Muchas veces me he
preguntado cuál es la historia de amor más extraordinaria que se conozca, y en
ese afán de cazar “la gran historia de amor”, no dejo de hacer la pregunta a
quien siento la confianza necesaria para lanzársela.
Las respuestas no cesan
de sorprenderme y en una infinitud de posibilidades, quienes me contestan,
asoman una tras otra cada elección. Las opciones asoman películas de cine,
telenovelas, grandes clásicos de la literatura universal, autobiografías de
quienes han expresado públicamente lo mucho que han amado, novelas de amor de
poca monta, dibujos animados en versiones tradicionales y contemporáneas, obras
del teatro e infinitud de cuentos, chismes, explicaciones transformadas de
amoríos familiares y los grandes reductos del amor laberíntico, como los
curiosamente denominados “amores platónicos”.
Pareciera que esa
capacidad de sorpresa propia de lo afectivo tiene algunas características sin
las cuales no podríamos hablar de “una historia de amor”. Una es la tendencia
irreductible a la cursilería; porque lo cursi es tan propio de lo amoroso como
lo es lo amatorio a la vida. Tarjetas y cartas con mensajes repetidos,
canciones que no cesan en remachar los mismos atributos y los eternos símbolos
como la caja de chocolates y la rosa roja con y sin espinas, son uno tras otro
los elementos capaces de romper corazones en forma redundante a generaciones
enteras. Basta con escuchar con atención la extremadamente cursi letra de los
grandes boleros de la historia o las juveniles canciones que evocan a eros una
y otra vez.
Otra condición de lo
amoroso es la idealización por identificación. La búsqueda del ideal femenino
como representación de aquello que nos gustaría ser si fuésemos mujeres o su
contrario: la búsqueda del ideal masculino como representación de aquello que
nos gustaría ser si fuésemos hombres, en el caso de las damas. ¿Qué más
atractivo para una mujer que conocer la figura masculina que por admiración
constituye lo idealizado?, lo cual conduce al eterno drama de cómo se remacha
una y otra vez la marca de quien establece relaciones tempranas con lo
masculino y lo femenino y cómo eso cambia toda la vida por propensión a la
repetición.
Sumando factores
propios de las grandes historias de amor, existe un elemento sin el cual el
enamoramiento no fluye: la tensión propia del apego. Dicho de otra manera, el
grado de tensión necesario para que el aburrimiento no apague las llamas del
encuentro y permita que se mantenga un nivel de emoción que no debe romperse, pero
tampoco debe ceder en su resistencia. Como si se tratase de una liga
permanentemente estirada sin posibilidad de perder su aguante o de lo contrario
cede ante lo insulso, rancio y carente de emotividad. El amor como una manera
de estrés incompatible con el sosiego y la estabilidad, apostando por la
aventura, lo lúdico, el divertimento y a fin de cuentas por la vida. Como si no
fuese suficiente lo que le exigimos al ser amado, es primacía que lo aburrido
no se imponga y el acompasar los pasos del otro es una premisa inseparable al
amor.
Además, no puede haber
una gran historia de amor sin sentido de trascendencia, sea porque esta
trascendencia se materialice o precisamente porque no pudo ser llevada a cabo.
Si se materializa, entonces la trascendencia es incuestionable, porque marca la
vida de las personas, se asumen responsabilidades, la idea de nido se concreta,
aparecen los progenitores y se asoma la visión de futuro mutua. Si no se
materializa y queda solo en el esbozo de una relación que nunca fue, el sentido
de trascendencia lo establece precisamente el hecho de que no se hizo posible y
queda como un anhelo, una falsa idea de que pudo ser de las mil y una maneras y
como cualquier idea, perfecta. Es perfecto el amor que no se da
porque no existen excusas para negar su imperfección. A mí ese tipo de amores,
en particular, me parece en extremo aburridos y chocantes por falaces y por
falta de atrevimiento de quienes apuestan “por lo que pudo ser”.
Pero de todas las
historias de amor que he escuchado, leído o presenciado, ninguna supera aquella
en la cual somos los protagonistas. Puede que de aparentes minúsculas historias
o puede que no, pero siempre de historias en las cuales parecemos simpes
remedos de otras historias, pero no lo son, porque son las nuestras, en donde
la cursilería es el eje de nuestra vida, la idealización la llevamos a cuesta
como si no pesase un gramo, la emoción de lo cotidiano opaca cualquier nivel de
aburrimiento, el deseo de repetir lo mismo con la persona hace de cada
repetición una experiencia nueva, la tensión puede llegar al grado de hacernos
correr o literalmente paralizarnos y se desafía la trascendencia, sea
potencialmente real o imaginaria.
Ninguna experiencia
amatoria puede superar la que cada uno construye, por ser la más individual y
maravillosa comprobación que la vida es rica de sentido y se puede enaltecer
cada circunstancia.
Publicado en el diario
El Universal de Venezuela, el 04 de julio de 2018.
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