domingo, 10 de mayo de 2020

De cuarentena en cuarentena



Para entrar en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes, en Mérida, Venezuela, uno camina por un hermosísimo jardín que no pareciera ser de este mundo. Las áreas verdes son mantenidas por un buen hombre que transmite serenidad, seriedad y misticismo. Es un sendero hermoso, en donde los arbustos tienen forma de los más versátiles animales, perfectamente cuidados por manos prodigiosas que con tesón muestran ser incansables en lo que respecta al cuidado de esos espacios.

A veces, antes de entrar o ya saliendo de la Facultad, era muy difícil no hacer un alto en la marcha de la cotidianidad y ponerse a charlar con algún colega profesor, acerca de asuntos propios de lo humano y de quienes disfrutamos de una buena conversación, más si es en un escenario tan hermoso como el de esos espacios académicos.

Siete años en el Tíbet

Lo cierto es que un día en que salía del recinto universitario, me conseguí con un colega que se había ido de Venezuela y no lo había vuelto a ver en cinco años exactos. Durante el tiempo que trabajamos juntos, fue un muy cercano contertulio. Hombre de mundo, culto como pocos, solíamos establecer conversaciones que bien podían ser de teología o de gastronomía, tanto como de cine o delicadas damas. 

Podíamos pasar horas enteras hablando de los grandes novelistas del siglo XX, así como de mecánica automotriz. A ambos nos gustan los buenos carros y los viajes largos. Me dio mucha alegría volverme a encontrar con él, sin poder evitar la chanza de rigor, porque era bien conocido por su tendencia a ser enamoradizo y a estar siempre acompañado de hermosas mujeres. Lo invité a tomar un café, que por lo prolijo y agradable del reencuentro, se convirtió en otra ronda de tintos mientras le decía que se rumoraba que se había ido a vivir al Tíbet, después de llevar una vida licenciosa en una ciudad tan pequeña.

Me contó que había estado dando clases de literatura hispanoamericana en una de las más importantes universidades de los Estados Unidos y luego de cinco años, se regresó al terruño del cual ambos surgimos. No pude sino escrutar las razones que lo indujeron a regresar a Venezuela y me respondió de manera sincera y llana algo que no me esperaba. “– Alirio, me dijo- En cinco años nadie me invitó a tomar café.”

No pude sino sentir el más profundo pesar por mi buen amigo y conociendo su tendencia a cultivar los placeres mundanos, sobre todo, conociendo su reputación de hombre tendiente a no rehuir a los enredos de falda, le pregunté cómo había sido su experiencia amatoria en esas tierras lejanas y me volvió a contestar con otra frase sepulcral: “– Alirio, me dijo- En cinco años ninguna mujer se quedó a pasar la noche conmigo. Todas se marchaban antes del amanecer.”

Deshojando las margaritas

Estuvo muy buena la conversación, llena de sorpresas banales y por demás edificante. Apenas acababa de llegar a Mérida y ya estaba saliendo con una chica guapa y se había comprado una camioneta de lujo, de marca japonesa, con los ahorros que trajo de los Estados Unidos, a la cual le había puesto vidrios muy oscuros para evitar ser asaltado. Me explicó lo bien que se sentía de regreso y cómo había cambiado al punto de que solo iba de la facultad a su casa y de la casa a la Facultad. Una señora le hacía las compras y le limpiaba su enorme vivienda tres veces por semana. Su nueva pareja lo visitaba cada tarde desde temprano, y entendí que era una suerte de curioso anacoreta, dedicado al estudio y a complacer los caprichos de su nueva pareja. 

Su vida había dejado de ser complicada y se basaba en una rutuna escueta y sencilla, en donde privaba la introspección y el compartir emocional con esta mujer, que por lo que entendí, era la única persona con quien hablaba todos los días. Insistió en que se sentía ¡Por fin! en paz y sosiego consigo mismo, al punto que fue sencillamente elevado cuando dijo con mucha modestia “-Nada me falta. Me aislé”. En su momento, me pareció que había alcanzado un estado de equilibrio en la sacra tierra venezolana.

Esa es la última vez que lo vi y a veces recuerdo nuestras buenas y largas conversaciones en el cafetín de la facultad, degustando del mejor café del mundo: El que se hace en las tierras andinas de Venezuela. Después de ese reencuentro, no pasó mucho tiempo y me fui de mi país. Una de las cosas buenas de ser migrante es poder atesorar cada buen recuerdo ante las vicisitudes propias de los cambios. Por terceros me he enterado que mi amigo apenas sale de su casa para ir muy puntualmente a la facultad y durante estos años en que he estado viviendo en tierras del sur del continente, ha mantenido la relación con la misma dama. 

Con lo de la pandemia imagino que su confinamiento se materializó finalmente hasta lo inesperado y estoy seguro de que es una de las personas que mejor la está pasando en el mundo. Lo que para unos es una desgracia, para otros es el camino para lograr la paz y exorcizar fantasmas.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 21 de abril de 2020. 

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