miércoles, 8 de julio de 2015

Historia universal de la fealdad


El culto a la belleza es propio de la civilización. Lo es fundamentalmente por dos razones: Primero, porque lo bello es visto como un valor. En segundo lugar, porque los feos somos mayoría, por lo tanto la belleza es excepcional, agradable, cautivadora y paralizante.

Es tan notoria la presencia de lo hermoso, que nos olvidamos de los espacios conquistados por lo feo, incluso por aquello que nos produce repulsión o desagrado. La estética de lo horrible, ocupa un lugar que también trasciende y repercute en la cotidianidad de la cultura. Como en una especie de gran balanza, lo abundantemente feo y lo inusualmente bello crean una especie de equilibrio paradójico. A fin de cuentas, se es bello por una cuestión excepcional. “Lo feo es por falta de belleza”, bien pudo haber apuntado San Agustín.

En el caso de la psicología, por ejemplo, la minusvalía de Adler lo llevó a formular la tesis del “complejo de inferioridad” como motor de la historia. Los defectos físicos de este célebre psicoanalista no sólo lo indujeron a formular una teoría sobre los logros de lo contrahecho y sus consecuencias, sino que en su vida privada, se le asoció a relaciones sentimentales con mujeres muy atractivas, tal vez como compensación, expuesta en su teoría.

De políticos feos sobran ejemplos, desde Claudio el Emperador Romano, hasta el presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln. Este último era muy alto, desgarbado, de manos y pies enormes. Usaba un llamativo sombrero de copa y casi siempre vestía de negro. De gran fortaleza física, era capaz de vencer a cualquiera, pues practicaba la lucha como deporte. Era notable por su asimetría; tanto, que antes de marcharse de Springfield, en dirección a Washington (en realidad a la Casa Blanca), se dejó crecer la barba porque una niña de doce años le había escrito una carta diciéndole que las señoras encuentran que los hombres con barbas son más respetables y de mejor aspecto. Tan hosco lucía el prócer y mártir norteamericano que se vio conminado a atenuar los duros rasgos de su rostro volviéndose un barbudo.

En el cine contemporáneo, la grotesco es notable en el caso de Woody Allen, quien no sólo escribe, produce y dirige sus películas sino que es el protagonista de la mayoría de ellas, en una suerte de exhibición infinitamente narcisista de su fealdad física y su retorcido mundo interior, atormentado por la neurosis y las preocupaciones propias de la gente fea. No es casualidad que la enfermedad aparezca en su propuesta estética a través de la exposición recurrente de lo hipocondríaco y de un ego tan gigante como malsano.

Lo antiestético es también una apuesta hacia la historia cuando se intenta unificar a través de lo igualitario, lo que no produzca diferencias, lo que se asemeje más a la mayoría. De allí que si tuviésemos que hacer una representación gráfica del hombre-masa del cual nos habla Ortega y Gasset, el mismo tendía que ser feo, dado que la fealdad es mayoritaria y colectiva.  Si surgiera un nuevo “Manifiesto” proselitista, tal vez tendría mucha más efectividad si dijese “Feos del mundo, uníos…” Eso sí y sólo sí reconociésemos nuestra condición.

El asunto es que por más que lo horripilante cunda, lo mismo no es admitido, pues a muchos les produce desagrado la aceptación de su propio afeamiento. Tanto, que abundan quienes se gastan hasta lo que no tienen en modificar su apariencia  ante los demás, lo cual incluye desde la inversión en implantes de pelo hasta las toneladas de silicona y sustancias afines que son el eje de ciertas formas de negocios que generan infinitas ganancias debido a que el hombre en general rechaza la aceptación de su horrible aspecto.

La industria publicitaria no escatima esfuerzos en producir tormentos y frustraciones en aquellos que no se asemejan a los hombres y mujeres que aparecen como modelos de belleza a imitar, lo cual es en realidad una estrategia para despertar  la envidia y el descontento. No nos parecemos a aquello que se nos intenta mostrar como bello, pero en vez de aceptarlo y ser felizmente horripilante, sobran quienes son víctimas de la idea de querer dejar de ser como se es.

En realidad hay dos cosas propias de lo bello que no podrán ser modificadas: 1) El tiempo altera la belleza. De ahí que no debe sorprendernos cuando descubrimos que afortunadamente no prosperó el esfuerzo por conquistar aquella muchacha en el bachillerato, cuando nos la conseguimos hoy en el supermercado con la piel brillante de tantas cirugías y cicatrices abdominales que deslucen, en un inútil esfuerzo por espantar el cronómetro. 2) Lo bello, por más bello que sea, si no va acompañado de otros atributos, termina por aburrir.

Buen consejo me dio mi madre, cuando viendo que mientras más horrendo me iba volviendo, me decía con su enjuta gestualidad y absoluta seguridad discursiva: “No te preocupes hijito, que el hombre es como el oso, mientras más feo (y allí venía su inefable eufemismo)… más gustoso”.




Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 29 de junio de 2015. 

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