Discurso de Oscar Arias Sánchez @oariascr ante la Asamblea Nacional de Venezuela. 17 de febrero de 2016
Señor Henry
Ramos, Presidente de la Asamblea Nacional; Señoras Diputadas, Señores
Diputados; amigas y amigos:
Quiero agradecer a cada uno de ustedes, y a través de
ustedes al pueblo de Venezuela, por la invitación para hablarles esta mañana. Quien ha
escogido la senda de la política, aprende muy pronto que su oficio le ofrecerá
pocas oportunidades para la osadía, y que la práctica cotidiana de la función
pública es modesta en sus alcances y también en sus efectos. Y, sin embargo, hay ocasiones en que las fuerzas
convergen de forma decisiva, y una clase política se ve a sí misma sosteniendo
el hilo del destino entre los dedos. Hay coyunturas en que no es hipérbole
decir que un grupo de representantes tiene, si no la capacidad de operar
milagros, sí la responsabilidad de evitar catástrofes. Esa es la condición de
esta Asamblea Nacional. Ese es el sagrado mandato que ha recibido, en las
urnas, cada uno de ustedes: la labor de evitar un daño mayor al pueblo
venezolano.
Es cínico pretender ocultar la realidad. Es cínico dar explicaciones implausibles a las madres que
apenas tienen alimento para sus hijos, a los hospitales que carecen de
medicinas para sus pacientes, a los comercios que operan en los intervalos
entre apagones eléctricos y racionamientos de agua. Es cínico hablar de
conspiración internacional, de guerra económica, de inflación inducida, de
sabotaje del sector privado, a quienes han sido testigos de primera mano de los
errores y los abusos cometidos por las propias autoridades, y de los excesos en
la implementación a ultranza de un modelo que ha fracasado en todas partes. No puede un gobierno decirle a su pueblo “no confíes en
lo que ves, sino en lo que te digo”, porque nadie tolera que le obliguen a
engañarse a sí mismo. Ninguna campaña de opinión pública, por más orwelliana,
logrará ganarle la carrera a la evidencia.
Partamos, entonces, de la más elemental honestidad: Venezuela atraviesa actualmente una emergencia humanitaria que es consecuencia
directa de políticas públicas equivocadas; de una estructura endógena en donde
la riqueza se ha esfumado entre la ocurrencia, la corrupción y la ineficiencia.
Concurren en este escenario tres crisis paralelas y mutuamente reforzadas: una
crisis económica, una crisis social y una crisis institucional. Empiezo por la crisis económica, que en este momento
ejerce mayor presión sobre las condiciones de vida de los venezolanos.
Dos cosas resultan evidentes: primero, que no es posible
salir de esta crisis profundizando el modelo económico actual, sino
abandonándolo. Y segundo, que ese golpe de timón implicará
una difícil transición para todos los venezolanos, en particular para los
sectores más débiles de la sociedad. El tiempo apremia. Cada día que pasa se
hace más oneroso el ajuste y más lenta la recuperación. Es inútil invocar el
pasado y preservar al statu quo. Prolongar la situación actual es, en el mejor
de los casos, empujar una utopía fenecida, y, en el peor, aferrarse al poder
por el poder, y proteger canonjías a costa del bienestar de millones de
ciudadanos. Venezuela no puede esperar meses, ni siquiera semanas, para
corregir las profundas distorsiones en los precios, las distintas tasas de
cambio que enriquecen a unos pocos empobrecen a la mayoría, las subvenciones
irracionales, y en particular las limitaciones al derecho a la propiedad y al
ejercicio de la actividad económica. Es urgente devolverle al sector privado la
seguridad jurídica y la confianza necesaria para inyectar recursos en el país y
generar empleos. Venezuela únicamente logrará salir del marasmo mediante la
labor conjunta del sector público y el sector privado, una labor que permita
aumentar la inversión, diversificar la economía y abandonar esa condena
disfrazada de bendición que es disponer de la mayor reserva de petróleo sobre
la Tierra. La recuperación requerirá también de la
asistencia de los organismos financieros internacionales.
