martes, 27 de junio de 2017

De Schopenhauer a Baptista


Trino José Baptista Troconis ha publicado un libro titulado Mi psicoterapia con Schopenhauer. Una historia fabulada, la cual invita a reflexionar sobre temas que son de enorme interés. Es notable que en la Venezuela convulsionada del siglo XXI, aparezcan textos creativos, ingeniosos, que demuestran que a la par de las revueltas y las confrontaciones, numerosos venezolanos siguen apostando por el cultivo de las ideas y el libre pensamiento.

Arthur Shopenhauer (1788-1860) doctor en Filosofía de la universidad de Berlín, es abordado por Baptista a través de dos honorables títulos con los cuales “tradicionalmente” se le conoce: Primero, ser el filósofo pesimista por excelencia. Segundo, ser el “psicólogo” de la voluntad. Este último calificativo se plantea, por la relevancia que tiene Shopenhauer para aquellos que se dedican a los asuntos de la mente, como los psiquiatras y los psicólogos. La voluntad, para Shopenhauer es la esencia del universo y se manifiesta como el ímpetu de vivir -para los seres vivos- y de existir -para los fenómenos inanimados-.

En la primera parte de la obra, Baptista explica cómo Shopenhauer se convierte en terapeuta y luego, durante veintisiete sesiones, asiste a un paciente llamado Xiforralla, cuyo motivo de consulta es el sufrimiento que le genera el amor de una mujer. La terapia es cortada de manera abrupta debido a la necesidad de Shopenhauer de abandonar la ciudad como consecuencia de una epidemia de cólera en la cual ¡incluso Hegel había muerto de la infección!

Años después el paciente le escribe una serie de cartas a Shopenhauer, quien finalmente le responde, dando acuse de recibo de las comunicaciones recibidas. Una genial chanza ontológica que deriva en una muy profunda e inmaculada disertación sobre la ética, con la cual Trino Baptista alcanza el punto más elevado de su propuesta.

Para muchos de quienes nos hemos dedicado a los estudios filosóficos, pareciera que todo aquello que concierne a nuestra presencia se relaciona con dos elementos sin los cuales no es posible la vida en sociedad. El primero, obviamente es la política, por ser el brazo operativo de cualquier posibilidad de transformación social, pero el segundo, es de una extensión y posibilidades de crear apasionamiento que pocas disciplinas son capaces de generar y me refiero al estudio de la ética. Pareciera que el mundo es una calle ciega que inexorablemente nos lleva a plantearnos los asuntos propios de la existencia desde el plano filosófico que llamamos ética.

¿Nacemos buenos, malos o neutros? se pregunta Baptista, respondiendo esquemáticamente y con la siguiente fórmula a las ideas que finalmente resuelve: de la obra del Inglés Thomas Hobbes (1588-1679) podemos extraer la propuesta de que todos nacemos malos y la sociedad tiene el deber de civilizarnos. El también inglés John Locke (1632-1704) propuso la idea de que nuestra mente nace como una tabula rasa, dispuesta a recibir lo que sea (bueno o malo) y sin ninguna predisposición hacia uno de los extremos, lo cual constituye las bases del movimiento llamado “empirismo”. Luego el suizo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) propuso una idea contraria a Hobbes: los humanos nacíamos buenos (somos nobles salvajes) y la sociedad nos corrompió, creándose en torno a esta serie de premisas que conocemos como romanticismo; a lo cual Baptista suma el precepto agustiniano según el cual la voluntad no es libre, sino que se halla originariamente sometida a la propensión hacia el mal.

Pero Baptista va más allá de los postulados clásicos que ventila la filosofía en relación a los asuntos concernientes a la ética y en su obra realiza un maravilloso ejercicio intelectual propio del pensamiento complejo, para hacer su propuesta acerca de la ética. Hace uso de varios recursos: desde las neurociencias y el neodarwinismo hasta la teoría de los juegos como instrumentos para comprender la compasión, el egoísmo y el altruismo, en una conjunción sumatoria de aproximaciones sucesivas hasta dar con una serie de conclusiones sobre el eje central de su libro.

¿De dónde surge una personalidad como la de Baptista? Literalmente es hijo de la Universidad Autónoma venezolana, la cual actualmente se halla en un momento asfixiante. Un espacio al cual muchos debemos tanto, esperando seguir cosechando frutos.


Ganador del Premio Nacional de Ciencias Lorenzo Mendoza Fleury en el año 2013, Baptista no sólo es uno de los investigadores más importantes de Venezuela a través de su perseverante trabajo en los laboratorios de Fisiología de la Universidad de Los Andes y sus múltiples trabajos publicados en importantes revistas nacionales e internacionales, sino que en este libro expone una visión de la vida en la cual muestra su dimensión científica en conjunción con su vertiente humanística. Médico psiquiatra  estudioso de los fenómenos propios de la mente, en Schopenhauer. Una historia fabulada, percibo lo más elevado de su producción intelectual. 




Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 27 de junio de 2017. 



Ilustración: @Rayilustra 

miércoles, 21 de junio de 2017

Un voto, un ciudadano


En la historia griega existió una conexión evidente (lo fue ya para los mismos protagonistas) entre el desarrollo del pensamiento filosófico y el nacimiento contemporáneo de la ciudad-Estado (polis) libre. A pesar de que algunos de los filósofos más prestigiosos (Pitágoras, Heráclito, Parménides, Platón) sostuvieron en política tesis aristocráticas y elitistas, no cabe duda de que el pensamiento filosófico estuvo favorecido por un sistema que, sobre todo en Atenas, garantizaba un amplio espacio para el debate, cualquiera que fuese el partido en el poder.  

No por azar, cuando estas libertades se vieron mermadas a causa de la pérdida de independencia de las ciudades-estado tras la conquista macedonia, cambió radicalmente el pensamiento filosófico, lo que marcó el fin del clasicismo griego y el inicio del helenismo.

La libertad de la polis permitió la experimentación de sistemas originales en el ejercicio del poder popular, siendo un ejemplo de ello es el ostracismo, una forma de exilio preventivo al que se condenaba  a un ciudadano, a partir de la solicitud de un gran número de personas y determinó el nacimiento de lo que por tradición conocemos como democracia, sistema social en el que el poder está en manos de una asamblea libre, basada en el principio de “un voto, un ciudadano”.

A pesar de los inmensos cambios, el uso moderno del término “democracia” sigue inspirado en las bases que como herencia nos dejó la polis. En la mentalidad griega, la idea de democracia estaba indisolublemente conectada a una táctica militar específica. De hecho, la revolución social que desembocó en las poleis se produjo gracias a la intervención de la infantería “oplita”, que impuso un sistema de “guerra de masa” en oposición al arcaico modelo aristocrático fundado en el valor y la audacia individual (en el mito homérico, la batalla siempre consistía en una serie de duelos entre héroes). Por el contrario, el infante oplita, el ciudadano-agricultor, libre de la pesada y valiosa armadura de bronce, se unía al resto de los ciudadanos en la falange, el destacamento formado por múltiples filas, compacto y defendido por los escudos, que se lanzaba corriendo contra el enemigo intentando romper sus filas.

En la batalla oplita, la victoria siempre era el resultado del esfuerzo colectivo. De esta forma, la táctica de la falange (mediante la cual los griegos derrotaron a los persas) hacía realidad el momento cohesivo de la polis, al igual que la democracia, en tiempo de paz organizaba y dirigía los contrastes internos.

Sobre este sistema de organización político-militar se funda la civilización occidental, siendo éste el origen de las mejores sociedades que conocemos en la contemporaneidad, en las cuales la estructura militar y el desarrollo de la vida política están engranados hacia el único fin de construir en función de futuro lo mejor para los ciudadanos.

En el siglo XXI, la ruptura de estas dos formas de relación (la política y la militar) es absolutamente inconcebible en un estado civilizado, porque borraría de golpe más de dos mil años de aprendizaje. Sería la máxima expresión de barbarie por la cual un pueblo contemporáneo pudiese atravesar y la vida en conjunto no sería viable. En la Venezuela contemporánea, lo que está en juego no es la modificación de un modelo político, ni la imposición de una particular manera de pensar con bases ideológicas, sino el carácter civilizado que debe regir a cualquier nación moderna. Está en riesgo nuestra condición de Estado, ni más ni menos.

Las más encumbradas élites que tienen acceso a las grandes decisiones que se están tomando en Venezuela deberían hacer la respectiva reflexión y no esperar a que el gran viraje imprescindible, que la mayoría estamos esperando, se posponga. La idea es que el equilibrio de la República se dé en el menor tiempo posible y sin causar mayores traumas de los que ya han ocurrido.

Si en una república llegase a fragmentarse este equilibrio, sencillamente en ella surgiría el caos y se desestructuraría como sistema, siendo lo peor que le puede ocurrir a una sociedad, existiendo muchos tristes ejemplos históricos de esta ruptura, lo cual ha conducido a los más oscuros desenlaces.

En las culturas arcaicas y en el mundo griego predominaba una concepción cíclica del tiempo. Probablemente la observación de la regularidad temporal en el movimiento de los astros y de la constancia de los ritmos biológicos fue la que confirió, por extensión, una estructura cíclica análoga al tiempo en su conjunto. Ya que las estaciones se manifestaban de igual forma, nada puede ocurrir que no haya ocurrido otras veces; el futuro perpetúa el pasado y no existe un acontecimiento que no vuelva a producirse: Todo se repite de forma uniforme y periódica, según la antigua máxima: “Nada nuevo bajo el sol”. Tal vez el caso venezolano sea una repetición de escenarios parecidos en el pasado. Ojalá y sea grande la enseñanza y lamento estarlo viviendo.

