martes, 24 de noviembre de 2015

El barco, Caín y Abel


Como muchos andinos venezolanos, conocí el mar a una edad relativamente avanzada. La impresión de ver la infinitud de las aguas difícilmente pueda ser llevada a las palabras adecuadas. Sin embargo, mientras el mar me deslumbraba, no menos impresión me causó la multitud de barcos que pude ver a las anchas del Caribe. Recuerdo que cargaba una ya legendaria cámara Pentax y no cesaba de fotografiar las naves.  

Desde entonces me he apasionado por el estudio de las embarcaciones marinas, su funcionamiento, su correcta manera de desplazarse (navegar), pero particularmente por comprender las funciones que realiza y ha realizado en el curso de la civilización cada uno de sus tripulantes. Desde los textos sobre esclavismo y el rol de los barcos del escritor cubano Lino Novás Calvo, hasta las historias de piratería, han formado mi impresión de lo constituye el mundo de los marineros, derivando en una admiración que me ha hecho conocer multiplicidad de barcas, textos y hasta museos relacionados con la navegación.

Así como tantos andinos, no soy hombre de mar. Es simple curiosidad de quien se siente distante y atraído por una forma de percibir e interpretar la vida que se encuentra un tanto disociada de quien vive rodeado de montañas, que es mi caso.

El asunto es que una embarcación no sólo es un medio de comunicación. Es también uno de los símbolos representativos del poder del hombre, de sus ambiciones de desafiar a la naturaleza, de conquistar espacios desconocidos, de aspirar a la gran aventura. Se trata de la incomparable hazaña de adentrarse en el corazón de las distancias marinas. Es una representación de lo temerario en lo humano y de cómo vence la dimensión relativa a los recelos que inundan su mundo interior.  

Igual que otros andinos venezolanos, tengo formación religiosa. No sólo la que adquirí a través de los estudios formales en una institución cristiana, sino la que deriva de haber leído el texto bíblico en su totalidad a temprana edad, de haberme sumido en el estudio de San Agustín y Santo Tomás de Aquino, de haber elaborado mi tesis doctoral sobre el apasionante asunto de la ética, además por mi condición de haber sido docente durante varios años en el Centro de Estudios Teológicos dependiente de la Iglesia Católica de la ciudad que habito.

De las múltiples lecciones que derivan del texto bíblico, he estado pensando en las enseñanzas en relación a Caín y Abel.

Como venezolanos somos tripulantes y pasajeros de la misma nave y como tal vamos hacia el mismo destino. Desde hace ya un rato largo andamos casi a la deriva, como si se tratase de un motín ininterrumpido entre pares que paradójicamente compartimos más semejanzas que diferencias. En cualquier motín, la base que lo sustenta es la descalificación de quien debería ser responsable de dirigir la embarcación a puerto seguro. Socialmente nos hemos comportado como los trágicos hermanos del texto bíblico, apoderándose del espíritu colectivo la envidia, el resentimiento y el revanchismo, con la subsecuente tragedia que ha derivado en derramamiento de sangre y malos presagios.

A veces siento que en mi amado país el barco hace aguas mientras en una inútil confrontación, las fuerzas que mueven las pasiones de uno de los hermanos pretenden apoderarse de la vida del otro. Nada más contrario a los profundos preceptos de carácter ético que son los pilares de la civilización, porque el resultado de la contienda entre fraternos es bien conocido por todos. “Abel fue pastor de ovejas y Caín labrador. A Yavé le agradó Abel y su ofrenda, mientras le desagradó Caín y la suya. Caín dijo después a su hermano: ‘Vamos al campo’. Y cuando estuvieron en el campo Caín se lanzó contra Abel y lo mató’. Entonces Yavé le dijo: ‘¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano grita desde la tierra hasta mí. Por lo tanto maldito serás, y vivirás lejos de este suelo fértil que se ha abierto para recibir la sangre de tu hermano, que tu mano derramó. Cuando cultives la tierra no te dará fruto. Andarás errante y vagabundo sobre la tierra’. Y Yavé puso una señal a Caín para que no lo matara el que lo encontrara.”