El chavismo pudo satanizar el financiamiento externo
durante el tiempo en el que la factura petrolera sufragó la cuenta de
apasionadas proclamas de soberanía. Esa cuenta está hoy sobregirada. No hay
soberanía en las filas de anaqueles vacíos en los supermercados, en la zozobra
de los diabéticos sin insulina, en la desesperanza de quienes han visto
evaporarse, con la inflación delirante, los ahorros de toda una vida. No hay
soberanía en el drama de un pueblo cuya verdadera suerte se juega en el mercado
negro. Negociar con los organismos internacionales no es, pues, una renuncia al
compromiso con la justicia social. Por el contrario, es la única forma de
preservar ese compromiso. Lo que queda del sueño chavista, el sueño de una
sociedad más solidaria y más equitativa, demanda un baño de realidad, la
valentía de admitir errores y la voluntad de negociar un nuevo rumbo para la
economía. Si la prioridad del programa de ajuste debe ser, en lo económico,
generar confianza, en lo social debe enfocarse en proteger a los sectores más
débiles de la población. Esto me lleva a la segunda crisis que he mencionado:
el severo deterioro social que ha venido experimentando Venezuela, en forma de
aumento de la pobreza y de la delincuencia.
Si en algún momento la revolución bolivariana se
justificó por sus intenciones, hoy es menester juzgarla por sus resultados. Una
mayoría 4 de este país vive en condiciones que no pueden calificarse como
dignas. A la escasez y la necesidad, se suma el temor y la desconfianza, fuerzas
que carcomen el tejido social. No es posible ufanarse de promover una agenda
progresista y hacerse de la vista gorda ante el hecho de que Caracas se ha
convertido en la ciudad más peligrosa del mundo, ¿o es que eso también se
explica por una conspiración internacional? Algunas de estas tendencias
tardarán años en revertirse, pero su atención no puede posponerse: por más
difícil que sea, el proceso de ajuste debe, al mismo tiempo, rescatar la
economía y prevenir un descalabro social aún mayor, mediante redes de
asistencia que se encuentran ya instaladas, aunque deben fortalecerse y
despolitizarse.
Dentro de la crisis social quiero también incluir la
dolorosa polarización que actualmente exhibe la población venezolana, atizada
en muchos casos desde las cúpulas del poder. Un mejor futuro para Venezuela no
está en la exterminación política de unos por otros, ni en la supresión de un
movimiento o una agrupación, cualquiera que sea. Un mejor futuro para Venezuela
está en la reconciliación, la tolerancia y la disposición de trabajar
conjuntamente por el progreso de un pueblo que no necesita añadirle, a la
carestía, el conflicto social. El primer signo de esa reconciliación es, y debe
ser, la liberación de todos los presos políticos, que tramita esta Asamblea Nacional
bajo el proyecto de ley de amnistía. Esta es una señal obligatoria de parte de
un régimen cuyo record democrático ha transitado de cuestionable a deshonroso.
Cada líder de la oposición que se encuentra en prisión,
en arresto domiciliario, o en juicio por causas espurias, es una prueba
indiscutible de autoritarismo, y una afrenta que aísla más y más al gobierno de
Nicolás Maduro. Lo digo sin exagerar: de la libertad de los presos políticos
depende que Venezuela pueda volver a ser reconocida como una democracia que
respeta los derechos humanos. Y de democracia se trata. La crisis
institucional es la más insidiosa de todas, porque subvierte los mecanismos por
los cuales puede atenderse la crisis económica y la crisis social. La
desaparición de los límites que separan a los poderes del Estado, el creciente
control militar sobre las funciones civiles, la flagrante falta de
independencia de los órganos contralores y supervisores, la interpretación
complaciente de la legislación, los límites a la libertad de prensa, la
persecución a la oposición, han permitido que el modelo se perpetúe más allá de
su agotamiento. El sistema de pesos y contrapesos existe no solo para prevenir
los abusos y respetar las libertades, sino también para garantizar un buen
gobierno. Un régimen que concentra el poder no puede decir que le sirve al
pueblo porque remueve, por ese acto, el control de calidad de la gestión
pública.