Twitter: @perezlopresti


Ilustración: @Rayilustra 


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el martes 20 de junio de 2017




martes, 13 de junio de 2017

De 1984 al siglo XXI


A lo largo de la historia de la civilización hay obras literarias que han logrado dejar una huella en las generaciones que las han leído. Uno de esos textos excepcionales, que se sigue estudiando con interés y ha marcado el discurso desde los distintos escenarios de las interacciones humanas es “1984”, escrito por Eric Blair bajo el seudónimo de George Orwell.

Un día, Winston Smith, el personaje central de 1984, sometido y vigilado constantemente por la estructura de poder, desarrolla la necesidad latente de establecer contacto con la resistencia y rebelarse ante el monstruoso aparato del estado que todo lo controla. Ese sentir es indicativo de varias cosas, pero particularmente habla del carácter del ser humano, sus vínculos con todo lo que representa el poder y la inexorable tendencia de mostrarse desafiante a sabiendas de las repercusiones que eso trae, siendo “el individuo” la máxima representación de la posibilidad de tomar conciencia ante lo que no está bien, mientras las grandes masas humanas siguen viviendo y adaptándose a las escasas dádivas que el estado totalitario les da.

Esa exaltación del ansia del hombre a rebelarse, parte del desarrollo de una conciencia individual se halla presente en gran cantidad de personas. No pudo ser más trágico el siglo XX cuando los totalitarismos y las trastabilladas ideologías terminaron por cometer las injusticias más atroces, con la altísima posibilidad de que se vuelvan a repetir. Por eso el nombre de 1984 es usado en la obra como un tiempo cualquiera, porque entre otras razones el estado totalitario ha trastocado la historiografía hasta el punto de que el año en que se vive probablemente ni siquiera sea el correcto, pudiendo ser cualquier otro.

Winston Smith precisamente trabaja como funcionario público en el Ministerio de la Verdad, modificando los hechos pasados y reconstruyendo una historia nueva cada día, que sea conveniente para el poder. Pero en esa necesidad de trastocar la historia, el plan es mucho más ambicioso y se pretende crear una “neolengua”, una nueva manera de comunicarse que se apodere de la mente de los ciudadanos. 

En la fachada del Ministerio de la Verdad –que en neolengua se llamaba miniver-  podía leerse con letras elegantes, las tres consignas del Partido: La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza. Este Ministerio, que se dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes, junto con el Ministerio de la Paz, para los asuntos de guerra, el Ministerio del Amor, encargado de mantener la ley y el orden y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondía los asuntos económicos, conformaban la estructura de base del sistema totalitario descrito en 1984. 

El asunto de la esperanza es tratado de manera implacable, pues Winston Smith cree que las grandes masas populares, que viven una realidad muy distinta a la de él, se incorporarán a la lucha contra el estado totalitario, asunto que, por supuesto, no ocurre en la obra. De ahí que 1984 haya sido tema de interés para los estudiosos de los fenómenos sociales, siendo una especie de brújula literaria para sociólogos y politólogos que hacen grandes esfuerzos para tratar de entender los distintos fenómenos humanos. George Orwell, al igual que tantos genios, hace uso del arte, particularmente el de la escritura para plantear problemas universales.

Pero la obra no hubiese sido tan trascendente de no haber tratado el gran problema de la ética en la forma como lo hace. En la vida del personaje principal aparece Julia, quien tomando todos los riesgos y asumiendo las consecuencias más inimaginables, da pie a una relación que comienza con un escueto y contundente mensaje que de manera secreta le entrega ella a él en una nota. La expresión es conocida y el contenido da sentido de vida y lucha al protagonista: “-Te quiero”.

Después de haber cultivado el enamoramiento, no podía sino ocurrir lo inevitable: Ser acusado por el estado totalitario de ser un transgresor de conciencia. Eso lleva al fin último que plantea este texto: Tratar de hacer de un hombre con conciencia crítica, esperanza y amor en una ficha del Partido. La única manera posible es la peor de todas: Arrebatar lo más elevado de la escala valorativa del ser humano; el amor.

La vida solitaria puede ser insoportable para muchos, pero la vida sin amor es ridícula, carente de sentido presente y sin connotación de trascendencia. Por eso desde la estructura totalitaria no basta con mutilar la esperanza ni someter al individuo a los dictámenes del Partido sino desmembrar el amor al punto de transformarlo, sea en odio o en indiferencia.

Como las grandes obras, su influencia no se restringe a una cosa en particular, sino que sobrepasa los linderos de asuntos puntuales para volverse un clásico de carácter inmortal y atemporal. Puede ser leído en cualquier tiempo y por cualquier grupo sin perder vigencia en relación a los asuntos planteados.



