viernes, 1 de abril de 2016

Padres, hijos y educación


La primera vez que subí una montaña tenía cinco años. Mi padre daba clases en la que actualmente se llama ‘Facultad de Ciencias Forestales y Ambientales’ de la Universidad de Los Andes y frente a dicha dependencia existe una loma que los merideños llamamos “el cerro de forestal”. Como mi padre es botánico, solía llevarnos a mis compañeros de estudio y a mí al campo en un afán de sembrar el espíritu conservacionista y el amor por la naturaleza en cada uno de los que lo acompañábamos. Tomaba una rama o una hoja, la miraba con una lupa y decía su género, especie y nombre común. 
No es frecuente tener un padre botánico a quien acompañar a realizar trabajos de investigación. Recuerdo un experimento que consistía en tomar muestras de plantas en los bosques que se encuentran en la ruta hacia el Pico Bolívar. Una investigación que requirió creatividad para recolectar especies a varias decenas de metros del suelo en las ramas de los gigantescos árboles. Desde bromelias hasta hongos, el esfuerzo requirió trepar los árboles con cuerdas especiales que mi padre se ataba al cuerpo, usando unas enormes varas de aluminio con una tijera y una canasta en la punta, que permitía hacer la toma más distante. Sus trabajos eran publicados en revistas especializadas y en el presente sigue siendo consultado por expertos.

La esencia de lo que mi padre hacía, solía resumirlo con la siguiente expresión: “Si lo oyes lo olvidas, si lo ves lo crees, pero si lo haces lo sabes”. Era el hacerlo y no decirlo, lo que le daba auténtico valor a las experiencias vitales. La idea de que el que hace las cosas propias de su oficio es el que verdaderamente conoce su labor. Por eso cuando asistía a una sus clases, estaba presenciando a un experto en el tema, quien además era capaz de enseñar a otros sobre lo que conocía ampliamente en el terreno.

En la casa de mis padres había una gran biblioteca. Un día me puse a ojear unos libros y descubrí que estaban escritos en unos caracteres desconocidos. Pregunté y me dijo que era el idioma ruso. Así descubrí que mi padre además de encaramarse en la copa de los árboles como Tarzán, sabía varias lenguas. Entonces quise imitarlo y me dio por leer. Un día le pregunté por ciertos libros bellamente presentados y me dijo que eran las obras completas de Marx y de Engels. “Si vas a ser comunista o no, debes leerte estos libros”. Desde esa época, y luego de haberme leído tamaños textos, siempre he dicho que la obra de Marx la leí siendo un niño. La gente suele reírse pensando que es una broma, cuando en realidad es una experiencia de muchacho. 

El culto al conocimiento siempre iba más allá. Siendo ingeniero forestal especialista en botánica,  licenciado en educación, docente de varias escuelas y materias  en la Universidad de Los Andes y científico reconocido a nivel mundial, a los 49 años decidió hacer todo eso a un lado, se jubiló y se dedicó al derecho. Como abogado litigante se especializó en derecho laboral y solía ir todos los días a los tribunales hasta casi el presente. A mis padres les debo la educación que me dieron y su ejemplo de vida.

¿De dónde sale una persona así?

Mi padre pasó su infancia en un campo ubicado en el estado Lara llamado “Pozo Arriba”. De niño era pastor de cabras. Cuando leí a Miguel Hernández,  le dije a mi papá: “Mira, éste poeta era pastor como tú”. Vivió una infancia rural marcada por el contacto con la naturaleza, sus fenómenos y la interpretación de los más disímiles instrumentos musicales. El abuelo Valentín, padre de mi padre, es un reconocido floklorista que cultivó el “Tamunangue” como pasión de vida y tenía una distribuidora de leche que surtía a El Tocuyo, repartiendo la misma en una tropa de bicicletas. Para mi abuelo, lo más importante era que sus hijos estudiasen en la universidad de Mérida, por lo que mi papá de pastor de chivos fue a la universidad autónoma y con una beca logró graduarse y ser profesor universitario, además de hacer estudios de botánica avanzada en los Estados Unidos. Ese es uno de los más grandes éxitos en materia educativa de nuestra nación. La posibilidad de que sus más disímiles hijos hayan tenido acceso a una educación gratuita, de extraordinaria calidad con un elemento igualitarista que unificaba a personas provenientes de los más distintos orígenes.

En las universidades autónomas todavía subsiste una calidad que comprobamos cuando tenemos la oportunidad de estudiar en el exterior. Nuestras universidades autónomas siguen brindando la oportunidad a los venezolanos de todos los orígenes de tener una educación de altura. Lo digo con conocimiento porque provengo de su seno y como académico me entusiasma que ante tantas adversidades todavía se cultive en Venezuela la pasión por el estudio.

Cuando algún muchacho un tanto desorientado me pide un consejo, sólo insisto en que no deje de estudiar: El estudio es la gran herencia que se nos deja a una generación a la cual pertenezco y suelo defender.




Twitter: @perezlopresti   



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 28 de marzo de 2016         


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