Por el rumbo que nos estamos trazando, la marca de Caín seguirá condicionando nuestras vidas y nuestros destinos, a menos que en una acción elemental de humanidad, supervivencia y claridad, entendamos que no podemos derramar la sangre de quienes nos encontramos en el mismo barco. No se debe actuar con torpeza y agrandar nuevamente el sello que nos define como seres llenos de profundas miserias emocionales.

No está bien vivir bajo la zozobra generada cuando un grupo se intenta imponer sobre otro sin medir las potenciales consecuencias trágicas que conduce este hecho. Es momento para que se detenga una estéril lucha entre hermanos. De lo contrario el resultado es más que evidente. Volverá a derramarse la sangre de Abel y cuando el barco se hunda, no habrá sobrevivientes que puedan conducirnos por un mismo sendero. 



  

Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 23 de noviembre de 2015. 

viernes, 20 de noviembre de 2015

Compasión y civilización


Más antiguo, y sin embargo afín al psicoanálisis y al mundo interior de las personas se encuentra el concepto de “compasión”. Es la base sobre la cual se sustenta la vida con un mínimo de equilibrio y consiste en tratar de ponernos en lugar del otro, independientemente de que piense u obre de manera diferente.

El objeto de estudio del psicoanálisis es el inconsciente. Sigmund Freud trató de comprender el espectro íntimo de los seres humanos a través de un conjunto de abordajes entre los que destaca: “La interpretación de los sueños, los actos fallidos y la asociación libre”. De allí parte lo que es considerada la psicología moderna y sin dudas una de las más grandes revoluciones en relación a nuestra manera de ver la profundidad de nuestro espíritu.   

La visión freudiana ha sido criticada en muchas ocasiones de manera fanática y con pobre capacidad de análisis adusto. La razón por la cual el psicoanálisis ha sido objeto de tantos cuestionamientos en realidad obedece a la no aceptación de lo que muchos consideran que ha sido una “sobredimensión” de los aspectos sexuales.

En los tiempos que corren hemos visto cómo en numerosos centros del conocimiento, surge de nuevo el interés por los estudios “psicodinámicos”, bajo la  premisa fundamental de que lo inconsciente es el elemento determinante. Esta posición, la cual comparto, conlleva a tres proposiciones que no dejan de ser controvertibles y condicionan que muchos sientan disgusto por los fundamentos de esta disciplina.

La primera es que si el hombre se halla predeterminado por profundas fuerzas de carácter inconsciente, su manera  de ver el mundo y entender las cosas está basada en “prejuicios”, en pensamientos no elaborados por el individuo, sino insertados en su psiquis por el sistema de afirmaciones que le rodea, entiéndase “normas, creencias y valores”, todo lo cual está imbricado con la socialización. En otras palabras, pensamos como pensamos porque la socialización así lo condiciona. Lo que piensa el grupo, en general, condiciona lo que piensa el individuo.

Bajo esta forma de entender al ser y su mundo interior, surge una segunda proposición, la cual consiste en señalar que el libre albedrío es potencialmente falso. Si lo inconsciente es lo determinante, entonces nuestra capacidad de elección es en realidad una falsa capacidad de elección, porque ya lo que pensamos se encuentra predeterminado. Desde lo inconsciente, el concepto de libertad sería una falacia que tratamos de defender a través de dudosas aseveraciones.

La tercera proposición, la más obvia y la más dura, es que el ser humano dista de ser un “animal-racional”. Sin la menor duda somos pertenecientes al mundo animal, mas lo que denominamos “razón” es en realidad el carácter argumentativo con el cual tratamos de darle explicación a las cosas. Dicho en términos psicoanalíticos, el ser humano en general no es racional, sino que tiende a “racionalizar” los asuntos. A darle una explicación que en la mayoría de los casos no se corresponde con lo real. El ser humano entonces no es (generalmente) “racional” sino argumentativo, al tratar de dar explicación a las cosas esgrimiendo multiplicidad de elucidaciones. Unas lo satisfacen, otras no.

