miércoles, 4 de julio de 2018

La mejor historia de amor




Muchas veces me he preguntado cuál es la historia de amor más extraordinaria que se conozca, y en ese afán de cazar “la gran historia de amor”, no dejo de hacer la pregunta a quien siento la confianza necesaria para lanzársela.

Las respuestas no cesan de sorprenderme y en una infinitud de posibilidades, quienes me contestan, asoman una tras otra cada elección. Las opciones asoman películas de cine, telenovelas, grandes clásicos de la literatura universal, autobiografías de quienes han expresado públicamente lo mucho que han amado, novelas de amor de poca monta, dibujos animados en versiones tradicionales y contemporáneas, obras del teatro e infinitud de cuentos, chismes, explicaciones transformadas de amoríos familiares y los grandes reductos del amor laberíntico, como los curiosamente denominados “amores platónicos”.

Pareciera que esa capacidad de sorpresa propia de lo afectivo tiene algunas características sin las cuales no podríamos hablar de “una historia de amor”. Una es la tendencia irreductible a la cursilería; porque lo cursi es tan propio de lo amoroso como lo es lo amatorio a la vida. Tarjetas y cartas con mensajes repetidos, canciones que no cesan en remachar los mismos atributos y los eternos símbolos como la caja de chocolates y la rosa roja con y sin espinas, son uno tras otro los elementos capaces de romper corazones en forma redundante a generaciones enteras. Basta con escuchar con atención la extremadamente cursi letra de los grandes boleros de la historia o las juveniles canciones que evocan a eros una y otra vez.  

Otra condición de lo amoroso es la idealización por identificación. La búsqueda del ideal femenino como representación de aquello que nos gustaría ser si fuésemos mujeres o su contrario: la búsqueda del ideal masculino como representación de aquello que nos gustaría ser si fuésemos hombres, en el caso de las damas. ¿Qué más atractivo para una mujer que conocer la figura masculina que por admiración constituye lo idealizado?, lo cual conduce al eterno drama de cómo se remacha una y otra vez la marca de quien establece relaciones tempranas con lo masculino y lo femenino y cómo eso cambia toda la vida por propensión a la repetición.

Sumando factores propios de las grandes historias de amor, existe un elemento sin el cual el enamoramiento no fluye: la tensión propia del apego. Dicho de otra manera, el grado de tensión necesario para que el aburrimiento no apague las llamas del encuentro y permita que se mantenga un nivel de emoción que no debe romperse, pero tampoco debe ceder en su resistencia. Como si se tratase de una liga permanentemente estirada sin posibilidad de perder su aguante o de lo contrario cede ante lo insulso, rancio y carente de emotividad. El amor como una manera de estrés incompatible con el sosiego y la estabilidad, apostando por la aventura, lo lúdico, el divertimento y a fin de cuentas por la vida. Como si no fuese suficiente lo que le exigimos al ser amado, es primacía que lo aburrido no se imponga y el acompasar los pasos del otro es una premisa inseparable al amor.

Además, no puede haber una gran historia de amor sin sentido de trascendencia, sea porque esta trascendencia se materialice o precisamente porque no pudo ser llevada a cabo. Si se materializa, entonces la trascendencia es incuestionable, porque marca la vida de las personas, se asumen responsabilidades, la idea de nido se concreta, aparecen los progenitores y se asoma la visión de futuro mutua. Si no se materializa y queda solo en el esbozo de una relación que nunca fue, el sentido de trascendencia lo establece precisamente el hecho de que no se hizo posible y queda como un anhelo, una falsa idea de que pudo ser de las mil y una maneras y como cualquier idea, perfecta.  Es perfecto el amor que no se da porque no existen excusas para negar su imperfección. A mí ese tipo de amores, en particular, me parece en extremo aburridos y chocantes por falaces y por falta de atrevimiento de quienes apuestan “por lo que pudo ser”.

Pero de todas las historias de amor que he escuchado, leído o presenciado, ninguna supera aquella en la cual somos los protagonistas. Puede que de aparentes minúsculas historias o puede que no, pero siempre de historias en las cuales parecemos simpes remedos de otras historias, pero no lo son, porque son las nuestras, en donde la cursilería es el eje de nuestra vida, la idealización la llevamos a cuesta como si no pesase un gramo, la emoción de lo cotidiano opaca cualquier nivel de aburrimiento, el deseo de repetir lo mismo con la persona hace de cada repetición una experiencia nueva, la tensión puede llegar al grado de hacernos correr o literalmente paralizarnos y se desafía la trascendencia, sea potencialmente real o imaginaria.

Ninguna experiencia amatoria puede superar la que cada uno construye, por ser la más individual y maravillosa comprobación que la vida es rica de sentido y se puede enaltecer cada circunstancia.  






Publicado en el diario El Universal de Venezuela, el 04 de julio de 2018.

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