Cuando
Winston Smith sintió el aroma penetrante del café tostado que llegaba del fondo
del pasillo, se detuvo involuntariamente. Durante algunos segundos volvió al
mundo medio olvidado de su infancia.
Este
párrafo es uno de los que compone el libro 1984 de George Orwell. Cuando un
pensador intenta exponer los contenidos de una reflexión a través del ensayo,
el libro tiende a padecer el confinamiento de solo ser leído por élites. El
ensayo, de manera general, al plantearse como un texto específico acerca de un
asunto puntual, reduce su potencial de expansión. Cuando el hombre de ideas
hace uso del arte para manifestar las cosas que le interesan, el alcance de la
obra va mucho más allá, al extremo de poder inundar los sitios más inesperados.
La
dimensión artística le da fuerza a los poderes que posee la obra y trasciende
en su capacidad de difusión a una mayor cantidad de personas. Lo vemos desde: en Don Quijote de La Mancha de Miguel de
Cervantes Saavedra hasta en El nombre de
la Rosa de Umberto Eco.
1984
es una novela que, entre otras cosas, trata de alertarnos acerca de la
desgarradora experiencia de vivir en un totalitarismo. Obviamente Orwell se
refiere a los grandes experimentos sociales que ocurrieron en el siglo pasado y
pareciera que todo el tiempo está tratando de advertir acerca de que esos
peligros no deberían volver a ocurrir más nunca, porque se trata lastimosamente
de aplicación de técnicas harto conocidas de control social a grandes grupos
humanos, que jamás debería repetirse.
Sin
embargo, para muchos, al ser una expresión de carácter artístico que trata de
prevenir los peligros de lo transitado, les queda la impresión de que se trata
de un curioso y emocionante relato acerca de los infortunios de un individuo en
relación a problemas históricos ya superados. ¿Por qué el hombre en general no
tiene conciencia histórica de su pasado atroz? La respuesta es tan sencilla
como abrumadora: Porque tampoco tiene idea de lo que le acontece. El hombre de
cualquier tiempo ni entiende ni está consciente del tiempo que está viviendo,
lo cual es una paradoja perfecta.
Al
hallarse inmerso en su propia época, el ser humano no puede comprender el
tiempo en el cual vive porque no posee la perspectiva histórica para
analizarlo, así como tampoco puede comprender bien el pasado porque simplemente
no lo vivió y lo que atrapa de ese tiempo que ya no existe es una suerte de
interpretación deformada de las cosas.
Esa
doble condición, la de no poder atrapar mentalmente el pasado y de no entender
el presente por estar abrumado en su seno, marca nuestra forma de pensar y hace
que bajemos la guardia y abriguemos las más ingenuas esperanzas con respecto a
la manera de solucionar los problemas.
Si
hay alguna esperanza, escribió Winston Smith, está en “los proles”. Winston pensó que “los
proles” seguían con sus sentimientos y pasiones. No eran leales a un
Partido, a un país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua lealtad unos a
otros. Winston llegó a pensar que algún día muy remoto recobrarían sus fuerzas
y se lanzarían a la regeneración del mundo. Esta lectura de la realidad habla
de su ingenuidad, puesto que en realidad lo único que representa la esperanza
en 1984 es Winston Smith, porque es capaz de darse cuenta de lo que está
ocurriendo y se vuelve potencialmente peligroso para la estructura totalitaria.
Lo único que representa la esperanza en cualquier sistema totalitario es el
individuo y es desgarradora su suerte porque se convierte en una amenaza para
el sistema.
Cuando
escucho dirigentes políticos de cualquier tiempo abrigando las más disonantes
ideas, siempre me he preguntado de qué clase es su ego que los castra
intelectualmente y los anula. ¿Acaso un dirigente social de cierta jerarquía no
debería tener un mínimo de formación intelectual que le permita discernir
acerca de cuáles asesores escoger? Ha sido suficiente el camino andado para no
repetir los mismos errores de manera circular hasta el infinito. El individuo
con liderazgo, desde el plano de sus convicciones bien estructuradas, es un
catalizador de cualquier cambio que se desee impulsar, y lo es porque en su
afán de obtener logros puntuales, no se deja abatir en lo que respecta a sus
convencimientos.
El
líder es líder precisamente porque es el que orienta en relación a lo que se debe
hacer y no se amilana ante la infinitud de insulsos puntos de vista que rodean
y minan su camino. Es líder porque es capaz de filtrar lo que escucha y no deja
que sus propósitos sean aplastados. El líder es sordo ante la estupidez.
El
siglo XX dejó claras y espantosas enseñanzas que le anularon la vida a varias
generaciones de personas, pero a la vez produjo genialidades sin par. George
Orwell es consecuencia de ese atroz tiempo. Que en el siglo XXI se repitiesen
tragedias similares a las que ocurrieron en el siglo XX es una condena que solo
le puede ocurrir a pueblos con individuos y liderazgos muy desprevenidos.
Twitter: @perezlopresti
Ilustración: @Rayilustra
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 07 de noviembre de 2017
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