Hay
personas a quienes el pasado los persigue como una especie de sombra maligna
que los deja atrapados en una suerte de mundo de pesadillas recurrentes. Gente que
por privación o depravación de su entorno, son devorados por las circunstancias
que les ha tocado vivir. Cada evocación al pasado es fuente recurrente de
malestar y se les dificulta salir de esa especie de hueco de donde no logran emerger.
Otros
sortean los más indescriptibles obstáculos, se oponen a las circunstancias más
oscuras, tienen en la vida una gran claridad de propósitos y alcanzan las metas
que se plantean. Se implantan ante los infortunios, confrontan los accidentes y
el pasado es una suerte de terreno en donde por más duras que fueron las
circunstancias, se impone el temple del combativo, en quien por estructura no
hay manera de vencer, porque la vida es la representación de que se está para
luchar y el pasado es el ejemplo de ello, ya que se han impuesto a los
acontecimientos.
Un
tercer grupo, entre quienes me incluyo, vemos el pasado con cierta placidez.
Tendemos a pasar la página como modo de conducirnos y recurrimos a lo vivido
para saber qué se debe hacer ante una circunstancia en particular. Cada vez que
tengo dudas con respecto a algo, trato de recordar alguna anécdota o conseja de
mis padres y el asunto se resuelve con relativa facilidad. La experiencia vital
de tener figuras parentales sólidas, afectuosas y presentes es el gran regalo
que nos ha dado la vida.
Como
el anecdotario de cada uno es la brújula con la cual va construyendo la
realidad, a veces, cuando las cosas aprietan, evoco mi pasado y cuando el
asunto es muy duro, la evocación va directa a la infancia. Soy de las personas
que tuvo la fortuna de tener una infancia feliz. Crecí en una Venezuela en
donde la gente desbordaba de amabilidad y casi todo el tiempo que podía, andaba
en una bicicleta, a toda velocidad, dando vueltas por todas partes con una
sonrisa de oreja a oreja.
Debo
tener más de trescientos puntos de sutura en el cuerpo con sus respectivas
cicatrices y brazos, piernas y costillas fracturadas y la mitad del pie
izquierdo inmóvil. Por fortuna, no me llevaron al psiquiatra y si lo hicieron
debe haber sido muy bueno porque nadie me diagnosticó déficit de atención con
hiperactividad ni Asperger, categorizaciones frecuentes con las cuales sale del
consultorio un abultado número de niños del siglo XXI. Cuando yo era niño,
simplemente era “tremendo”, que era la tipificación que se usaba en la época.
De
ese anecdotario del cual suelo sacar una historia de vida cada vez que
establezco comunicación con un grupo, hay una en particular que ha estado
dándole vueltas a mi cabeza en estos días y es lo que me pasó con el camión de
los refrescos, suerte de imperativo de aprendizaje moral que me quedó para
siempre. Los camiones de refresco estaban en todas partes y había un servicio
de reparto a domicilio de gaseosas una o dos veces por semana. Usualmente era
un conductor y su ayudante, quienes casa por casa iban repartiendo cajas de
refrescos que incluso algunos clientes pagaban a final de mes. Mis amigos
solían sortear a los trabajadores del camión y de manera recurrente hurtaban
refrescos y los mostraban literalmente como un trofeo. En realidad no era por
no poderlos comprar, sino por realizar el transgresor acto de robarse la bebida
y luego exhibirla generando aplausos. A mí la cosa me parecía un poco rara
porque mi madre siempre nos hablaba de lo malo que era robar y mis compañeros
hacían alarde de lo sustraído.
Debo
haber tenido menos de diez años cuando comenzó mi carrera delincuencial y
aproveché que el conductor estaba en la cabina contando plata y el ayudante
llevaba una caja de refresco en una carretilla hacia una casa cuando de manera
ágil y fugaz me robé la bebida. La emoción fue grande y salí corriendo a mi
casa, botella en mano, para mostrarle la gaseosa a mi mamá.
Llegué
a la casa y le dije a mi madre que había robado la bebida, jactándome de la
alegría que me producía y esperando que ella se contagiase de mi exaltación por
el logro. La cosa es que para que no pudiese salir corriendo, me amarró por los
pies y me dio una soberana paliza con un pedazo de manguera. Era la primera vez
que me pegaba y ese día y para siempre terminó mi carrera delictiva. Me soltó
los pies y yo entendí claramente que lo que había hecho era extremadamente
grave y así se lo hice saber.
Mi
madre me dijo que ese no era el castigo para el ladrón. Que tenía que ir a
devolverle el refresco al trabajador del camión y pedirle perdón. Con la cara
roja de vergüenza fui y el hombre me dijo que me quedara con la bebida, que la
disfrutara y tuve que rogarle que me la aceptara porque de lo contrario mi mamá
me iba a rematar al llegar a la casa. Una sonrisa de medio lado se le escapaba
al repartidor. Creo que a los niños no se les debe castigar físicamente, mas
viéndolo en perspectiva: ¡qué buena fue esa paliza que me dio mi madre!
Twitter: @perezlopresti
Ilustración: @Rayilustra
Publicado en el
diario El Universal de Venezuela el 31 de octubre de 2017
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