‘EL OFICIO DE PENSAR’
por José Rafael Herrera
A la ilustre Escuela de Filosofía de la UCV, en la Semana
de la Filosofía.
Pensar, aquí y ahora. Pensar, en sentido estricto. Pensar
como producir re-produciendo. Uno de los mayores representantes del
romanticismo alemán, el poeta Novalis, afirmaba que la filosofía se identifica
con la nostalgia, ya que también en ella está presente el deseo ilimitado
–precisamente, nostálgico– de “tener el hogar en todas partes”. Y como la
nostalgia, la filosofía se sustenta en el desgarramiento que se pone de
manifiesto entre la vida interior y la exterior, entre el sujeto y el objeto,
entre el individuo y la sociedad, siendo el desgarramiento “un signo de la
diversidad esencial entre el yo y el mundo”. Un signo, como afirma el poeta, de
la “incongruencia entre el alma y la acción”. No es, pues, de tiempos felices
el oficio de pensar, de querer abrazar la filosofía, dando –como es su función
principal– cuenta del presente y de lo real.
Solo la nostalgia, como afirma Novalis, permite
comprender el significado más hondo de la filosofía. Un significado que, más
allá –o más adentro– de las formas especiales con las que dentro de cada tiempo
se presenta, permite tramar toda su historicidad, la concreta constitución de
su acción creadora. La nostalgia es, en consecuencia, el aliento del pensar.
Pero, y conviene preguntarse: ¿nostalgia de qué? Cabe recordar que la nostalgia
es el “thauma” que aparece cuando se sufre una pérdida. De hecho, la filosofía
solo pudo surgir en Occidente en el momento en el que el mundo heleno, el de la
bella eticidad, perdió su capacidad de vivir en armonía, cuando los ciudadanos
de la “Polis” presenciaron, no sin asombro aristotélico, el fin del elemento
unitivo que animaba su espíritu, la plenitud que, hasta entonces, los había
caracterizado como nación de hombres libres, es decir, de quienes podían tener
“el hogar en todas partes”, como dice Novalis. A partir de ese trágico
instante, los ciudadanos helenos comprendieron que la tragedia no es asunto de
espectáculo, y que, más bien, es un modo de expresar, no sin plástica belleza,
el último acto de la “perfecta unidad”, devenida antinomia.
Antes de que el teatro representara con viva imagen el
horror, cada ciudadano, cada sujeto libre, se concebía como inseparable de su
“Ethos”, en pensamiento, palabra y obra. No existía separación entre el
individuo y su comunidad, porque cada quien era la comunidad y la comunidad era
cada quien. Cuando los helenos perdieron esa unidad orgánica, cuando comenzó a
objetivarse la escisión entre la vida política y la civil, en ese preciso
momento se hizo presente la filosofía. Solo entonces la epopeya devino drama.
Ella es, en consecuencia, el esfuerzo de la nostalgia por reconstituir la
unidad perdida, mediante la comprensión de los así llamados “elementos”: ya no
hay ni tierra, ni aire, ni agua ni fuego. Solo el amor (“filo” quiere decir
amor) al saber puede restituir lo concreto, lo que concrece, lo que hace de una
semilla un árbol, superándola y conservándola. Hija de Poro y Penía –del
recurso y la pobreza–, la filosofía luce, por una parte, como su madre: vive la
mendicidad del momento, el menester que aflige y desespera, con la rudeza de
quien lo ha perdido todo y vaga sin lecho ni pan. Mas, por otra parte, luce
como su padre: un rufián –al decir de Adorno– que busca con desesperación lo
verdadero, lo bueno y lo bello, para lo cual debe ir, de continuo, urdiendo
tramas, no sin pasión y sabiduría, pero no exenta de uno que otro sofisma. Ni
todo lo sabe ni todo lo ignora: todo lo contrario, ella es la intermediaria –el
re-conocimiento– entre lo uno y lo otro, sin mesas ni “facilitadores”.
Cuando los pueblos parecen haber perdido su rumbo, su
eticidad y su destino, la filosofía manifiesta, con todo su empeño, el esfuerzo
por restablecer la armonía desgarrada. De ahí que la escisión –el
desgarramiento en cuanto tal– se defina como el manantial de donde brota el
pensamiento libre, la filosofía misma. Alguien definió la obra de Spinoza como
“la filosofía de la alegría”, porque, a pesar de la tremenda crisis política,
económica y social que debió enfrentar, su búsqueda incesante, su magnífica
“speculatio”, no solo le permitió comprender la razón sustantiva de su tiempo,
sino, con ella, sondear las posibles salidas y la feliz adecuación entre
aquellos elementos que parecían irreconciliables entre sí. Es verdad que la
filosofía no puede estar inmune de tropiezos y fracasos en este propósito suyo.
No pocas veces la filosofía renuncia para caer tendida ante los encantos del
entendimiento abstracto. Todo depende de la dimensión del conflicto y de la
necesidad que tenga una determinada época de reordenar su armonía. De ahí que
la filosofía deba hacer, como ejercicio continuo, una “intentio obliqua de la
intentio obliqua”, es decir, no sucumbir ante las simplicidades y las
abstracciones propias de “lo dado”, de la pereza mental y de la vanidad que
caracterizan la reflexión del ententimiento.
No se trata de eliminar los contrastes, aquello de “quien
no esté conmigo está en mi contra”, como afirmaba, en uno de sus encadenados
arrebatos –por cierto, de triste pasión– el comandante Buzz. Su propósito no es
decretar diálogos de mera factura formal, con el fin de “ganar tiempo” y seguir
respirando en medio de una atmósfera cada vez más densa y hostil. Una de las
especialidades de la filosofía no es, por cierto, la de imaginar “castillos en
el aire”, como decía el Ilustre florentino Nicolás Maquiavelo, mientras la
realidad se derrumba. La filosofía comprende algo muy distinto por diálogo: su
propósito consiste en establecer una “actio mentis” efectiva, sincera, entre
quienes se han habituado a concebirse como “el todo” y quienes confunden la
acción del pensamiento con los hechos de la experiencia. De ahí que una
coherente concepción del mundo en general y de la historia en particular no
pueda no ser, después de todo, optimista, aunque no se pueda ocultar el dolor y
su prosecusión, tanto como las abstracciones del errar y las fisuras del mal.
Ser idealista sin renunciar a la realidad inmediata; ser historicista sin
cerrar los ojos ante las férreas leyes del mecanicismo. Se trata de penetrar
las fronteras del dualismo y del monismo, las seguridades externas que convierten
la realidad en prisionera de discursos sin sustancia de un diálogo que no lo
es. Hay que curar las heridas que van del hombre hacia el hombre. Es hora. La
filosofía tiene un papel relevante en este proceso que, como el devenir,
continuamente nace y muere.
Publicado en el diario El Nacional de Venezuela el 01 de
diciembre de 2016.
Twitter: @jrherreraucv
No hay comentarios:
Publicar un comentario