Estas tres premisas: 1) La predominancia del prejuicio en nuestra vida psíquica, 2) El libre albedrío como una condición relativa, incluso muchas veces falsa y 3) La falta de racionalidad en nuestro procesamiento de las cosas; marcan y condicionan nuestros pensamientos y acciones. 

Por un lado quedó la acusación de “pansexualista” con la cual se atacó por años al psicoanálisis, pero sería muy mezquino pensar que las características del mundo interior de los seres va a cambiar porque no aceptamos que lo humano escapa al universo de lo que creemos racional. Precisamente es la falta de racionalidad de lo que lleva a la confrontación, las pugnas y las más hoscas desavenencias tanto en nuestros escenarios públicos como privados.

Al colocarnos en lugar de otra persona hacemos el difícil y hasta temerario ejercicio de llegar a comprenderlo. No es cuestión de cambiar nuestra manera de pensar sino tratar de entender las razones por las cuales los demás piensan y actúan de la manera como lo hacen. Requiere dejar a un lado la exaltación de lo pasional, siendo “lo compasivo” una invitación para abrirle camino a una convivencia en donde tengan cabida las más disímiles formas de ver las cosas.

Nada es tan lejano a la compasión como la lástima. Ser compasivo es tratar de entender al otro sin el rechazo que potencialmente nos puede llegar a provocar. El milenario concepto de compasión, contrario a lo que parece, se encuentra apegado a lo racional. Va de la mano con muchos postulados propios del psicoanálisis, del mundo interior que nos determina y que en la psicología moderna solemos llamar inconsciente. La compasión es el difícil ejercicio que permitiría crear menos desazón o conflicto entre nosotros y quienes nos rodean.   





Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 16 de noviembre de 2015

jueves, 12 de noviembre de 2015

RICARDO GIL OTAIZA: El libro como noción de civilidad




Alirio Pérez Lo Presti nos ha venido acostumbrando a su prosa diáfana, cargada de pasión, plena de una energía que bulle para contagiar a sus lectores e impelerlos a continuar en sintonía con su obra que ya se hace grande. Desde que Don Alirio (como suelo llamarlo, aunque sea menor que yo) se lanzó al mundo de las letras con su celebrado libro La creación del rosado,no le he perdido la pista a ninguno de sus libros posteriores, por razones sencillas (aunque cargadas de gran complejidad): su escritura tiene hondura, y al mismo tiempo divierte y nos lleva de la mano por mundos insospechados. Con mi querido colega y amigo es  válida la advertencia que hacía García Márquez frente a la prosa de Monterroso: hay que leerla con las manos arriba porque uno no sabe si reírse o enseriarse, llorar o perderse en un mar de disfrute. Su ironía no es académica (por decirlo de alguna manera), sino que está implícita en su discurso y eso la hace necesaria y fundante de una propuesta que nos interpela frente a la realidad y la vida.  


Hace pocas semanas tuve el honor de presentar a Alirio Pérez Lo Presti al grupo posdoctoral que coordino en la ULA, y no se me ocurrió otra cosa sino decir que estamos frente a un polemista, frente a un hombre que hace del pensamiento y de la palabra herramientas indispensables en la comprensión del ahora, pero lo hace con un verbo candente, que no da tregua a meros formalismos para internarse sin rubor en una palabra que en él cobra valor: se redimensiona hasta hacerse autárquica y rebelde. Sí, Don Alirio es también un rebelde, pero un rebelde con causa: la causa de una formación científica que lo lleva a distintos territorios de las ideas, para dejar allí plantada la semilla de una metódica que duda de la duda misma, que se pregunta por su razón de ser hasta erigirse en corazón de una dialógica, que busca nuevos derroteros en medio de la incertidumbre reinante en nuestros días. 

