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DECEPCIÓNAME MUCHO
Una llamada
matutina, de un domingo que prometía ser plácido, interrumpe un sueño
entretenido para plantearme a manera de desayuno, los alcances siempre
inconmensurables de las relaciones humanas. En el teléfono escucho una
lastimosa voz, salpicada de lágrimas de mujer bonita, que enfáticamente
repite una y otra vez lo mucho que he decepcionado a la persona que hace
tan grande queja. Como creo haber vivido antes alguna que otra
situación parecida, decido despedirme cordial y delicadamente y
dedicarme a preparar un desayuno que me nutra lo suficiente como para
sentarme a escribir. La cocina se ha convertido en mi sala de meditación
favorita, así que mientras pico los tomates y las cebollas y bato los
huevos para hacer un perico, trato de sacar la cuenta del número de
veces que he sido acusado de decepcionar a alguien durante el transcurso
de mi vida. Tal vez unas mil veces; eso sin contar aquellas de las que
jamás me enteré y espero no enterarme. Tendría, además, que considerar
si antes de los tres años (edad a partir de la cual conservo recuerdos)
llegué a provocar que alguien se sintiese decepcionado por mí. En tal
caso la lista será mucho más larga. Tratando de abrir el abanico de
posibilidades de haber decepcionado a algunos, incluiría las veces que
mis maestros de la primaria me reclamaban lo que no les parecía
correcto, como la vez que le rompí la nariz a Jimmy o cuando me oriné
los pantalones o cuando asalté el baño de las niñas. En un bachillerato
un tanto huraño, no podría dejar afuera, las citaciones al representante
por parte de la profesora de historia, o el haber reprobado química en
quinto año y no haber podido acudir al grado. Cuando me hice
universitario, creo que la capacidad de decepcionar a las personas
adquirió un carácter bastante exponencial, lo cual aunado a mi
propensión de venerar a mujeres inteligentes y hermosas, terminó por
casi batir una especie de récord, que me ha hecho sentir unas cuantas
veces, un muy genuino representante del género de los decepcionadores,
con toda la carga de culpas y autorreproches que ello genera. Aun más
traumático cuando la persona que acusa, está vinculada al efecto de este
simple mortal. No sé si soy el hombre que más decepciones ha generado
en la historia de la humanidad, aunque lo haya creído con bastante
convicción unas cuantas veces. No sé si se me pueda comparar con Hitler o
el hermano Alberto (este último me dio clases en el Colegio La Salle).
Tampoco sé qué han sentido y pensado los que se han sentido
'decepcionados'. Lo que sí he logrado, es descifrar el enigma de la
decepción. Decepcionar a alguien es simplemente no hacer lo que esa
persona quería que hiciésemos. La respuesta es muy simple: Cuando no
hacemos lo que el otro quiere, se nos hace la consabida acusación. Eso
es todo. Decepcionar es rebelarse a complacer una petición.
Creo haberme sacudido unas cuantas pulgas, como
para hacer una solemne proclama, que se me ocurrió mientras le daba
forma a las arepas. Pienso seguir decepcionando a mucha gente. Creo que
nuestro tránsito por la tierra debe incluir el derecho a decepcionar
cuantas veces nos parezca. Decepcionar es simplemente vivir con la
ambición de poseer aunque sea un puñado de libertad.
(Tomado de La creación del rosado, 2006)
LAS MUJERES Y LA VIDA
Sube el
telón y aparece dando traspiés, por el empujón que le dieron para que
saliera al escenario, un saltimbanqui bastante pálido con lentes de
miope severo, tratando de reír para estar más o menos a la altura de la
gracia, mientras se dice a sí mismo: -“Yo, que no sé reír, estoy
tratando de esbozar una sonrisa. En medio de este escenario, entiendo
que se trata de la sonrisa de un hombre que no entiende nada, un tonto,
probablemente”.
Irrumpe la música de los circos y los carnavales y
nuestro actor empieza a ejecutar la sagrada función de improvisar. Los
discursos concurren con la facilidad del charlatán que maneja las
palabras con estudiados criterios investidos por los tecnicismos y las
pseudociencias. La ovación no se hace esperar. Un mejor día para nuestro
trágico saltimbanqui. La semana pasada fueron huevos y tomates podridos
los que le lanzaron con furia. Esta semana no paran de aplaudirle. La
fama –piensa- , “voto de las muchedumbres”. Recuerda que no puede dejar
de desempeñar su oficio, sencillamente porque es el único que existe
para él. Da una mirada fugaz al público y se da cuenta de lo cercano que
está de todos esos miserables con los que comparte el oficio de
saltimbanqui y han venido a su presentación para que ese gesto les sea
retribuido. Mañana verá la función de cada uno de los que vinieron a
presenciar su espectáculo.