Servirle al pueblo es someterse a su escrutinio, es ser interpelado y
rendir cuentas. La transparencia no tiene signo político. Ser transparente es de demócratas, de la izquierda o de
la derecha. Revertir la concentración del poder que
durante años ha venido operando en Venezuela es un requisito sine qua non para
la recuperación. Para combatir la delincuencia, se requieren fuerzas de
seguridad al servicio de la ley y no de alguna tendencia política. Para generar
certeza jurídica, se requiere un sistema de administración de justicia
absolutamente independiente. Para que la población pueda premiar o castigar, con
su voto, el desempeño de las autoridades electas, se requiere de una
institucionalidad electoral objetiva y apartidista. Y, sobre todo, para
garantizar una verdadera representación de todas las voces de la sociedad, se
requiere de una Asamblea Legislativa enérgica y capaz de llamar a cuentas al
Ejecutivo.
Se avecinan discusiones en extremo delicadas. Desde mi
experiencia en la negociación de los acuerdos de paz en Centroamérica, quisiera
advertir sobre el altísimo costo que tendría sumirse en una guerra de trincheras.
El pueblo venezolano ha demandado un cambio. El contenido de ese cambio implica
una negociación en donde ambos bandos hagan concesiones. Para el gobierno, esto
puede implicar incluso el término anticipado de su mandato, según los
mecanismos previstos en la propia Constitución Política. Pase lo que pase, hay
que recordar que el test de un líder que ama a su pueblo es amarlo por encima
del poder. Lo peor en este momento es aferrarse en extremo a las posturas,
bombardear de antemano cualquier puente y bloquear las avenidas. Eso entrañaría
un tormento adicional para un país que requiere, hoy más que nunca, de política
de altura.
La principal responsabilidad de cada líder y de cada
representante venezolano es prevenir el colapso. Se requieren estadistas que se
sienten a la mesa, y no caudillos que golpeen la mesa. El diálogo hace
milagros. Cruentas guerras civiles, espantosos conflictos armados, luchas
descarnadas entre enemigos mortales se han resuelto con el arma suprema de la
inteligencia humana: la palabra. ¿Qué no es posible entonces en Venezuela?
Amigas y amigos: Nuevamente les digo: ustedes sostienen
el hilo del destino entre los dedos. Esto es más grande que cualquier
aspiración personal, más importante que cualquier proyecto político, más trascendente
que cualquier ideología o dogma. Esto es la supervivencia de personas
concretas, de millones de venezolanos que merecen que sus gobernantes tengan la
capacidad de transigir y pactar.
En este momento hay niños naciendo en Caracas y en
Maracaibo. Hay niños naciendo en Mérida y en Valencia. ¿Qué tipo de vida les
espera? Durante
casi dos décadas, este país siguió un espejismo a través del desierto. Hoy ha
dejado de llover maná del cielo. Y, sin embargo, el chavismo insiste en señalar
en la dirección del delirio y la entelequia. Nunca como ahora es necesario
encontrar la senda entre la arena.
El 6 de diciembre pasado el pueblo de Venezuela exigió un
cambio profundo en el rumbo del país. Solo le pido a cada uno de ustedes, y a
todos los que ocupan cargos de decisión pública en este país, que no le paguen
al pueblo con sordera. Yo no dudo que vendrán días mejores para Venezuela. No
dudo que este pueblo, doblado de angustia y desazón, resurgirá de la mano de
quien asuma la tarea de emprender las reformas, aunque duelan. No dudo que
Venezuela volverá a ser próspera y segura y unida y plena, y que una vez más
cantará en el Arauca vibrador, hermana de la espuma, de las garzas, de las
rosas y del sol. Muchas gracias.