En este contexto, el incansable artífice de la palabra acaba de entregar otro libro a la palestra: Para todos y para ninguno y otros ensayos (Consejo de Publicaciones de la ULA, 2015). Acostumbrado ya a la dinámica intelectual de Don Alirio, no me sorprende el denso entramado de temas e intereses ahí expuestos. Si bien es un médico psiquiatra entregado a su profesión, sigo creyendo (y esto no se lo he dicho en las constantes pláticas a la que ambos nos entregamos con frecuencia frente a una gran taza de café tinto para él y marrón para mí), y hoy lo expreso: Pérez Lo Presti es un escritor e intelectual prestado a la medicina. En este libro el autor quema las naves y se lanza a una extensa aventura intelectual, en la que multiplicidad de intereses se entrelazan para configurar un extraordinario tapiz de emociones. El pensador erudito que es nuestro autor se enfrenta (por así decirlo) al narrador innato, al contador de cuentos, al ensayista de lo cotidiano, que desea contar y comunicar sus vivencias a como dé lugar, pero que en su tránsito va dejando desperdigados jirones de experiencias y de anécdotas, que impregnan su escritura de una grato sabor a reencuentro con la persona humana.

Como agudo pensador que es Pérez Lo Presti se explaya en páginas con una fuerte carga filosófica, para ahondar (sin ánimos de dictar cátedra) en aquellas preguntas fundamentales que nos llevan a la reflexión ontológica. Temas de la cotidianidad y de ocio se entrecruzan con páginas sobre grandes filósofos, o de corte educativo, o sobre autores literarios, para crear una rica atmósfera en la que la palabra se erige en arte, para hacer de esta obra objeto de admiración por este escritor venezolano, que apuesta sin rubor al libro como noción de civilidad frente a los desvaríos del presente.