Comienza el telón a bajar y nuestro personaje casi
cae al suelo por el infinito agotamiento que lo invade después de cada
actuación. Las cuerdas son manejadas por una hermosa mujer. Mágica
tramoyista sin la cual el saltimbanqui, sencillamente, no existiría.
Desde ese oscuro rincón ella suelo soplarle lo que tiene que decir
cuando por cansancio, por tedio o por ambos, no recuerda el argumento.
Ella lo recoge del sitio cuando el telón toca el suelo. Lo baña, lo
viste, lo alimenta y lo consuela.
Mujer, alimento para el espíritu y para las
carnes. Mina inagotable de hedonismo. Con tus múltiples efluvios y
sagrados vahos íntimos. Único refugio tangible en esta tierra tan
gastada.
Es tu fortaleza la que mueve los engranajes de
este mundo tan carente de suaves vientos. Sólo ante tu presencia somos
capaces de mostrarnos sin telas. Aunque tratemos de disimular nuestros
infinitos y muchas veces infames defectos, sigues subiendo y bajando el
telón en estos escenarios tan fríos. Esencia, principio y fin de todo
proyecto inasible. Tu presencia es la parte viva de la vida, sin la
cual, sabido es, el saltimbanqui habría desaparecido hace ya mucho
tiempo.
(Tomado de La creación del rosado, 2006)
EL PSIQUIATRA Y DON QUIJOTE
A Don
Quijote le dio por tratar de defender causas justas, o sea, causas
perdidas. Cuando Don Quijote salió a pelear por causas perdidas, todos
pensaron que se trataba de un loco. Todos salvo Sancho. Como Don Quijote
era visto como un loco, las personas entendieron por qué le había dado
por resolver causas perdidas. Mi trabajo consiste en defender a los
Quijotes del mundo. Para tratar de proteger y luchar por los Quijotes,
decidí salir al cruel escenario del mundo y me hice psiquiatra, que es
algo así como tratar de pelear por causas doblemente perdidas. Los
psiquiatras somos defensores de Quijotes; por eso hay quienes piensan
que también estamos locos. Sin embargo, existen Sanchos que creen
ciegamente en nosotros.
Sancho Panza era un hombre ignorante que creía en
Don Quijote. La locura de Don Quijote le dio vida a Sancho y lentamente
lo fue transformando en un hombre mejor. Podríamos decir que Sancho era
un iluso que se fue volviendo sabio. Tan intensa es la fuerza de la
locura.
En el mundo (siempre escenario cruel), se nos
castiga por volar. La fantasía (prima segunda de la locura) y la poesía
(hermana mayor de la locura) muchas veces son perseguidas y hasta
exterminadas. Con la fantasía, a veces se comete el temerario acto de
acallarla por algún tiempo. Pero contra la poesía nadie puede. Ella
(mujer al fin), se las ingenia para terminar siempre saliéndose con la
suya. Resurge de la nada tantas veces como número de afrentas se
comentan en su contra. Inevitablemente termina siempre saliendo airosa.
Único repelente universal contra la muerte, suele salir de paseo con
frecuencia, tomada de la mano de su muy querida hermanita, la traviesa
locura.
Lo que la poesía ignora (o tal vez se hace la
loca), es que la locura a veces se desdobla y se convierte en un
espantoso monstruo de mil cabezas, que trae el sufrimiento y la
amargura. Es aquí donde hace su aparición el psiquiatra. No podría ser
más ambiciosa su labor: Tratar de hacer que el monstruo de mil cabezas
vuelva a ser la traviesa hermanita de la poesía. Un viejo escudo de gran
valor artístico hace juego con sus escasos, pero poderosos instrumentos
de trabajo. Una linterna con seis pilas, un grueso libro sacado de un
santuario llamado biblioteca científica, un puñado de cápsulas, alguna
que otra inyectadora y una paradójica y mágica capa con la cual le es
posible 'desaparecer sin dejar de ser visto', irrumpiendo entre los
alborozos de la locura, con las palabras exactas, calculadas siempre con
muy precisos cuentagotas.
Como toda batalla condenada a perpetuarse hasta el
infinito, los resultados de tan ardua lucha van apareciendo en forma
esporádica. Algunos días son de gloria y en otros, el negro luce más
claro. El psiquiatra debe esperar siempre el traicionero ataque del peor
de sus enemigos: La ignorancia que vulgarmente todo lo inunda. Temible
reptil que se arrastra, y ante el cual debemos permanecer siempre
vigilantes. Ningún grado de crueldad es mayor, que aquel que se comete
por ignorancia, en este campo de batallas en donde tantos antecesores
han sido vencidos.
Enrevesado trabajo este, el de andar de la mano
con Don Quijote. Es mi vida, y no concibo otra manera de vivir.
(Tomado de La creación del rosado, 2006)
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