentros que nos marcan y hacen que le atribuyamos significancia a lo que vivimos.

Se llega a trascender cuando cualquier tema es motivo de conversación, cuando queremos pasarla con el otro porque sentimos el acompañamiento necesario para matar la soledad, cuando no se necesita decir mucho para entender demasiado o cuando las horas no alcanzan para hablar de nada, una y otra vez, sintiendo que no estamos perdiendo el tiempo. Se hacen milagros cada vez que aparece una carcajada o una sonrisa es el exceso de ganancia para ir de la mano con el día. Más o menos de esa manera se maneja esa energía que nos lleva simultáneamente a lo infantil y a lo adulto y pone en un mismo lugar la posibilidad de ver la vida a plenitud o creer que la muerte la tiene cogida con nosotros.

La modelo, casi dos palmadas más alta, capaz de detener el tráfico cuando salíamos a caminar agarrados de la mano y hacía que nos cayesen encima decenas de piropos y chiflidos, era muy aburrida, porque con ella, el tedio dejaba de ser trascendente y lo amatorio tiene que ver con la habilidad de hacer que el tedio vaya más allá de cualquier posibilidad que hayamos preconcebido. Por eso el amor es mágico, porque las expectativas de densidad que cada uno apuesta en lo amatorio son absolutamente personales e inéditas, pues llevan consigo el valor de lo inédito del ser.

Cada vez que ella hablaba me daba sueño y a pesar de que decía las mismas cosas repetidas hasta el infinito que cualquier persona puede decir, no me gustaban. La razón por la cual no me agradaban era por la manera como las decía, sin la combustión necesaria para convertir una cerilla en un paquete de dinamita, que es lo que uno espera del amor. Por eso, cuando ese fenómeno se nos atraviesa en la existencia, no lo podemos dejar pasar.

Esa noche en el tiempo le dije que más nunca la iba a poder ver y antepuse una excusa cualquiera. No fue por un asunto de tamaño, pues, a fin de cuentas, la horizontalidad de lo íntimo a todos nos pone al mismo nivel. El asunto de densidad interpersonal, relacionado con la posibilidad de adentrarnos en las profundidades del otro, es cuestión de dar notabilidad a lo que creemos poco importante, para terminar por cambiar nuestras vidas.



Twitter: @perezlopresti



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 24 de julio de 2018



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Escritos clandestinos


Hay un par de cosas con las cuales suelo quedar en deuda de manera repetida, al punto de que es un reclamo que se me hace con insistencia y de tanto responder, termino quedándome sin respuestas. Uno es el tema de mi biblioteca y el otro es el de mi estatura.

La biblioteca de mi padre ha sido siempre una joya de textos inasibles, de capítulos inéditos de importantes manuscritos de grandes autores publicados a medias y de una acuciosa pericia para seleccionar los mejores libros en una suerte de recorrido eterno por la cultura universal. Habiendo copiado el modelo de mi ascendente, desde muy, pero muy temprana edad, me dediqué a tener la mejor biblioteca que se pudiese tener en una vida, o más de una. Desde los temas de rigor a los cuales me dedico por un asunto de vocación profesional, hasta los más rizados, que van desde las grandes obras de la filosofía griega, atravesando toda la novelística sin excepción, dándole concepciones más que excepcionales a la poesía, alumbrado por la ensayística de buen tono de los grandes maestros universales y como colofón, la dramaturgia más que puesta en escena.

Por tendencia al viaje repetido, he perdido unas cuantas bibliotecas excelsas, lo cual pudiera ser un mal accidente para alguien que no escribe, pero es plomo en el ala para cualquier persona que necesita recurrir a las fuentes originales de infinitud de información a la cual requiero tener alcance. Para el día de hoy, mi biblioteca es igual a cero, a tal punto que no conservo ni un ejemplar de la docena de libros que he escrito. Viéndolo muy bien, es un asunto de peso, porque los libros pesan mucho más de lo que cualquiera imagina. Al asumir el rol de trashumante, no hay quien aguante la carga que representan las obras.

