domingo, 19 de agosto de 2018

Camino al mestizaje



Como no imaginé que la fila fuese tan larga, después de seis horas y media esperando para registrar la VISA, estaba casi a punto de desmayarme. No llevaba nada de comer ni tampoco había donde sentarse y el aire se hacía tan espeso que era dificultoso respirar. Todos los olores rancios y vahos chocantes entremezclados, los estornudos de un hombre con la nariz muy roja, las tosecitas salpicadas de saliva de una mujer que bien podía ser delgada por un cáncer de pulmón o por una tuberculosis y la casi harapienta manera de vestir de la persona que me antecedía, era solo un desafío para los duros de estómago.

De todos los confines y colores, en una escala de graduaciones infinitas, los venezolanos nos destacábamos y reconocíamos. Tanto por la alegría literalmente de tísico y paradójicamente del paraíso, que nos caracteriza, hasta la ingenuidad a flor de piel de quien no termina de percatarse de que lleva en la frente la marca de Caín. Los venezolanos solemos reconocernos por una manera de desenvolvernos tan particular, que tal vez estamos condenados a construir y reconstruir la historia a donde quiera que vayamos.

El blanco me recordaba los obsequios del furioso Dios, cuando también con miel esperaba a los recién llegados a la Tierra Prometida. El negro cerrado de la noche evocaba al más profundo de los sueños. Sin embargo, entre estas dos tonalidades dicotómicas y aparentemente distantes, todas las posibilidades estaban entremezcladas, haciendo alarde del más puro carácter impuro que nos define a los mestizos. Portadores de linajes ancestrales, herencias inagotables e historias insólitas que se van transfigurando con el paso del tiempo, los que nos consideramos provenientes de todos los confines y de todas las razas, hacemos repetidos alardes de que en lo más profundo, ser de un lugar es como no ser de ninguna parte y quien tiene en su seno tanta mezcolanza étnica, también lleva en las manos las llaves para abrir todas las cerraduras.

Más o menos así iban mis pensamientos, en un arrebato acrobático condicionado por las horas de espera, tratando de abstraerme, entre sonrisas con dientes de perlas de las venezolanas, que con cada carcajada llevaban calidez a tan hoscos espacios, cuando finalmente un funcionario de la oficina de migraciones, sacado de la película de rigor de Charles Chaplin, me dijo con tono recio que estaban esperando por mí en la taquilla número 36.

Fastidiado y enjuto, por ausencia de locura, o loco por exceso de fastidio, viendo punticos negros por el hambre, finalmente me senté ante la funcionaria que no terminaba de mirarme a los ojos, cuando ya le había dado la información suficiente para poder armar medio rompecabezas sobre mi vida. Sereno por estar sentado y ya viendo en technicolor nuevamente, me hizo varias preguntas atinentes a mi profesión y mostró enorme curiosidad en saber cuál era mi opinión en relación al exceso de patologías emocionales que afecta a grandes grupos humanos.

Como sigo siendo un docente, y nadie me quita lo bailao, le expliqué que uno de los elementos que protege de tanta enfermedad propia de la mente es la movilidad genética, que impide un reciclaje circular de los mismos orígenes propios de la biología y permite que las taras se vayan diluyendo conforme nos vamos mezclando entre verdes y azules. La mujer, que suele respirar todos los días de cada día los aires que apenas compartí durante seis horas y media, mostró un rostro iluminado para completar la frase: “-¿O sea, que esta gente que está migrando nos puede ser útil?”.

-No sólo útil, sino que su trabajo es fundamental para que el mundo mejore-, fue la manera como le respondí. Agregando que ella estaba ahí para abrir puertas y ventanas a quienes van de un lado para otro, unos en busca de la más trivial aventura y otros huyendo del horror, de la desesperanza, de los callejones ciegos y las peores formas de crueldad. El mundo, con la pesada carga a cuesta de injusticias, perversiones, caminos retorcidos y las más inimaginables formas de ceguera, de mirar hacia otra parte o jugar al tuerto como manera de conducirse. Ante estos escenarios, el bien es la movilización positiva imparable que debe atajar cualquier resquicio del mal. En una eterna batalla sin descanso el bien y el mal van juntos y de la mano, justificándose entre sí, tratando de imponerse uno sobre el otro.

La diáspora de grandes grupos humanos es la condición propia de la tragedia que marca y define las tipologías culturales, pero particularmente morales. Se emigra, no por capricho, sino porque vamos en busca de la quimera necesaria para seguir viviendo o porque estamos escapando del infierno. Derrotado en mi propio patio, vencido en mi tierra de origen, habiendo capitulado mil veces mil, dando tumbos propios del errante que sabe que su destino ha sido transgredido por el mal, solo purgándonos del odio podemos sobrevivir a estos entuertos y hacer lo posible por tratar de recomponer nuestras vidas.




Twitter: @perezlopresti



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 14 de agosto de 2018



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