Hay un par
de cosas con las cuales suelo quedar en deuda de manera repetida, al punto de
que es un reclamo que se me hace con insistencia y de tanto responder, termino
quedándome sin respuestas. Uno es el tema de mi biblioteca y el otro es el de
mi estatura.
La
biblioteca de mi padre ha sido siempre una joya de textos inasibles, de
capítulos inéditos de importantes manuscritos de grandes autores publicados a
medias y de una acuciosa pericia para seleccionar los mejores libros en una
suerte de recorrido eterno por la cultura universal. Habiendo copiado el modelo
de mi ascendente, desde muy, pero muy temprana edad, me dediqué a tener la
mejor biblioteca que se pudiese tener en una vida, o más de una. Desde los
temas de rigor a los cuales me dedico por un asunto de vocación profesional,
hasta los más rizados, que van desde las grandes obras de la filosofía griega,
atravesando toda la novelística sin excepción, dándole concepciones más que
excepcionales a la poesía, alumbrado por la ensayística de buen tono de los
grandes maestros universales y como colofón, la dramaturgia más que puesta en
escena.
Por
tendencia al viaje repetido, he perdido unas cuantas bibliotecas excelsas, lo
cual pudiera ser un mal accidente para alguien que no escribe, pero es plomo en
el ala para cualquier persona que necesita recurrir a las fuentes originales de
infinitud de información a la cual requiero tener alcance. Para el día de hoy,
mi biblioteca es igual a cero, a tal punto que no conservo ni un ejemplar de la
docena de libros que he escrito. Viéndolo muy bien, es un asunto de peso,
porque los libros pesan mucho más de lo que cualquiera imagina. Al asumir el
rol de trashumante, no hay quien aguante la carga que representan las obras.
Una
responsabilidad mayor ocurre cuando, sin biblioteca en mano, nos vemos en la
necesidad de citar literalmente a capela, sin texto referencial en mano,
exhibiendo una memoria temeraria y una ausencia de escrupulosidad que nos
ruboriza personalmente, pero que simultáneamente nos permite jactarnos de una
capacidad memorística que alardeamos como una afrenta a cualquier forma de
inteligencia, en el mejor de los terrenos. Dicho de la forma más concreta: El
intelecto siempre está relacionado con la capacidad de disentir y en ese
disentimiento irremediablemente eterno, se establece una categorización que de
define lo que llamamos “intelectual”.
El
intelectual nunca es el que piensa, sino el que piensa distinto. El intelectual
es contracorriente por naturaleza, por una parte, porque cree tener atributos
que otros no tienen y eso le confiere una especie de supremacía relacionada con
la sapiencia, pero objetivamente hablando, el intelectual es precisamente quien,
en una sociedad, se atribuye el rol de cuestionar las pautas con las cuales la
mayoría de las personas se identifican. De ahí el distanciamiento del hombre de
ideas con lo populachero.
Acababa de
graduarme de médico, cuando en 1991 perdí la mejor de las bibliotecas a la cual
podía aspirar un hombre de mi edad. Luego los múltiples viajes hicieron
deslaves de textos inmortales y de joyas sin parangón. Afortunadamente he
tenido los mejores amigos, que sin excepción fueron más consecuentes con el
amor a los libros y pusieron a mi disposición insólitas bibliotecas, a las
cuales entraba y salía sacando y devolviendo obras, como si fuese cada una de
ellas de mi propiedad. Desde Luis Rodríguez Torres hasta Jesús Alberto López
Cegarra (y entre ellos, infinidad de amigos comunes), han puesto cada uno de
sus libros a mi completa disposición los 365 días del año, en la medida en que
por una emergencia o una banalidad he requerido tener en mis manos la mejor
edición, la más emblemática traducción o el mejor ejemplar de cuanto autor se
podría imaginar.
Todo este
asunto no tendía mayor interés si no fuese porque a la par de que he tenido que
lidiar con haber perdido unas cuantas bibliotecas, nunca he tenido un lugar
para escribir. No he tenido la Isla Negra
de Pablo Neruda, sino, a lo sumo, pequeños espacios de inmuebles diminutos,
habitaciones con ventana que dan a una pared de ladrillos, lupanares de
excepción en donde me he encerrado para teclear, pensiones de puñalada segura
frente al Paseo Orinoco; bibliotecas
públicas a las cuales he podido tener acceso excepcionalmente, posadas de mala
muerte en noches eternas de un notable pueblo cualquiera de los Países Bajos,
terrazas efímeras al lado del río Apure y salas de estar de los mejores hoteles
del mundo. Así más o menos he venido escribiendo en medio siglo de vida, sin
tener, en definitiva, un gran lugar para escribir, lo cual me lleva a aceptar
la idea que por no haber tenido un sitio para poder plasmar lo que se me
ocurre, los he tenido todos, al menos todos a los cuales he tenido acceso.
Asunto de
menor interés, pero de mayor curiosidad, es la cuestión de mi tamaño. Por Dios
que hay gente que me ha insistido en el tema. Ese será un próximo trabajo.
Twitter: @perezlopresti
Publicado en el diario
El Universal de Venezuela el 17 de julio de 2018
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