Una responsabilidad mayor ocurre cuando, sin biblioteca en mano, nos vemos en la necesidad de citar literalmente a capela, sin texto referencial en mano, exhibiendo una memoria temeraria y una ausencia de escrupulosidad que nos ruboriza personalmente, pero que simultáneamente nos permite jactarnos de una capacidad memorística que alardeamos como una afrenta a cualquier forma de inteligencia, en el mejor de los terrenos. Dicho de la forma más concreta: El intelecto siempre está relacionado con la capacidad de disentir y en ese disentimiento irremediablemente eterno, se establece una categorización que de define lo que llamamos “intelectual”.

El intelectual nunca es el que piensa, sino el que piensa distinto. El intelectual es contracorriente por naturaleza, por una parte, porque cree tener atributos que otros no tienen y eso le confiere una especie de supremacía relacionada con la sapiencia, pero objetivamente hablando, el intelectual es precisamente quien, en una sociedad, se atribuye el rol de cuestionar las pautas con las cuales la mayoría de las personas se identifican. De ahí el distanciamiento del hombre de ideas con lo populachero.

Acababa de graduarme de médico, cuando en 1991 perdí la mejor de las bibliotecas a la cual podía aspirar un hombre de mi edad. Luego los múltiples viajes hicieron deslaves de textos inmortales y de joyas sin parangón. Afortunadamente he tenido los mejores amigos, que sin excepción fueron más consecuentes con el amor a los libros y pusieron a mi disposición insólitas bibliotecas, a las cuales entraba y salía sacando y devolviendo obras, como si fuese cada una de ellas de mi propiedad. Desde Luis Rodríguez Torres hasta Jesús Alberto López Cegarra (y entre ellos, infinidad de amigos comunes), han puesto cada uno de sus libros a mi completa disposición los 365 días del año, en la medida en que por una emergencia o una banalidad he requerido tener en mis manos la mejor edición, la más emblemática traducción o el mejor ejemplar de cuanto autor se podría imaginar.

Todo este asunto no tendía mayor interés si no fuese porque a la par de que he tenido que lidiar con haber perdido unas cuantas bibliotecas, nunca he tenido un lugar para escribir. No he tenido la Isla Negra de Pablo Neruda, sino, a lo sumo, pequeños espacios de inmuebles diminutos, habitaciones con ventana que dan a una pared de ladrillos, lupanares de excepción en donde me he encerrado para teclear, pensiones de puñalada segura frente al Paseo Orinoco; bibliotecas públicas a las cuales he podido tener acceso excepcionalmente, posadas de mala muerte en noches eternas de un notable pueblo cualquiera de los Países Bajos, terrazas efímeras al lado del río Apure y salas de estar de los mejores hoteles del mundo. Así más o menos he venido escribiendo en medio siglo de vida, sin tener, en definitiva, un gran lugar para escribir, lo cual me lleva a aceptar la idea que por no haber tenido un sitio para poder plasmar lo que se me ocurre, los he tenido todos, al menos todos a los cuales he tenido acceso.

Asunto de menor interés, pero de mayor curiosidad, es la cuestión de mi tamaño. Por Dios que hay gente que me ha insistido en el tema. Ese será un próximo trabajo.


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Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 17 de julio de 2018



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http://www.opinionynoticias.com/opinioncultura/33130-perez-lo

Identidad en tres actos



Al pueblo de El Tocuyo, en el estado Lara, se le entraba por un solo puente. No llegaba a tener siete años de edad cuando esa tarde de 1973, en la esquina de la casa de mi abuela, vi decenas de camiones llenos de campesinos y obreros con banderas rojas, que entre tragos de ron y gritos recios coreaban esa expresión que aun con el tiempo sigue retumbando en mis oídos: “-Allende, camarada, tu muerte será vengada”.

Ese día habían dado un golpe de Estado en el país Austral y los noticieros mostraban las imágenes del bombardeo al Palacio de la Moneda. Como niño me interesó el asunto, que conforme pasaba el tiempo era tema de conversación entre los venezolanos que precisamente para esos tiempos, vivíamos en un país especial por su abundancia.

Venía de pasar una infancia apacible en Syracuse, New York, donde mi padre hacía estudios de postgrado y en esos días mi castellano todavía no era bueno. Una vez en la ciudad de Mérida, donde nos volvimos a residenciar, fui compañero de estudio de decenas de niños chilenos, quienes llegaban con su familia, apostando por un mejor porvenir. Cerca del puente del sector La pedregosa, vivía una niña que particularmente hizo amistad conmigo y compartía las venturas e incertidumbres de quien, desde el mundo infantil, se halla explorando un universo nuevo.

