domingo, 31 de mayo de 2020

Pandillas de New York en Broadway



Son muchas las causas por las cuales se puede batallar y dar sentido a nuestras vidas. Las luchas por aspirar al voto y a la democracia, por la igualdad racial, por el respeto a las diversas orientaciones sexuales, por la libertad de culto, por la defensa del medio ambiente, por las consecuencias del cambio climático, por la protección de los animales o por los derechos humanos, entre otras, han sido y siguen siendo elementos de inspiración de personalidades y multitudes. De esas mismas luchas sociales, cuando se desvirtúa su esencia, surgen los más funestos monstruos contra lo que se enfrenta lo mejor de lo humano.

En materia de derechos humanos, por ejemplo, se cometen los más atroces atropellos y lo que sin dudas es una causa justa, potencialmente se vuelve un foco insalubre de actores retorcidos y maneras rebuscadas de manipulación que se revierte precisamente contra lo que dicen defender. A mí, en particular, me aterra cuando alguien se me presenta como defensor de esos derechos, entre otras cosas porque en muchas ocasiones he tendido a ser un descreído, pero por encima de todo, porque al conocer a los actores, la realidad de lo que dicen defender no tiende a comparecerse con sus acciones.

Los pacifistas violentos

De un acto de masas reivindicativo y justo a la violencia más brutal hay un pequeño paso. La necesidad de imponer una manera distinta de pensar puede pasar de la persuasión a la imposición. Es natural que las personas se emocionen con las cosas en las cuales creen, el asunto es que no se puede obligar a los demás a pensar de una sola manera, al menos en democracia. De las formas más ladinas sobre cómo imponer un orden ideológico se encuentran aquellas que desde el discurso de la cordialidad apuestan por la inclusión. El mejor ejemplo de ello es el fulano lenguaje inclusivo, perversión lingüística por antonomasia. Otro ejemplo: La trastada de hablar de géneros y no de sexos, que es lo correcto. Son formas no violentas en donde se impone una manera de pensar a través de la persuasión, generalmente apelando al resentimiento y lo más espantosos de la naturaleza humana. Lo violento no está necesariamente presente, pero se apela a lo sombrío del ser.

En términos generales, las agitaciones callejeras son básicamente lo mismo en cualquier parte porque se basan en métodos muchísimas veces probados con resultados conocidos. Inicialmente se esgrime una causa justa muy difícil o imposible de controvertir, se recurre a lo violento, generando inicialmente simpatía en vastos sectores y simultáneamente caos, se ataca a la propiedad privada y los servicio públicos, se usa la técnica del saqueo y tras bastidores entra en juego una ideología que tiene bien definido el fin último de lo que acontece. Este último paso es materializado por gente de acción, los operadores políticos, que están ubicados desde la primera línea de ataque de las confrontaciones hasta los cómodos espacios de los medios de comunicación más influyentes del planeta.

Lo anteriormente señalado genera necesariamente acciones por parte de las fuerzas de orden público y ocurre la victimización de aquellos que señalan ser agredidos, blandiendo las banderas de las causas justas. Así ha sido, es y seguirá siendo. Lo importante es comprender que en cualquier baile de máscaras, aunque sea de terror, se necesitan de al menos dos actores para bailar.

Defensa de las causas injustas

Sería propio de miserables defender lo indefendible. Las causas justas, que reivindican lo humano o lo cercano a la humanidad, siempre han de merecer nuestro mayor apoyo; sin restricciones. Lo que se hace inevitable es encontrarle costuras a los sacos y hacerse el ciego ante lo que va más allá de las apariencias.

El mensaje tiende a tener un metamensaje: Una lectura que va mucho más allá de lo literal y que suele esconder elementos retorcidos de los que manejan los hilos de los acontecimientos humanos. La verdad, al contrario de la belleza, es con por qué. La belleza no necesita de mucha explicación, pero encontrarse con la verdad de las cosas requiere sumergirse en las cloacas de lo civilizatorio, para lo cual, además de cerebro, se necesita estómago.

Cualquier humanista medianamente decoroso va a tender a estar a favor de las cosas que inexorablemente nos parecen justas. La sensación de injusticia genera de manera casi refleja el sentimiento de rabia. Procesar esta reacción natural y saber canalizarla inteligentemente es un arte propio de quien sabe vivir en buenos términos consigo mismo. En materia de sexualidad, religiosidad y política, es muy fácil que aparezcan desacuerdos, porque cada uno lo experimenta como un valor propio de su centro íntimo como persona. Lo mismo pasa con cualquier conceptuación de aquello que asumamos como “causas justas”, las cuales son parte de nuestro ser. Lo que no debe perder el hombre de ideas es la capacidad de ordenar sus pensamientos. Lo contrario es convertirse en marioneta.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 02 de junio de 2020. 

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