Twitter: @perezlopresti
 


Ilustración: @Rayilustra 



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el martes 13 de junio de 2017



martes, 6 de junio de 2017

La cabra y el monte


Una de las bases sobre la cual se estructura cualquier sociedad moderna es la idea de que los grupos minoritarios tengan la posibilidad de expresar aquellas cosas en las cuales creen, con visiones particulares, incluso hasta extravagantes de la vida en conjunto. El parlamentarismo de cualquier nación civilizada permite que en ese espacio hagan vida en común las gentes con las más controvertidas ideas y tengan un foro desde el cual plantear las mismas, fomentando el debate y permitiendo que cada cual tenga la posibilidad de participar como ciudadano y ser representado. 

Cuando desde la instancia parlamentaria se crean las reglas básicas de juego sobre las cuales reposa el entramado social, la premisa que debe privar es la inclusión de todos los sectores que hacen vida en una nación. El caso de la historia reciente de Venezuela debe habernos dejado alguna lección con respecto a esto que aquí señalo. La Constitución de una república constituye el conjunto supremo de normas sobre las cuales va a funcionar el Estado y sus bases normativas deben poseer un carácter incluyente o de lo contrario se crea una trasgresión de origen que pone en riesgo la posibilidad de que se alcance un equilibrio como país.

En el caso de la Constitución del año 1961, por ejemplo, existió el consenso de darle un carácter marcadamente civil a la manera de funcionar el Estado. Eso produjo que los militares quedasen relegados del juego político y se les negara la posibilidad de ejercer el derecho a votar, con las consecuencias que conocemos: un claro ejemplo de que ningún grupo social debe ser excluido de las reglas de funcionamiento de la dinámica que nos une. Las pautas de juego eran apropiadas para ese momento, pero debieron cambiarse antes de que se produjese una ruptura de un sector con las mismas.

En el caso de la Constitución del año 1999, la mayoría del país aclamó la materialización del proyecto, en donde se asomaba como eje que la democracia funcionara con un rol de mayor protagonismo popular, como consecuencia de la crisis de los partidos políticos que en ese momento estaba viviendo la nación. El espíritu de las leyes privó en sentido de dar mayor participación a las bases ciudadanas y además se materializó la posibilidad de que los militares ejercieran el derecho a votar.

Nada de extraordinario tiene que en cualquier país se realicen modificaciones, enmiendas, mejoras o cambios en lo que respecta a la manera en que se manejan las reglas del juego democrático. Incluso cuando se requiere de una modificación sustancial de las normas que nos rigen, se puede llamar a realizar un cambio importante de las mismas. Esto es algo propio de la vida de ciertos países, particularmente de aquellas naciones en las cuales todavía se están estableciendo lo que parecieran ser las bases fundacionales de su proceder como república, lo cual es el caso venezolano. Herederos de una larga tradición de conflictividad social  y problemas que han desestructurado al país, seguimos en la búsqueda de una especie de fórmula que nos permita vivir a todos de manera tranquila y civilizada. Apenas pareciera que comenzamos a transitar por caminos en donde otras naciones vecinas con menos potencialidades económicas y menor desarrollo de talento humano nos aventajan en lo que respecta a la capacidad de crear reglas que permitan el entendimiento y la convivencia.

Aquello que unifique en sentido de crear armonía y tenga un carácter incluyente debe ser siempre celebrado. Flaco favor le hacen los líderes de una nación al futuro de la misma cuando se apuesta por la confrontación y a dejar fuera de juego a quien se le considere un contrincante. En términos políticos la palabra “enemigo” no es propia de la civilidad, por eso se usan los términos “opositores” o “adversarios”.

Nada es más peligroso para equilibrar una sociedad que dejar a relevantes grupos fuera de la dinámica política. Sería volver a repetir un error, que ya se hace costumbre en una tierra que devora sus mejores tiempos y sus mejores talentos. Cuando un protagonista social queda fuera del juego, hará lo imposible para ser incorporado o tratará de desplazar a quien se lo impida, como la cabra que inexorablemente jala para el monte.

Si se apuesta por la exclusión, el revanchismo, la persecución y el señalamiento violento y agitado, la zozobra será el norte que transitemos de manera indefinida. Sería un gravísimo error, que en un país donde existen las más variadas maneras de interpretar los fenómenos que vivimos, se desprecie o se margine a partes de la sociedad que van a seguir existiendo y haciendo vida en conjunto con todos. Cabemos y somos necesarios para nuestro país en la medida que no sean excluidos importantes sectores de la población. La lección pareciera que no fue asimilada por algunas fracciones, que piensan que con minimizar la participación social de actores fundamentales, el país va a un mejor futuro, cuando es precisamente todo lo contrario.


Twitter:  @perezlopresti 

Ilustración: @odumontdibujos