Para entrar en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de
Los Andes, en Mérida, Venezuela, uno camina por un hermosísimo jardín que no
pareciera ser de este mundo. Las áreas verdes son mantenidas por un buen hombre
que transmite serenidad, seriedad y misticismo. Es un sendero hermoso, en donde
los arbustos tienen forma de los más versátiles animales, perfectamente
cuidados por manos prodigiosas que con tesón muestran ser incansables en lo que
respecta al cuidado de esos espacios.
A veces, antes de entrar o ya saliendo de la Facultad, era muy difícil no
hacer un alto en la marcha de la cotidianidad y ponerse a charlar con algún
colega profesor, acerca de asuntos propios de lo humano y de quienes
disfrutamos de una buena conversación, más si es en un escenario tan hermoso
como el de esos espacios académicos.
Siete años en el Tíbet
Lo cierto es que un día en que salía del recinto universitario, me conseguí
con un colega que se había ido de Venezuela y no lo había vuelto a ver en cinco
años exactos. Durante el tiempo que trabajamos juntos, fue un muy cercano
contertulio. Hombre de mundo, culto como pocos, solíamos establecer
conversaciones que bien podían ser de teología o de gastronomía, tanto como de
cine o delicadas damas.
Podíamos pasar horas enteras hablando de los grandes
novelistas del siglo XX, así como de mecánica automotriz. A ambos nos gustan
los buenos carros y los viajes largos. Me dio mucha alegría volverme a
encontrar con él, sin poder evitar la chanza de rigor, porque era bien conocido
por su tendencia a ser enamoradizo y a estar siempre acompañado de hermosas
mujeres. Lo invité a tomar un café, que por lo prolijo y agradable del
reencuentro, se convirtió en otra ronda de tintos mientras le decía que se
rumoraba que se había ido a vivir al Tíbet, después de llevar una vida
licenciosa en una ciudad tan pequeña.
Me contó que había estado dando clases de literatura hispanoamericana en
una de las más importantes universidades de los Estados Unidos y luego de cinco
años, se regresó al terruño del cual ambos surgimos. No pude sino escrutar las
razones que lo indujeron a regresar a Venezuela y me respondió de manera
sincera y llana algo que no me esperaba. “–
Alirio, me dijo- En cinco años nadie
me invitó a tomar café.”
No pude sino sentir el más profundo pesar por mi buen amigo y conociendo su
tendencia a cultivar los placeres mundanos, sobre todo, conociendo su
reputación de hombre tendiente a no rehuir a los enredos de falda, le pregunté
cómo había sido su experiencia amatoria en esas tierras lejanas y me volvió a
contestar con otra frase sepulcral: “–
Alirio, me dijo- En cinco años
ninguna mujer se quedó a pasar la noche conmigo. Todas se marchaban antes del
amanecer.”
Deshojando las margaritas
Estuvo muy buena la conversación, llena de sorpresas banales y por demás
edificante. Apenas acababa de llegar a Mérida y ya estaba saliendo con una
chica guapa y se había comprado una camioneta de lujo, de marca japonesa, con
los ahorros que trajo de los Estados Unidos, a la cual le había puesto vidrios
muy oscuros para evitar ser asaltado. Me explicó lo bien que se sentía de
regreso y cómo había cambiado al punto de que solo iba de la facultad a su casa
y de la casa a la Facultad. Una señora le hacía las compras y le limpiaba su
enorme vivienda tres veces por semana. Su nueva pareja lo visitaba cada tarde
desde temprano, y entendí que era una suerte de curioso anacoreta, dedicado al
estudio y a complacer los caprichos de su nueva pareja.
Su vida había dejado de
ser complicada y se basaba en una rutuna escueta y sencilla, en donde privaba
la introspección y el compartir emocional con esta mujer, que por lo que
entendí, era la única persona con quien hablaba todos los días. Insistió en que
se sentía ¡Por fin! en paz y sosiego consigo mismo, al punto que fue
sencillamente elevado cuando dijo con mucha modestia “-Nada me falta. Me aislé”. En su momento, me pareció que había
alcanzado un estado de equilibrio en la sacra tierra venezolana.
Esa es la última vez que lo vi y a veces recuerdo nuestras buenas y largas
conversaciones en el cafetín de la facultad, degustando del mejor café del
mundo: El que se hace en las tierras andinas de Venezuela. Después de ese
reencuentro, no pasó mucho tiempo y me fui de mi país. Una de las cosas buenas
de ser migrante es poder atesorar cada buen recuerdo ante las vicisitudes
propias de los cambios. Por terceros me he enterado que mi amigo apenas sale de
su casa para ir muy puntualmente a la facultad y durante estos años en que he estado
viviendo en tierras del sur del continente, ha mantenido la relación con la
misma dama.
Con lo de la pandemia imagino que su confinamiento se materializó
finalmente hasta lo inesperado y estoy seguro de que es una de las personas que
mejor la está pasando en el mundo. Lo que para unos es una desgracia, para
otros es el camino para lograr la paz y exorcizar fantasmas.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 21 de abril de 2020.
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