En los comienzos de los años noventa del siglo pasado, conocí a un profesor
universitario con un excelso currículum académico, a quien lo carcomía el odio
y el resentimiento. Era muy culto y tuvo la deferencia de prestarme su
biblioteca personal durante mucho tiempo. De esa biblioteca pude obtener acceso
a los más variados y difíciles libros de conseguir, por lo que le quedé
agradecido. Lo respeté como suelo respetar a tantas personas, pero
particularmente me compadecí de sus creencias ideológicas y/o políticas, porque
en su discurso de la cotidianidad apostaba por que en nuestro país la tiranía
llegase al poder. En realidad era bastante extravagante cuando los escuchaba
hablar, pues básicamente su ideal se basaba en invocar a un tirano para “salvar”
la República. No podía sino compadecerme de tan extraña manera de pensar. Era
muy joven en ese tiempo.
Devorador de libros de historia y literatura, era uno de los lectores más
prolijos que conocía en ese tiempo como también era emocionalmente inestable,
con una gran tendencia a la suspicacia y a pensar de manera dicotómica, en
buenos y malos. Los que no están conmigo
están contra mí y cualquier clase de lugares comunes ocupaban sus
pensamientos rumiantes a la par de desafiantes. Nunca la agarró conmigo y hasta
el día de hoy desconozco las razones. Supongo que en su infinita desconfianza
hacia cuanto lo circundaba, mi tendencia a ser directo y claro le daba la
seguridad de que era amigo de alguien que le proporcionaba la certeza de saber
lo que pensaba. Cuando me preguntaba qué opinaba sobre sus ideas, no vacilaba
en señalarle que no las compartía. Tal vez por eso me respetaba.
La transformación y el poder
La imagen que daba el profesor, independientemente de su extraña manera de
pensar, era que se trataba de alguien solidario, preocupado por el prójimo y
por las vicisitudes que generan las circunstancias en las cuales las personas
debemos vivir y sobrevivir. Se mostraba contrariado ante las injusticias
propias de la vida en sociedad. Lo cierto es que la dinámica consustancial a la
historia nacional hizo que de la noche a la mañana adquiriese poder y dominio
de espacios, así como la posibilidad de tomar decisiones importantes que le
cambiaban la vida a la gente. El ejemplar de Los endemoniados de Dostoievski era de su biblioteca, por lo que
pude ver retratado en el libro que me prestó, la transformación de una persona
cercana, quien pese a sus imperfecciones e ideas descabelladas, se fue
transformando literalmente en una ser malvado y cruel en la práctica vivencial
diaria.
Empezó por dar conferencias internacionales acerca de los aciertos de un
sistema de gobierno que claramente no es perfecto y se terminó por convertir en
un mercantilista y nepotista burócrata al servicio de intereses que por más que
lo intento, no puedo justificar. Se iba convirtiendo cada día en un monstruo
real. Cuando lo conocí, solo estaba en una condición de maldad latente. No era
necesario hacer daño para lograr lo que él quería, pero lleva décadas
haciéndolo. De ser un catedrático respetado, terminó por espantar a sus
allegados como si fuera una persona infectada con coronavirus en el año 2020.
En lo particular, a mí me dejó de hablar y en una ocasión en que me lo encontré
de frente en una feria del libro, apenas esbozó una sonrisa y me dijo en voz
baja sin ocultar lo que pudiésemos llamar la
envidia de lo infrahumano: “- Se ve
que eres feliz”.
Delatores por naturaleza
El
perfil de los delatores por naturaleza es de los más nauseabundos que existen
entre lo humano. La idea es vigilar cuanto le circunda y asumir el rol de
juntar miserias internas para ir a “acusar” al otro. En ese duro juego de sombras, el delator le
arruina la vida a sus pares y se regodea en el éxito malsano que significa el
hundimiento físico, moral, económico o hasta la propia vida de los demás. Es
difícil no sentir desprecio por gentes que llevan la delación en su sangre, así
como es casi imposible que no nos hayamos topado con uno. Los menos enfermos se
mueven por intereses económicos. Los más enajenados los mueve el deseo de hacer
sufrir para sentir placer.
Por razones que tiene que ver con asuntos vocacionales, cada vez me alejo
más y más de todo aquel que no me convenga como persona. El poder aislarme en
mi burbuja imaginaria, me ha permitido solventar las circunstancias más
adversas en los más agrestes escenarios. Tal vez por eso sigo escribiendo de
manera ordenada; porque una parte importante de mí necesita plasmar y compartir
lo que piensa. Otra parte solo quiere mantenerse al margen. Difícil evitar
contraponer esas dos visiones de la vida y tratar de acoplarlas en una sola
manera de conducirse, aunque sea más lo que tratamos de ocultar que lo que
terminamos por expresar.
Afortunadamente los buenos amigos son más y por eso es necesario recordar a
quienes no convienen o hacen daño. Valoramos a quienes se mantienen combatiendo
el mal desde sus trincheras.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 14 de abril de 2020.
No hay comentarios:
Publicar un comentario