Un tanto
despeinada, o con el cabello agitado, es lo mismo, algunos hilos de plata
resaltaban en el abultado mar de hebras color azabache. Ojos de mirada
profunda, o forzando la mirada por no cargar lentes, es lo mismo, cada parte de
ella era una invitación a sumergirse en el aspecto de profundidad abismal que
la caracterizaba. Como quien mira y no está mirando, traté de calcular cuál
podía ser su edad y me encontré en una dicotomía perfecta. Era tan joven que su
expresión de seriedad no tenía cabida en su rostro o era tan vieja que actuaba
de manera excesivamente sonriente para ser tan temprano.
En las
mañanas el metro colapsa en la línea 4 de Santiago, así que la tenía muy cerca,
tanto que no me percaté que llevábamos ya rato conversando. Del mismo origen
que cada generación de la cual provengo, todas las razas se cruzaban en ella.
Era de todos los mundos posibles. Regia, altiva, aplomada y elegante, por decir
lo menos, estaba frente a una de esas rarezas de la creación que de vez en
cuanto aparece en nuestras vidas bajo el manto de la casualidad. Sabía que era
imposible ese encuentro e improbable un reencuentro, así que éramos solo dos
desconocidos íntimos conversando sobre las banalidades de la existencia y sus
infinitos alcances.
Las
frutas, las verduras, el tiempo, la lluvia, los colores, los gustos personales,
las buenas comidas y las mejores bebidas eran los temas de conversación de esa
mañana tan lejana en mi vida y tan cercana en mi memoria. ¿Qué pasaría si de
golpe y porrazo mi existencia se hiciera cuadriculada al punto de que la muerte
de la libertad personal fuese lo que se impusiera? ¿Qué pasaría si la tragedia
me arropase al punto de asfixiarme, como esas escenas de culebras gigantes que
estrangulan a sus presas, tantas veces repetidas en cuentos y consejas?
Cada día
que vivo, doy gracias porque me he salvado del peor de los venenos: No abrigo
odios, porque por una extraña razón no lo siento, pero lo más importante,
porque quien odia literalmente se envenena en vida. Ajeno a los rencores, soy
un cazador de sorpresas, de momentos infinitos y de instantes inmortales, que
hacen de la vida una especie de cinta de cine, en la cual cada minúsculo
cuadrito del film cuenta y vale su peso en una suerte de eterna apuesta a la
felicidad.
El más
grande de todos los peligros inminentes por los cuales puede atravesar alguien
es por el peligro de perder la capacidad de deleitarse de los días, de los
antiguos y nuevos amigos, de las sonrisas generosas y de los cálidos apretones
de mano. El peligro inminente de ser serio acecha en cada esquina a quienes
intentamos vivir la vida para disfrutarla, pero por encima de todo, de
disfrutarla precisamente porque es la única demostración de que se está
realmente vivo.
Si dejase
de reír, o de soñar, o de jugar o de hacer las muchas cosas inútiles con las
cuales lleno los espacios cotidianos, no merecería la vida que afortunadamente
he tenido, llena de gente hermosa rodeándome y siempre con el espíritu
concentrado en el preciso instante, porque se está vivo cuando somos como el
minero que quiere sacarle hasta la última veta a la mina de la existencia.
Peligros
inminentes se corren cuando el trabajo deja de ser vocación para volverse
esclavitud o cuando ya no buscamos nada porque sentimos que lo tenemos todo.
Por eso cada vez que siento que me pasa algo infinitesimalmente trascendente,
que es a cada rato, no puedo dejar de obcecarme en tratar de comprenderlo, pero
sobretodo de disfrutarlo.
Tenía la
miraba inmersa en cada palabra, cada gesto y cada movimiento que hacía, porque
entendí que era una mujer bella, inteligente y delicada, que había vivido todas
mis vidas posibles junto a todas las de ella, lo cual era potencialmente
imposible.
De eso más
o menos iba la conversación cuando me dijo que llegaba hasta esa estación. Entonces
me di cuenta éramos los únicos pasajeros del vagón y con una tierna mirada nos
despedimos, solo para regalarme una sonrisa de complicidad cuando se
distanciaba de mí por el andén. Incrédulo cuando la vi marcharse, sin saber
siquiera su nombre, sentí que me regalaba uno de esos momentos de la más
granada gloria y pensativo seguí mi camino para encontrarme con una gente seria
que me esperaba para presentarme un megaproyecto de algún disparate propio de gente
que se cree importante. Entonces se habló de economía, de política y de lo trascendente
que era el fulano proyecto, tan malo, que ni recuerdo el nombre del mismo.
Desconcertado
por no haberle pedido el número de teléfono, creí que nunca la volvería a ver
en una ciudad tan grande. Pensativo erré por una calle cualquiera de la urbe
que me acobijaba en sus témpanos de enormes moles de concreto y fue apenas
cuando me quité el abrigo, para descansar de un día particularmente acontecido,
cuando descubrí que en el bolsillo de mi camisa había una tarjetica en donde
estaba escrito su nombre, teléfono y dirección. Desde ese día sonrío.
Ilustración de María Inés Acevedo
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 10 de julio de 2018.
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