domingo, 19 de agosto de 2018

El lugar


  



Asumir el desarraigo es la máxima conceptuación de universalidad de un sujeto, que hace que no seamos de ninguna parte y a la vez seamos de todos lados. Nacionalidades y poblados van y vienen, gente pasa a nuestro lado y en una especie de ciclo vertiginoso infinitamente recurrente, dejan de acompañarnos para permanecer transfiguradas en el saco de nuestras vivencias. El vino puede saber más o menos igual en cualquier parte, porque a fin de cuentas cada celebración es en realidad un encuentro con otra persona, o en el peor de los casos, con lo más apartado de aquello que consideramos nuestra experiencia. El vino puede saber más o menos igual en todas partes, pero nunca sabe mejor que cuando estamos con la persona amada.

A decir verdad, suelo ser trotamundos por varias razones, que van desde el placer de dar tumbos de un lado para otro hasta la simple necesidad material irreductible. Esa cosa rara, que en realidad es una particular manera de conducirse, me ha permitido enfrentar a la noche y el frío, en singulares circunstancias, una y otra vez, como si fuese un aura que llevo conforme viajo de un lado para otro, sin reparar tanto en que ese viaje constante es la esencia de la vida. 

Pero… no hay mucho “pero” que valga, cuando a la hora de lo concreto alguien escarba y me pregunta de dónde soy.  Entonces recuerdo que un pobre hidalgo de aldea se inmortaliza por ser pueblerino y local, para saltar a la conclusión: es precisamente ser de pueblo y local lo que lo hace universal.  De todos los lugares que conozco, incluyendo aquellos sitios en que solo he estado de paso, solo hay uno que tengo que reconocer como incomparable y es la ciudad de Mérida, en Venezuela.

Cada ladrillo de cada construcción, de cada calle, de cada plaza, de cada parque, de cada esquina, de cada rincón, de cada día de neblina, de cada noche de espesa bruma, de cada mañana fría, de cada local nocturno donde salen escurridas notas musicales, de cada acera estrechísima donde a duras penas puede caminar una sola persona, de cada lugar en donde declaré mi amor infinito, de cada carcajada, de cada navidad, de cada beso y de cada una de las palabras que dije o escribí, fueron moldeados para siempre por la ciudad donde nací.

Haciendo un balance, la ciudad de Mérida, en Los Andes venezolanos, tal vez ni sea el sitio en donde mayor tiempo he pasado, pero es sin duda el que me ha dejado una impronta que ya comienza a transfigurarse en mis remembranzas, para volverse distante y descolorida por la nostalgia. En esa ciudad ya me quedan pocos amigos, casi no reconozco a las personas que la habitan y muchos de mis allegados ya ni siquiera viven.

De esa ciudad llevo conmigo el agradecimiento de la educación recibida, los infinitos partidos de fútbol en los que fui una celebridad en una tarde cualquiera, la espléndida música que logré atesorar en mi selección de vanidades, los centenares de cometas que elevé durante cada agosto, la excelsa biblioteca que alguna vez tuve y los interminables meses de lluvia que tatuaron en mi mente los recuerdos de infancia. Conminado a partir de la ciudad donde nací, creo que la universalidad forma parte de cada sentencia con la cual me reafirmo en la existencia. Recapitulando la postura hacia la vida, ahora soy de todas partes, o, mejor dicho, ahora más que nunca soy de todos lados.

Ser de cualquier lugar tiene una ventaja que nos permite ver la vida como la gran torta aristotélica, desde lo altivo, con capacidad de discernimiento agudo que intensifica nuestra habilidad perceptiva. De eso se trata la universalidad, de ser capaz de asumir la vida con el mayor escepticismo y la mayor entereza para despojarnos de aquellas cosas que nos traban. El desprendimiento es propio del trashumante, del cazador de atardeceres, del constructor de frases perfectas y de los momentos más inolvidables.

Ávido por conocer gente, me he permitido dejar a un lado ciertas reticencias ancestrales y ahora creo tener buenos amigos, sumados a las más extrañas circunstancias, en las cuales la solidaridad sigue siendo un valor extraordinario y nos hacemos cómplices cada vez que cultivamos ciertas lealtades.

Si pudiera, por una suerte de accidente inverosímil, plantearme una segunda posibilidad para llegar a puerto seguro en los mares contrariados de la presencia en este mundo, tendría que escoger un nuevo lugar, en el cual desarrollar los más fuertes pies para no caer y cultivar las más profundas sensibilidades. En ese camino ando, en estos tiempos en que nos ha tocado vivir, donde la más pura incertidumbre va y viene. Como cada vivencia por la que he transitado, no puedo dejar pasar la posibilidad de vivir a plenitud, intensamente, como si me quedase poco tiempo para explorar lo planeado. Creo que esa es la esencia del arte de vivir.
 
La Mérida distante, casi ajena, parecida más a un parque temático, la cual sin duda alguna fue una burbuja irreal que pude disfrutar hasta lo más hondo, subyace en mis recuerdos. 




Twitter: @perezlopresti



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 07 de agosto de 2018



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