Bien
abrigada, tanto que ni la conocí a pesar de estar sentada a mi lado, me
preguntó si me acordaba de ella. Era una colega que trabajó conmigo en la
Universidad de Los Andes, con quien incluso llegué a publicar un trabajo de
investigación en una prestigiosa revista de psiquiatría, actualmente
desaparecida.
La última
vez que nos habíamos visto en Venezuela, me explicó que se dedicaba a la magia. -¿Cómo así?, le pregunté- Domino el difícil arte de estirar la
quincena, me respondió. Lo cierto es que las circunstancias pudieron más
que ella, trató de seguir dando clases y montar un negocio, como emprendedora,
vendiendo comida congelada, pero la falta de electricidad en el país no solo
acabaron con su negocio, sino que sus artimañas con el sueldo, por más
estiramiento que pudiera artificiosamente crear, terminaron por reducir su
dieta a cambures con agua.
Primero
trató de trabajar en Colombia, pero no dio pie con bola con los empleos, luego
trató de dar clases en Ecuador, pero las trabas burocráticas fueron más fuertes
que ella, luego pasó por el Perú de las inestabilidades laborales que le
hicieron perder otra media docena de kilos, para terminar en Chile, en donde es
mesera y ya está planeando irse para Uruguay. Posee un currículum como pocas
personas que conozca, con un pregrado con menciones de honor, una especialidad
y una maestría, ganadora por varios años consecutivos de premios como
investigadora. Tiene hoy en día la mirada de mis compatriotas, en la cual la
profundidad de la tristeza hace contraste con la facilidad de sonreír ante tan
brutales adversidades.
En
una ocasión asistió a una conferencia que di como invitado en el Colegio de
Médicos, en la cual expliqué un ensayo de mi autoría, en donde señalo que las
protestas de calle se comportan como cualquier duelo humano, en el cual se
comienza con una actitud y van pasando las distintas fases emocionales conforme
pasan los días, hasta llegar a la decepción y fatal aceptación, todo lo cual
tiene una duración de tres meses y medio, un poco más, un poco menos.
En
tres meses y medio sube la ola hasta el clímax para estrellarse aparatosamente
en la orilla, con la subsecuente resaca.
Se genera un efecto devastador desde el punto de vista emocional para
cualquiera. Se arranca con un ánimo y actitud voluntariosa, casi al borde del
paroxismo, para despedazarse con una especie de fatalidad difícil de bordear:
Nos damos de frente con la simple y llana realidad.
Esos
ciclos de tres meses y medio ya tienen un patrón en el país del norte de
Suramérica, en donde se genera una euforia de gran emocionalidad colectiva para
después aterrizar en el frío suelo de lo real. Por eso, a los de mi generación
se nos hace tan difícil sentirnos representados por un liderazgo que repite
tácticas y estrategias similares con resultados similares. En conclusión, es
difícil tener sentido de realidad en un país gobernado por las más etéreas e
inconsistentes esperanzas.
Un
sentido de vinculación con héroes de pacotilla y un mesianismo tan necesario como
inútil, son parte del sino de la tragedia de la venezolanidad. Para muestra un
botón: Nuestro Libertador es una suerte de brújula a la cual invocamos a cada
rato como si se tratase de un talismán. Simón Bolívar es el gran héroe
universal por antonomasia que termina señalando que el fin último de su gesta
libertaria fue haber “arado en el mar”.
Tratar de hacer de su pensamiento un ideario para el siglo XXI no solo es
irresponsable sino francamente retorcido. Héroe de héroes por antonomasia, su
pensamiento romántico solo podía ser factible en una genialidad del siglo XIX.
Hoy es un interesante referente histórico, hombre por demás admirable,
absolutamente descontextualizado con el mundo actual.
Cuando
escucho a uno de nuestros jóvenes políticos repitiendo frases fuera de
contexto, muchas de las cuales pertenecen a la correspondencia de Bolívar
(dictó más de 10 000 cartas), no sé si sentir susto o compasión. Lo cierto es
que terminé por ser un simple sobreviviente con capacidad de tratar de darle
contexto de realidad a aquello que nos ha ocurrido como pueblo con sus
particulares elementos congruentes con un sentido colectivo que nos identifica.
A
partir de los radicales cambios sociales que inician en Venezuela justo a
finales del siglo XX y van de la mano con el siglo XXI, no puedo sino ser
categórico al afirmar que el país donde nací ya no existe, porque el proyecto
que pretendió transformar de manera “revolucionaria” a la nación se impuso y
somos el producto de lo que se sembró.
Total
que mi colega me preguntó cómo veía la cosa en Venezuela y traté de ser lo más
esperanzador posible, hasta que detuvo la conversación con la frase que dejó
las cosas claras. -Tú y yo nos fuimos y
somos la representación de lo que pensamos que se debe hacer ante una situación
que vemos difícil de resolver. Tú y yo migramos.
No
podía menos que brindarle un café y sentarnos juntos a ver el atardecer.
Publicado
en el diario El Universal de Venezuela el 21 de mayo de 2019.
Es la triste realidad que vive nuestro país, la cual se ha visto plasmada en quienes emigran y no corren con la suerte de ser valorados por sus conocimientos.
ResponderEliminarGracias Dr. Alirio por compartir este excelente artículo!
Gracias Dr. Bellamente descrito un drama desgarrador. Sin embargo para los que permanecemos circunstancialmente y aferrados a dar los mejor donde se requiera albergamos no solo una esperanza inconsciente sino necesaria para sobrevivir a nuestra versión criolla del holocausto. Tal vez mi cuerpo no pueda trascender estas fronteras, pero se de muchos que si hemos de caer lo haremos con la convicción de negarnos a que aprisionen nuestras ganas de saber, de dar, de ser mejores y abrirnos paso en medio del fango de esta revolución. Gracias por escribir algo tan duro tan bellamente.
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