@GilOtaiza

rigilo99@hotmail.com

Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 12 de noviembre de 2015





lunes, 9 de noviembre de 2015

Todos somos sirios


Hay muchos que presumen el haber tenido una abuela sabia que dejó un legado lleno experiencias que nutren y cohesionan a los miembros de la familia. En mi caso tuve la fortuna de haber tenido ‘dos’ abuelas que imprimieron sus palabras a sus descendientes y cada día que pasa solemos recordar sus enseñanzas. En este texto me referiré a una de las muchas cosas que aprendí de mi abuela materna.
Venía del horror de la segunda guerra mundial en donde ya se había vuelto costumbre el abrir la puerta de la casa con una escopeta en la mano, ‘sólo por precauciones mínimas’. El abuelo había estado en el frente de guerra desde el año 1939 hasta 1945, pero además había servido cuatro años antes en Libia, lo que sumaba once años de beligerancia en la vida de un hombre que murió alrededor de los cincuenta años de edad.
Se trataba de una familia que llegó al mejor país del mundo llamado Venezuela, en donde se abrían todas las puertas del futuro y esperanza para quienes huían de la muerte, la ruina y la desventura. Soy descendiente de la estirpe de emigrantes que formamos parte del universo de interrelaciones culturales y étnicas que nos hacen copartícipes de una sola manera de ver la vida y entender que los seres humanos solamente podemos ser de un tipo y las divisiones no tienen cabida. Somos hijos de los sobrevivientes de las causas perdidas que una y mil veces han trastocado los destinos de la humanidad.
Cuando un pueblo es perseguido o amenazado, sencillamente siento que pertenezco a ese pueblo, porque en mis raíces parentales la supervivencia es el fin último de todos los proyectos trazados. Resulta que el tío Pepe, recientemente fallecido, siendo el mayor de los hijos de mi abuela, se vio forzado a trabajar a mediados del siglo pasado en las tortuosas rutas comunicacionales del estado Lara, manejando camiones desde que era apenas un muchacho, con un permiso especial, llevando mercancías desde Quíbor hasta Humocaro Alto, pasando por Cubiro, Sanare y pernoctando incluso en las tierras portugueseñas de Chabasquén y Biscucuy. Quiso la mala fortuna que con un camión recién comprado y esquivando una roca en tan intrincadas carreteras, se volcó al precipicio y quedó guindando de la rama de un árbol por el ruedo del pantalón.
Pasaban y pasaban los viajeros que con temor se asomaban a ver al muchacho colgando a punto de perder la vida. Se iban amontonando al borde del abismo a mirar lo que sería un trágico e inexorable final, hasta que un par de robustos jóvenes, acaso un tanto mayores que mi tío y que apenas hablaban español, se lanzaron amarrados de una larga soga arriesgando sus vidas para rescatarlo. El tío Pepe salvó la vida de esta forma y cuando el par de hermanos llegó a la casa de mi abuela después haberlo socorrido, el decreto de la nonna, luego de conocer su procedencia, no se hizo esperar: “En esta familia todos somos sirios”.
Desde ese día unos europeos llegados a América de los cuales soy descendiente, hicieron amistad, cultivaron el respeto e incluso el parentesco, con árabes provenientes del digno pueblo de Siria. Siendo fieles al legado de mi abuela, no sólo cultivamos el aprecio por quienes son mis hermanos anímicos, sino que comparto su sufrimiento, porque no se es humano si no se es solidario con el dolor de quien por desventura le toca vivir la trágica experiencia de la guerra y el peregrinaje como emigrante que busca un mejor porvenir para su descendencia.
Desde lo ético, que es el ejercicio intelectual que está por encima de la moral, somos sirios porque nos solidarizamos con el que es perseguido por la barbarie y a duras penas sobrevive a un “viaje” injusto. Desde nuestros más originarios confines espirituales, somos sirios porque descendemos de la misma tradición que señaló que sólo existe un Dios y que está representada en la misma raíz que es Abraham, que es el profeta que une el judaísmo, el cristianismo y el islam. Desde lo fraternal, porque mi padrino es sirio y es uno de los ciudadanos más correctos y ejemplares que he conocido en mi vida.
Somos sirios, porque somos universales y revisando mi árbol genealógico hasta donde se puede, mi  Péres es en realidad con “s” y no con “z”, en un intento de mis predecesores judíos sefardíes que trataban de ocultar su origen cambiando la última letra del apellido para protegerse de las persecuciones religiosas.
En lo particular soy sirio, islámico, judío y cristiano, porque soy venezolano, porque sólo se puede ser una persona honesta cuando no relegamos a nadie por su origen. Menos aún siendo procedente de todas las maneras étnicas de expresarse un mestizaje infinito, sin posibilidades de desligarme de cualquier  manifestación de lo que pretenda ser humano.  
Ser ciudadano, a veces, necesariamente implica no pertenecer a una ciudad o a un país en particular. En ocasiones ser ciudadano del mundo es un asunto supramoral”. Un imperativo categórico que está por encima de cualquier posible diferencia aparente.



Twitter: @perezlopresti


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 09 de noviembre de 2015   


martes, 3 de noviembre de 2015

La Academia. Antes y ahora


El mundo de las ideas tiene su guardián que es la Academia y ha sido desde hace cuatro siglos antes del nacimiento de Jesucristo la tabla de salvación de buena parte del pensamiento universal. No sólo en un ámbito en el cual se le protege, sino que se induce su respeto, aunque no estemos de acuerdo con lo que se preconice.  El origen de la Academia y su mantenimiento en el curso del tiempo sigue apostando por los mismos principios.

Platón nació en el año 427 antes de Cristo en el seno de una familia aristocrática. Como discípulo de Sócrates, se afectó profundamente cuando su maestro fue condenado a suicidarse mediante el envenenamiento en el año 399 antes de Cristo. Sócrates vivió las represalias de haberse enfrentado a una estructura de poder y lo pagó con su vida.

