Creo
que fue entre las estaciones Plaza de armas
y Bellas artes,
o tal vez pudo ser entre Irarrázaval y Ñuble. Lo cierto
es que era un domingo de compras preparándonos para el otoño en el cual, para
un caribeño, independientemente que sea nativo de la ciudad de Santiago de los
Caballeros de Mérida, el frío del Santiago chileno es mucho más recio.
Como
mi gestualidad venezolana me acompaña a la par de cada palabra, le explicaba a
mi esposa que el tamaño del hervidor de agua Thomas de 3 litros me parecía
mejor que el de otras marcas por su mayor capacidad. Mas entre un gesto y otro
me soltaba del tubo donde los pasajeros prudentes se aferran a la vida y entre
un bajón de velocidad y una arrancada repentina, a pesar de los intentos
felinos de sujetarme, salí volando sin más ante la mirada horrorizada de mi
mujer.
Muchos
hemos experimentado esa extraña sensación de que cuando la tensión emocional es
alta, percibimos cada detalle de lo que está ocurriendo con tal intensidad, que
pareciera que todo ocurriese más lento. Es entonces cuando nos abruma la
memoria con cada momento de nuestra existencia vivida y en una especie de
película, toda nuestra vida nos pasa por delante de los ojos.
Recordé,
mientras volaba los primeros dos metros, de espalda y a la velocidad del
tren, mi infancia feliz en el mejor país la tierra, en donde pude estudiar en
el mejor colegio del mundo (el CEAPULA), de la mejor ciudad del orbe, con las
mejores personas que existen. Recordé cuando mi papá me enseñó a montar
bicicleta en Syracuse, New York y esa misma noche hubo una tormenta eléctrica y
un rayo destrozó la ventana de mi habitación. Al tercer metro de la
planeada recordé a mi madre explicándome la diferencia entre ética y moral y lo
importante que había sido el haber leído a los grandes escritores rusos a edad
muy temprana.
Recordé,
por supuesto, las novias que he tenido, las mujeres y su infinita generosidad
para conmigo y a mis tías Doris y Gesua, que son una especie de antípoda
perfecta y maravillosamente complementaria sobre el arte de vivir. Visualicé
mis tiempos entre Quíbor y El Tocuyo, lo que me esforcé en mis estudios y cada
palabra que mi padre me pudo dar como consejo el día que dejé de vivir en la
casa de las personas amorosas y buenas que me trajeron al mundo.
Recordé
el gol que definió el partido aquel día remoto en el Colegio La Salle y de cómo
me alzaron en hombros mis compañeros pendencieros y bromistas. Fue entonces
cuando pensé que iba a morir al final de la caída y me sentí profundamente
feliz en el aire. No porque iba a morir irremediablemente, sino porque siempre
he sido una persona feliz y tal vez pocas personas puedan expresarlo y sentirlo
con la claridad que lo hago.
Recordé las veces que manejaba de noche entre Abejales y Barinas y las miles de miles de veces que he estado en los páramos andinos de mi Mérida amada. Recordé haberle dado clases a infinidad de jóvenes, para quien debo haber significado algo en sus vidas y en mi memoria apareció el bautizo de mi primer libro y la alegría que le produjo ese acto a mis más cercanos. Una alegría que superó la mía.
Sabiendo
que iba directo a estrellar mi cabeza contra el suelo pensé en el aire y ya
aterrizando, que podía haber un niño o un anciano a mi paso y que podía
hacerle daño y mi atención cambió repentinamente y sentí los auxilios de una
mujer muy mayor, que colocaba sus manos en mi cabeza para que no se me
despedazara el cráneo. Sentí que unos novios hacían lo posible por atajarme en
pleno vuelo y que un forzudo veía con terror mi caída, sin poder hacer nada.
Fue
entonces cuando me di cuenta que todo el vagón estaba impactado por lo
aparatoso de mi caída y ya en el suelo del pulido piso, me deslicé velozmente
hasta que alguien detuvo mi estrellada poniendo sus dos manos como barrera. Un
joven de ceñido abrigo negro me levantó del suelo y vi los ojos de mi mujer
aterrada. Unos seis metros me separaban de ella.
Caminé
lentamente cuando el tren se detuvo, un tanto incrédulo por estar completo y
consciente y pude ver en cada rostro de cada persona una expresión de
solidaridad que pocas veces he sentido. Creo que pocos se recuperan tan rápido.
Mi esposa me abrazó, les dije a quienes estaban en el vagón que me encontraba
bien y un montón de aplausos, acompañados de una colectiva carcajada, brotaron
de mis acompañantes casuales que vivieron la experiencia de estar presentes en
una muy aparatosa caída.
Cada
persona que hizo algún gesto, puso la mano o se impresionó por mi caída
representa lo más hermoso del género humano, que a fin de cuentas es su
capacidad de ser solidario y demostrar la ciudadanía incluso con un
desconocido. A veces se necesita volar media docena de metros para
reconciliarse con lo humano y recordar que hay más buenos que malos en este
mundo raro y que la experiencia de vida de cada uno es única e inimitable.
Escribo estas líneas un poco incómodo por el collarín que cargo, pues de hierro no soy.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 08 de mayo de 2018.
Ilustración: @odumontdibujos
Gracias por compartirlo y permitirme esta mañana fría en Stgo de Chile que los buenos somos más.
ResponderEliminarFeliz día maestro