Conforme pasaba el tiempo, muchos chilenos hicieron vida en Venezuela, siendo fundamental los textos dominicales de una casi desconocida escritora llamada Isabel Allende, que eran una exquisita muestra de aguda inteligencia y sentido del humor perfectamente equilibrados. De cómo un hecho político o la multiplicidad de hechos en torno al poder pueden cambiar la vida de la gente más sencilla es un asunto que roe mis pensamientos porque he vivido de la mano con ello.

La ingenuidad y el poder

En la Universidad de Los Andes estudié con jóvenes radicales, de pensamiento fosilizado, quienes abanderaban los preceptos más disonantes en relación a la forma de alcanzar el poder. Desde el vandalismo hasta el saqueo, muchos de ellos eran adoctrinados por grupos políticos cuyos dirigentes se habían formado en los más disímiles confines de la tierra. Establecían como métodos de lucha todas las formas imaginables, siendo la disciplina del voto ante las más adversas circunstancias uno de los recursos a los cuales se apelaba. Mientras el país crecía en oportunidades, simultáneamente los hombres de pensamiento más conspicuos se convertían en adalides de la crítica al sistema. Había poca diferencia operativa en la manera de pensar de los intelectuales más destacados y los “tira piedras” de siempre. Dentro de la criatura se gestaba una insatisfacción parcialmente real y claramente inducida cuyo fin último era el desmembramiento del orden. A la par, la música de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés eran parte del romanticismo de moceríos. La trova cubana se introducía en el alma de los compositores y el movimiento musical venezolano de los años 80 la asume como elemento inspirador.

Cuando el presidente Carlos Andrés Pérez asume el mandato, en el año 1989, Fidel Castro lo opacaba ante los medios. La fascinación que el líder cubano ejercía en la intelectualidad criolla era el sino que marcaba nuestro inexorable destino como nación. Se firmó el histórico manifiesto de los intelectuales en apoyo al líder de la Revolución Cubana. Poco tiempo después ocurre un estado de agitación colectiva en la ciudad de Caracas. Miles de interpretaciones sobre ese acontecimiento forman parte de la ambigua manera de interpretar la historia y de capitalizar un hecho particular como estrategia de lucha.

El poder, el individuo y los déjà vu

Cuando desde el individuo se intenta desafiar o descalificar a una estructura de poder, se trata de un acto de libertad que forma parte de la dinámica de cualquier sociedad sana. Cuando desde la estructura de poder se trata de someter al individuo, precisamente por su vulnerabilidad, es simplemente una injusticia. Por una actitud hacia la concepción que tengo de la vida, creo que el individuo debe ser respetado como máxima representación de libertad. La representatividad permitía que las minorías no fuesen arrolladas. El colectivismo lleva consigo el riesgo de fulminar los intentos de pensar libremente. Esa eterna rivalidad entre la libertad y la igualdad, que es el gran problema del orden de la civilización lo zanja la justicia. Mientras mayor libertad, menor igualdad y mientras mayor igualdad, menos libertad. Precisamente el equilibrio está dado por el espíritu de las leyes. Llevar a cabo este reto es el gran asunto de la civilización. Una y otra vez se entra en conflicto cuando se rompe con el asunto de ajustar estas fuerzas que parecen antípodas.

En un liceo venezolano, una jovencita explica las características asombrosas del siglo XX. Hace especial mención la segunda guerra mundial con su respectiva explosión de dos bombas atómicas y el avance de la importancia de los medios de comunicación de masas. Ella insiste en que la historia de la civilización no es sino una repetición al infinito del ser humano tratando de complicarse una y otra vez la existencia. Soy miembro del jurado y se le otorga una buena calificación por sus límpidos conceptos. Me retiro a tiempo porque debo hacer las maletas. Un viaje a Chile me esperaba al día siguiente. Lo veo desde una perspectiva en la cual cada paso me conduce al siguiente, como consecuencia directa de cada acto.


Twitter: @perezlopresti



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 15 de julio de 2018



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