Existe una larga tradición apegada a lo
civilizatorio en la cual los grandes actos humanos o las más importantes
transformaciones sociales, se hayan vinculadas con un evento, con un
acontecimiento en particular que es interpretado de manera mística, cuando no
es literalmente una tragedia. Esa tradición humana de relacionar lo
trascendente con un hecho o una serie de circunstancias negativas específicas,
se repite independientemente de los tiempos y de las más disímiles culturas.
Lo vemos cuando Buda hace su
transformación personal y de manera reveladora descubre “la vejez, la
enfermedad y la muerte” o cuando la desventura de una condena carcelaria
modifica todo el ideario de Nelson Mandela. Es una difundida tradición en la
cual se asume que en la trascendencia propia que da el sufrimiento individual o colectivo, es como se logra alcanzar un nivel espiritual más elevado.
Esa visión, en la cual solo a través
del sufrimiento se pude lograr trascender, tiene su ícono universal a través de
la imagen de Jesucristo y la cruz como simbología de identificación entre los
cristianos. Pero Jesucristo no hubiese podido llegar a ser lo significativo que
es para la cultura universal si no es por la existencia de San Pablo, que pone
en marcha un proyecto de expansión de las ideas que cultivaba un grupo de
judíos en un rincón apartado del Imperio Romano.
El 25 de enero de cada año se conmemora
lo que espiritualmente se considera el proceso de “conversión” hacia la fe
cristiana. Todo el episodio es de una simbología de gran riqueza, que se basa
en el momento en que Saulo (su nombre hebreo) o Pablo (su nombre romano),
cuando se hallaba persiguiendo romanos camino a Damasco, se topa con un
resplandor celestial que le hizo caer del caballo dejándolo enceguecido,
mientras escuchaba una voz que le decía: “-Soy Jesús de Nazareno”. La impresión
no podía ser mayor, sufriendo Saulo una crisis personal en la cual de manera
abrupta pasa a creer en lo que no creía y abandona lo que eran sus convicciones
hasta ese momento.
A raíz de este hecho, una pequeña secta
judía, internada en la ciudad de Jerusalén, marginada del Imperio Romano, llegó
a convertirse en una religión universal. Nada de esto hubiese sido posible sin
la extraordinaria labor política (acciones) de Pablo o Saulo de Tarsos, quien desde
el momento de su conversión va a dedicar los treinta años de vida que le quedan
a la misión de contribuir en un grado incomparable a transformar las ideas
religiosas de la secta judía en la devoción general que llegó a ser más tarde
el cristianismo.
A raíz de este incidente
extraordinario, un hombre que estaba persiguiendo cristianos con una violencia
aviesa y una pasión inaudita, que incluso presencia el martirio de San Esteban
y participa espiritualmente en su crimen, pues guarda las ropas de los que le
arrojaron piedras, se transforma, se “convierte” e interviene en las grandes
decisiones que hicieron que la fe cristiana se expandiera por el orbe.
Durante tres décadas, luego de ganarse
la confianza de los viejos apóstoles, recorre prácticamente todo el mundo
conocido de su tiempo, de poblado en poblado, luchando, sufriendo persecuciones
y sembrando infinitud de iglesias a su paso. Su habilidad verbal es tal que convence
a Pedro, a Santiago el mayor y a Juan y logra que se permita “ser cristiano sin
ser judío” lo cual es el empuje imprescindible que requería la secta para
transformarse en una religión universal.
La obra de San Pablo está vinculada con
persuadir. No solo para convencer desde lo estrictamente religioso, sino para
modificar la cultura y modos de vida de su tiempo hasta el presente. Cuando una
idea es planteada, solo queda a nivel de recreación intelectual, pero lo que
San Pablo hace es un acto solemnemente político de carácter proselitista en el
cual no solo ha de modificar la manera de pensar sino de actuar.
A veces, las sociedades han de pasar
por situaciones de penurias en donde aparece lo luminoso luego de transitar el
camino del sufrimiento. Es propio de la tradición cultural que se tienda a
pensar que una cosa implica la otra. La existencia de hombres que padezcan
tragedias personales y de grupos que cargan con las privaciones propias de su
tiempo, inexorablemente se terminan concatenando para precipitar los cambios colectivos.
A estos fenómenos, en los cuales participa un conglomerado, guiado por un
liderazgo personificado en “alguien”, le atribuimos el nombre de “historia”.
La vida de San Pablo no podía terminar
de manera diferente a como finalizó. Hacia el año 67 fue preso y condenado a
muerte. Muere decapitado en Roma, pues como era ciudadano romano gozó de este “privilegio”
y no fue crucificado. Su legado político-religioso y su misión católica-ecuménica
forma las bases del mundo que conocemos.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela
el 04 de abril de 2016.
Ilustración: @odumontdibujos
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