viernes, 15 de febrero de 2019

Juego de máscaras



De todos los elementos propios de las relaciones interpersonales, existe uno, a mi modo de ver, que marca la pauta de la naturaleza de cualquier persona. Si necesariamente tuviese que señalar cuál es el bien más preciado entre los vínculos con los demás, señalaría tajantemente que lo más importante es ser respetuoso con la opinión ajena. Eso nos lleva a una segunda aspiración y es la de no atropellar a nadie con nuestra manera de pensar.

Ser respetuoso con el punto de vista de los demás es señal de grandeza, por no decir superioridad. De hecho, los grandes amigos lo son, precisamente porque complementan la manera de ver el mundo con su disenso y sus posiciones diferentes sobre los asuntos de la vida. Si no fuese por la diferencia, la compañía del otro no tendría mucho sentido, pues es precisamente la complementariedad un elemento que enriquece las relaciones.

Intolerancia fatal

La intolerancia es propia de gente pusilánime, fatua y necesitada de aceptación  por parte de los demás. Cuando se trata de ser congruente con lo que se piensa y se hace, nos vamos ganando el respeto de aquellos que nos rodean. Esta manera de ver la vida permite rodearnos de personas  diferentes a nosotros, al punto  de que en ocasiones podemos sorprendernos por haber hecho círculos de afectos  disímiles, por consiguiente, complementarios.

Personalidad es una palabra proveniente  del etrusco, que pasa al griego y viene a significar: la “máscara” con la cual nos plantamos ante los otros. Desde su origen, esta manera de presentarse tiene un carácter lúdico, por lo tanto tendiente a falsear la realidad. Lo dionisíaco y alterar la identidad van de la mano. Nuestra personalidad, o la manera como nos presentamos ante los otros es en realidad una expresión de carácter ontológica que representa al ser. Ese ser que está representado por máscaras, realiza una suerte de juego de disfraces o juego de roles, en los cuales vamos construyendo una dimensión pública, una privada y una secreta.

Tres dimensiones

La dimensión pública es la manera grosera como somos percibidos por el vulgo. Desde la antipatía más díscola hasta la admiración sincera, forman parte de esa instancia de carácter populachero con la cual nos mostramos. Esa visión que el público elabora de la persona tiene que ver con la imagen, que es una representación doblemente falsa de cómo somos. La gente pública es criticada públicamente y su imagen será sometida a los más extraños escrutinios, generando poca o mucha resonancia. Mientras más movilización emocional genere la imagen de alguien, las posturas de los demás tenderán a ser de carácter dicotómico y polarizado.

La dimensión privada atañe a la vida del individuo en sus más cercanas afinidades, que van desde la pareja, la familia, las amistades y los allegados. En esa proximidad se da la posibilidad de un compartir cercano y el poder cultivar vínculos en relación a la telaraña de redes que vamos construyendo a través de nuestra existencia, en donde un puñado de gente va cambiando en torno a lo que generamos y comulgamos con aquello que satisfaga nuestras aspiraciones.

En la dimensión íntima las cosas son más enrevesadas, pues lo secreto va de la mano con lo onírico y con las fantasías. Es el terreno donde los estudiosos de la mente tratan de sumergirse, tratando de desentrañar las más curiosas formas de representación del ser. En la psiquis o alma del individuo hallamos su mayor grandeza y en su más elemental miseria. 

Es donde se acobija el amor y la envidia, la admiración y el resentimiento. El ser, en su triple dimensión, pública, privada y secreta, se vincula a su vez con los demás, también desde su manera de representación pública, privada y secreta.

Todo aquello que genere desequilibrio en esta triple instancia en donde nos desenvolvemos con nuestras máscaras, generará un sufrimiento difícil de digerir, por cuanto la ruptura de esta balanza hace que potencialmente lo público, lo privado y lo secreto se amalgamen y la persona termine por ser desnudada en su centro íntimo. Los espejos rotos son una excelente expresión metafórica de cierta corriente psicológica para dar a entender lo que ocurre en ocasiones con la personalidad. La vulneración de esa triple instancia lleva consigo lo tanático, lo que aniquila al individuo.

De ahí que la vida privada es un derecho que nadie debería dejarse arrebatar, menos aun la vida íntima. La exposición de las mismas es una transgresión de la identidad del sujeto. La vida en sociedad, que está determinada por la política, potencialmente es un árido instrumento que vulnera la identidad. Lo vemos en cada comunidad fracturada a lo largo de la historia de la civilización, en donde tanto talento queda escindido para siempre por aquello que es contrario a la tolerancia y al respeto del individuo. Lo vemos en la Venezuela de la contemporaneidad, con sus habitantes quebrados  y sus migrantes desencajados ante una realidad que no cesa de vulnerar derechos.





Publicado en el diario El Universal el 12 de febrero de 2019. 

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