lunes, 10 de agosto de 2020

Todos somos venezolanos


Hay muchos que presumen el haber tenido una abuela sabia que dejó un legado lleno experiencias que nutren y cohesionan a los miembros de la familia. En mi caso tuve la fortuna de haber tenido dos abuelas que imprimieron sus palabras a sus descendientes y cada día que pasa solemos recordar sus enseñanzas. En este texto me referiré a una de las muchas cosas que aprendí de mi abuela materna.

Venía del horror de la segunda guerra mundial en donde ya se había vuelto costumbre el abrir la puerta de la casa con una escopeta en la mano, ‘sólo por precauciones mínimas’. El abuelo había estado en el frente de guerra desde 1939 hasta 1945, pero además había servido cuatro años antes en Libia, lo que sumaba once años de beligerancia en la vida de un hombre que murió alrededor de los cincuenta años de edad.

Se trataba de una familia que llegó al mejor país del mundo llamado Venezuela, en donde se abrían todas las puertas del futuro y esperanza para quienes huían de la muerte, la ruina y la desventura. Soy descendiente de la estirpe de emigrantes que formamos parte del universo de interrelaciones culturales y étnicas que nos hacen copartícipes de una sola manera de ver la vida y entender que los seres humanos solamente podemos ser de un tipo y las divisiones no tienen cabida. Somos hijos de los sobrevivientes de las causas perdidas que una y mil veces han trastocado los destinos de la humanidad.

Cuando un pueblo es perseguido o amenazado, sencillamente siento que pertenezco a ese pueblo, porque en mis raíces parentales la supervivencia es el fin último de todos los proyectos trazados. Resulta que el tío Pepe, recientemente fallecido, siendo el mayor de los hijos de mi abuela, se vio forzado a trabajar a mediados del siglo pasado en las tortuosas rutas comunicacionales del estado Lara, manejando camiones desde que era apenas un muchacho, con un permiso especial, llevando mercancías desde Quíbor hasta Humocaro Alto, pasando por Cubiro, Sanare y pernoctando incluso en las tierras portugueseñas de Chabasquén y Biscucuy. Quiso la mala fortuna que con un camión recién comprado y esquivando una roca en tan intrincadas carreteras, se volcó al precipicio y quedó guindando de la rama de un árbol por el ruedo del pantalón.

Pasaban y pasaban los viajeros que con temor se asomaban a ver al muchacho colgando a punto de perder la vida. Se iban amontonando al borde del abismo a mirar lo que sería un trágico e inexorable desenlace, hasta que un par de robustos jóvenes, acaso un tanto mayores que mi tío y que apenas hablaban español, se lanzaron amarrados de una larga soga arriesgando sus vidas para rescatarlo. El tío Pepe salvó la vida de esta forma y cuando el par de hermanos llegó a la casa de mi abuela después haberlo socorrido, el decreto de la nonna, luego de conocer su procedencia, no se hizo esperar: “En esta familia todos somos sirios”.

Desde ese día, unos europeos llegados a América de los cuales soy descendiente, hicieron amistad, cultivaron el respeto e incluso el parentesco con árabes provenientes de Siria. Siendo fieles al legado de mi abuela, no sólo cultivamos el aprecio por quienes son mis hermanos anímicos, sino que comparto su sufrimiento, porque no se es humano si no se es solidario con el dolor de quien por desventura le toca vivir la trágica experiencia de la guerra y el peregrinaje como emigrante que busca un mejor porvenir para su descendencia.

Desde lo ético, que es el ejercicio intelectual que está por encima de la moral, somos venezolanos porque nos solidarizamos con el que es perseguido por la barbarie y a duras penas sobrevive a un “viaje” injusto. Desde nuestros más originarios confines espirituales somos universales porque descendemos de la misma tradición que señaló que sólo existe un Dios y que está representada en la misma raíz que es Abraham, que es el profeta que une el judaísmo, el cristianismo y el islam. Desde lo fraternal, porque mi padrino es sirio y es uno de los ciudadanos más correctos y ejemplares que he conocido en mi vida.

Somos de todos lados, porque somos cosmopolitas y revisando mi árbol genealógico hasta donde se pueda, mi Péres es en realidad con “s” y no con “z” en un intento de mis predecesores judíos sefardíes que trataban de ocultar su origen cambiando la última letra del apellido para protegerse de las persecuciones religiosas.

En lo particular soy islámico, judío y cristiano, porque soy venezolano, porque sólo se puede ser una persona honesta cuando no relegamos a nadie por su origen. Menos aun siendo procedente de todas las maneras étnicas de expresarse un mestizaje infinito, sin posibilidades de desligarme de cualquier manifestación de lo que pretenda ser humano. 

Ser ciudadano, a veces, necesariamente implica no pertenecer a una ciudad o a un país en particular. En ocasiones ser ciudadano de cualquier parte es un asunto supramoral”. Un imperativo categórico que está por encima de cualquier posible diferencia aparente.

 

 

Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 06 de noviembre de 2018.

 

Enlace:

https://www.eluniversal.com/el-universal/24998/todos-somos-venezolanos

  

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