jueves, 12 de julio de 2018

Recurrentes peligros inminentes


Un tanto despeinada, o con el cabello agitado, es lo mismo, algunos hilos de plata resaltaban en el abultado mar de hebras color azabache. Ojos de mirada profunda, o forzando la mirada por no cargar lentes, es lo mismo, cada parte de ella era una invitación a sumergirse en el aspecto de profundidad abismal que la caracterizaba. Como quien mira y no está mirando, traté de calcular cuál podía ser su edad y me encontré en una dicotomía perfecta. Era tan joven que su expresión de seriedad no tenía cabida en su rostro o era tan vieja que actuaba de manera excesivamente sonriente para ser tan temprano.

En las mañanas el metro colapsa en la línea 4 de Santiago, así que la tenía muy cerca, tanto que no me percaté que llevábamos ya rato conversando. Del mismo origen que cada generación de la cual provengo, todas las razas se cruzaban en ella. Era de todos los mundos posibles. Regia, altiva, aplomada y elegante, por decir lo menos, estaba frente a una de esas rarezas de la creación que de vez en cuanto aparece en nuestras vidas bajo el manto de la casualidad. Sabía que era imposible ese encuentro e improbable un reencuentro, así que éramos solo dos desconocidos íntimos conversando sobre las banalidades de la existencia y sus infinitos alcances.

Las frutas, las verduras, el tiempo, la lluvia, los colores, los gustos personales, las buenas comidas y las mejores bebidas eran los temas de conversación de esa mañana tan lejana en mi vida y tan cercana en mi memoria. ¿Qué pasaría si de golpe y porrazo mi existencia se hiciera cuadriculada al punto de que la muerte de la libertad personal fuese lo que se impusiera? ¿Qué pasaría si la tragedia me arropase al punto de asfixiarme, como esas escenas de culebras gigantes que estrangulan a sus presas, tantas veces repetidas en cuentos y consejas?

Cada día que vivo, doy gracias porque me he salvado del peor de los venenos: No abrigo odios, porque por una extraña razón no lo siento, pero lo más importante, porque quien odia literalmente se envenena en vida. Ajeno a los rencores, soy un cazador de sorpresas, de momentos infinitos y de instantes inmortales, que hacen de la vida una especie de cinta de cine, en la cual cada minúsculo cuadrito del film cuenta y vale su peso en una suerte de eterna apuesta a la felicidad.

El más grande de todos los peligros inminentes por los cuales puede atravesar alguien es por el peligro de perder la capacidad de deleitarse de los días, de los antiguos y nuevos amigos, de las sonrisas generosas y de los cálidos apretones de mano. El peligro inminente de ser serio acecha en cada esquina a quienes intentamos vivir la vida para disfrutarla, pero por encima de todo, de disfrutarla precisamente porque es la única demostración de que se está realmente vivo.

Si dejase de reír, o de soñar, o de jugar o de hacer las muchas cosas inútiles con las cuales lleno los espacios cotidianos, no merecería la vida que afortunadamente he tenido, llena de gente hermosa rodeándome y siempre con el espíritu concentrado en el preciso instante, porque se está vivo cuando somos como el minero que quiere sacarle hasta la última veta a la mina de la existencia.

Peligros inminentes se corren cuando el trabajo deja de ser vocación para volverse esclavitud o cuando ya no buscamos nada porque sentimos que lo tenemos todo. Por eso cada vez que siento que me pasa algo infinitesimalmente trascendente, que es a cada rato, no puedo dejar de obcecarme en tratar de comprenderlo, pero sobretodo de disfrutarlo.
Tenía la miraba inmersa en cada palabra, cada gesto y cada movimiento que hacía, porque entendí que era una mujer bella, inteligente y delicada, que había vivido todas mis vidas posibles junto a todas las de ella, lo cual era potencialmente imposible.

De eso más o menos iba la conversación cuando me dijo que llegaba hasta esa estación. Entonces me di cuenta éramos los únicos pasajeros del vagón y con una tierna mirada nos despedimos, solo para regalarme una sonrisa de complicidad cuando se distanciaba de mí por el andén. Incrédulo cuando la vi marcharse, sin saber siquiera su nombre, sentí que me regalaba uno de esos momentos de la más granada gloria y pensativo seguí mi camino para encontrarme con una gente seria que me esperaba para presentarme un megaproyecto de algún disparate propio de gente que se cree importante. Entonces se habló de economía, de política y de lo trascendente que era el fulano proyecto, tan malo, que ni recuerdo el nombre del mismo.

Desconcertado por no haberle pedido el número de teléfono, creí que nunca la volvería a ver en una ciudad tan grande. Pensativo erré por una calle cualquiera de la urbe que me acobijaba en sus témpanos de enormes moles de concreto y fue apenas cuando me quité el abrigo, para descansar de un día particularmente acontecido, cuando descubrí que en el bolsillo de mi camisa había una tarjetica en donde estaba escrito su nombre, teléfono y dirección. Desde ese día sonrío. 




Publicado en el diario El Universal de Venezuela, el 10 de julio de 2018.








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