Platón, perturbado por el proceso de carácter legal al cual fue sometido su maestro, y preocupado por lo que consideraba una crisis de carácter moral y política en su sociedad, dedica todas sus fuerzas para establecer entre sus contemporáneos un ideal de justicia y de respeto por la verdad. Para ello fundó su célebre “Academia”, destinada a dar educación filosófica a los futuros conductores o líderes de la sociedad.

Entre sus discípulos, destaca uno que va a marcar, junto con él, la visión que los hombres tenemos del mundo hasta el día de hoy. Este alumno, que introduce en la civilización el pensamiento lógico e influencia prácticamente todas las disciplinas es nada menos que Aristóteles. Es de tal trascendencia el aporte civilizatorio de Platón y Aristóteles, que con frecuencia se comenta que todos los hombres somos o platónicos o aristotélicos.

Tan tajante es la naturaleza respetuosa de la Academia en relación a las ideas, que siendo Aristóteles discípulo de Platón durante veinte años, al irse alejando de su doctrina para formular la suya propia, en una ocasión se dice que afirmó: “Soy amigo de Platón pero más amigo de la verdad”, siendo imprescindible enfatizar que la academia nace como un estamento que se traza como fin la protección de los hombres ante los posibles riesgos que puedan correr por exponer lo que piensan. Es propio recordar que la idea de la Academia para salvaguardar a los hombres de pensamiento estuvo vinculada con el acto político. Por una parte Platón desarrolla sus ideas políticas y trata de implementarlas, particularmente en Sicilia, y Aristóteles no sólo fue el maestro de Alejando Magno, sino que una de sus obras más conocidas es justamente la “Política”.

De ahí que el espíritu con el cual nace la Academia es esencialmente el que sigue existiendo hoy en día en las ya incluso centenarias casas de estudios superiores de nuestra nación. Independientemente de los tiempos e intentos por atacar a la Academia, su sobrevida ha sido incluso mayor al cristianismo, siendo el elemento civilizatorio con el cual nace (respetar las ideas ajenas), el mismo que sigue existiendo conforme va pasando el tiempo. Eso explica lo incómodo que puede resultar la Academia para ciertos estructuras de poder, puesto que por naturaleza, desde la Academia se cuestiona y se busca la verdad, mientras desde la estructura de control social se busca que las personas obvien ciertas realidades y se intente afirmar en vez de cuestionar

No siempre ha sido reñida la relación entre los hombres de pensamiento y el estamento de poder. De hecho esta relación ha tenido momentos de gran tirantez y otros de acercamiento e interdependencia. Incluso Aristóteles crea su propia escuela con la manutención y ayuda económica de Alejando Magno y la denomina el Liceo, en donde él y sus discípulos se dedicaron a investigar y a enseñar lógica, física, biología, ética, política y otras disciplinas, con una gran biblioteca y un zoológico.

Muchos Académicos se hallan incorporados a los distintos engranajes sociales y tienden a fomentar una conciencia que crea puentes para formular una dinámica colectiva, apostando por la sana convivencia de las diferentes maneras de interpretar la realidad. Desde los textos impresos por las universidades hasta la manera como los universitarios en general se expresan a través de los distintos medios de comunicación, el espíritu con el cual Platón formuló la idea de proteger a personas como Sócrates sigue presente.

La Academia es el espacio en donde se crea y fomenta el conocimiento, y desde su origen, el lugar en donde conviven las más disímiles maneras de conceptuar cosas, puesto que la naturaleza de la Academia es precisamente la permisividad del disenso. Es en este aspecto en donde tiene cabida y sigue existiendo el concepto de “Universidad Autónoma”, siendo por naturaleza autónoma, porque en su más primigenio origen es garante de la defensa de las ideas ante cualquier forma de poder.

Respetar la idea del otro permite la armonía, lo que hace que un conglomerado sea el sitio de encuentro entre personas que no comparten los mismos intereses, pero quieran o no, comparten el mismo destino. 






Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 02 de noviembre de 2015.