domingo, 17 de enero de 2021

Perdiendo aviones 2/3

 


Hace ya unos cuantos años tuvimos la oportunidad de conocer a Eyidio Moscoso, quien se consideraba una suerte de “alumno” de Armando Reverón. El anecdotario de vivencias que decía haber experimentado directamente con el artista nos cautivó desde el primer día que nos recibió.

Iniciamos una serie de visitas, año tras año, tanto al Castillete como a Eyidio Moscoso y nos contó que vivía solo, pintando y a veces escribiendo, recibiendo la visita de una mujer (entendimos que era su pareja) de vez en cuando. En más de una ocasión hicimos el viaje sin encontrarlo, pero siempre pudiendo deslumbrarnos con lo sobrecogedor que lucía la estructura rupestre en donde vivió el más grande pintor venezolano y uno de los más universales artistas de todos los tiempos.

En la que fue mi última visita a Eyidio Moscoso, acompañado, como siempre por Juan Sebastián Rodríguez y Daniel Márquez Bretto, tocamos la puerta de su casa y demoró más de lo habitual para abrirnos. Vimos que la fachada estaba deteriorada así que nos fuimos a tocarle la puerta a uno de sus vecinos. Una señora ya entrada en años fue quien nos dijo que se dieron cuenta que había fallecido por el olor a mortecina que salía de su casa. Eso había ocurrido hacía ya tres meses.

En la parte de arriba de la calle habían inaugurado unas oficinas modernas que hacían contraste con la armonía arquitectónica del sector. Era una especie de centro de información para los visitantes (o museo), en donde nos atendió una dama enjuta que se ablandó cuando le dijimos que nos acabábamos de enterar de la muerte del amigo Moscoso. La señora nos trató con la amabilidad con la cual se recibe a los familiares de un recién fallecido y nos regaló un libro titulado Reverón, amigo de un niño, (Ediciones Fundación Armando Reverón, 1997), cuyo autor es Eyidio Moscoso, el cual deja testimonio de lo que fue la experiencia personal de conocer al artista. Un hermoso y delicado libro que sin dudas es un aporte de primera mano para quien cultivó la amabilidad con tres amigos andinos.

Más nunca visité el Castillete.

Unos cuantos años después ocurrió la tragedia de Vargas y no quise ni leer sobre qué había pasado con la insólita estructura en donde había vivido Armando Reverón. Ganaba la nostalgia sobre la curiosidad. Revisando el texto de Eyidio Moscoso, hay detalles notables como por ejemplo cuando describe: “El día que Reverón iba a comenzar un cuadro, se le podía ver nervioso, huraño, temperamental, fumando más de lo acostumbrado, moviéndose de un lado a otro, como fiera enjaulada, mientras iba juntando cada uno de los elementos para comenzar la obra.”(p. 85). Luego señala que tras el ritual de prepararse para pintar “(…) comenzaba una lucha entre el cuadro y él, donde cada línea, cada nuevo trazo, representaba algo así como un triunfo adquirido, que había que defender a toda costa de quién sabe cuáles extraños elementos.” “En cada incursión de esas, el Reverón físico había dejado de cuatro a cinco libras de nervios y fibras frente al cuadro ya terminado. Pero se podía apreciar la satisfacción de la misión cumplida, o la equivalencia del ´hijo ya parido´.”(p. 85-86).

En otro capítulo nos habla del Reverón “zoologista”: “(…) convivía con una cantidad bastante nutrida de animalescaseros, empezando por Pancho, el mono líder de tan diversa fauna. Pancho fue un primate muy despierto e inteligente, que aprendió todo cuanto su dueño deseó enseñarle. Pancho jugaba al béisbol con uniforme y todo, hecho por Reverón. También Pancho era un “pintor abstracto” bastante pasable, que ejecutaba pinturas coloridas, admiradas por el público burgués que visitaba el Castillete.”(p.67). Cada uno de los monos que convivió con Armando Reverón recibió invariablemente el nombre de Pancho.

De las obras de Reverón, repartidas por el mundo son muchas las que me han dejado boquiabierto, particularmente voy a nombrar tres: Un desnudo, que pertenece o perteneció a Miguel Otero Silva en el cual en torno al cuerpo femenino (utilizando como modelo a “las muñecas de trapo”) expone su gran clase de genio universal mostrando la belleza a plenitud con un profundo sentido de armonía.

En la época ya final de la obra de Reverón, caracterizada por los autorretratos, existe un cuadro de carácter francamente siniestro donde está el artista con un “pumpá”, con cara de payaso triste y en el fondo dos figuras femeninas borrosas, de tamaño natural. Es tal la intensidad que produce esta composición que es difícil no percibir cierto carácter inherente a la energía que acompaña la autodestrucción.

La tercera obra que mencionaré es la llamada El patio del sanatorio, ampliamente conocida en el mundo de la psiquiatría, el cual es el último cuadro que pintó en su vida, donde el manejo de la luz muestra una visión intensamente desolada y solitaria. Es un cuadro muy hermoso y muy triste. He pasado largos ratos de mi vida deslumbrado por esa postrimera visión genial, asombrosa y perfecta que transmite la obra. 


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 29 de diciembre de 2020.

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