Existen elementos propios de lo carencial, que de tanto
experimentarlos, potencialmente podemos llegar a ser indiferentes ante
ellos e incluso percibirlos como si fuesen buenos. Hace poco me bañé y
mi esposa me preguntó si no había sentido muy fría el agua. El asunto es
que después de un mes sin gas, ya ni me estaba dando cuenta de si el
agua estaba caliente o fría, lo cual es importante, ya que vivo en una
ciudad en donde a las cinco de la mañana las tuberías están heladas.
Lo cierto es que me di cuenta que me había acostumbrado a
bañarme sin reparar en la temperatura de la ducha. ¿Acaso somos capaces
de acostumbrarnos a cualquier cosa? ¿La tan estudiada indefensión
aprendida que bien hace su efecto en las ratas de laboratorio tiene el
mismo poder en los seres humanos? ¿Cuánto y qué debe pasar para que el
país cambie hacia una ruta menos traumática? ¿O ya es demasiado tarde y
las colas, la escasez, la inseguridad, la inflación y el profundo
malestar que generan ya forma parte de nuestras vidas?
Esa extraña normalización de lo más extravagante ya ha
minado gran parte del espíritu de mi gente y creo que en muchos aspectos
existen cosas casi imposibles de corregir. A mí me cuesta entender a
quienes celebran la actual situación de Venezuela. Me cuesta aun más
tratar de ponerme en lugar de quienes aspiran a que el país desmejore,
creyendo que el deterioro del mismo potencialmente induzca un cambio. Si
el país empeora, las posibilidades de una recuperación cercana,
obviamente se hacen cada vez más remotas.
“No podemos hacer nada y no hay nada qué hacer” pareciera
que se vuelve una fatal consigna generalizada que recurrentemente
escuchamos quienes nos intervinculamos con “la gente de a pie”, que por
lo que estamos viendo, será casi la totalidad de la población. Esa
actitud, lejos de despertar un poco de animosidad, nos conduce de manera
circular a la tristeza y la minusvalía, haciendo que ante una situación
en donde se debería activar lo mejor de la persona, por el contrario,
es vencida por la sumisión y una aceptación fatalista de la existencia.
La que una vez fue legendaria por la generosidad de su
gente e infinitas riquezas naturales, cada día que pasa se va llenando
de una atmósfera malsana donde pareciera emanar la melancolía, así como
si se tratase de una fuente mustia haciendo infinitas espirales, en el
cual conforme se van dando giros se siente como si se estuviese viajando
a gran velocidad al fondo de las profundidades malsanas. Hoy la
dinámica venezolana pareciera que no tiene fin en relación a un cambio
de rumbo para bien.
Uno apuesta por liderazgos que sean capaces de hacer una
lectura de la realidad de quien menos tiene y más necesita de los
extravagantes mecanismos con los cuales se maneja nuestra economía, pero
contrario a eso, hay una búsqueda inusitada de formas inéditas de
entender y hacer uso del poder, en la cual el ciudadano no figura como
el fin último que debe beneficiarse para hacer del país un lugar mejor
para todos. ¿Cuánto puede durar una situación de irresolución como la
que estamos viviendo? La respuesta se puede dar sin cortapisas. La
nación puede durar en un estado de conflictividad y desazón tanto tiempo
como se permita que eso ocurra, o lo que es peor, tanto tiempo como el
que se induzca para que ello ocurra. Sobran ejemplos de naciones que
llegaron a ser admiradas y envidiadas por su grandeza y cayeron en la
más profunda oscuridad.
La que debería estar mostrando las más extraordinarias
obras producto de una riqueza petrolera que ha deslumbrado al
continente, es hoy una nación arruinada, que va directo por la senda de
los Estados fallidos, haciendo eco en todos los rincones de lo mísero
que somos y de las consecuencias de tratar de cambiar a una sociedad
amparados en fórmulas anacrónicas que no se corresponden con un proyecto
serio de país. Tal vez sea la actual la más irresponsable expresión de
lo que puede llegar a hacer una dirigencia política en el poder, cuando
no está capacitada para ejercerlo, siendo la improvisación el lema con
el cual se trata de imponer la fuerza de quien no genera el bienestar
que todo pueblo aspira.
Pienso que la lucha más dura es la que hace el ciudadano
sosegado, quien trata de mantenerse de pie ante las más altisonantes
contrariedades, tratando de buscar en su propio mundo las cosas que
infaliblemente lo mantienen activo y evitan que se desestructure por
completo. Mis héroes de estos tiempos son esa gente que prefiere lo
anónimo y no es dada a estar pegando gritos ni a estar descalificando a
los otros, sino que busca dentro de sí mismo esa naturaleza propia de lo
mejor del ser humano que protege contra el envilecimiento y da alegría a
quienes les rodean. Considero heroicas a esas personas que apuestan por
trabajar, que parecieran haber sido sacadas de una obra acerca de la
terquedad, que siguen enarbolando el ideal de querer un mejor país y a
quienes el tiempo pareciera hacerlos más determinados.
Twitter: @perezlopresti
Ilustración: @odumontdibujos
Twitter: @perezlopresti
Ilustración: @odumontdibujos
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 05 de diciembre de 2017
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