jueves, 1 de diciembre de 2016

JOSÉ RAFAEL HERRERA: El oficio de pensar

EL OFICIO DE PENSAR’ por José Rafael Herrera



A la ilustre Escuela de Filosofía de la UCV, en la Semana de la Filosofía.
Pensar, aquí y ahora. Pensar, en sentido estricto. Pensar como producir re-produciendo. Uno de los mayores representantes del romanticismo alemán, el poeta Novalis, afirmaba que la filosofía se identifica con la nostalgia, ya que también en ella está presente el deseo ilimitado –precisamente, nostálgico– de “tener el hogar en todas partes”. Y como la nostalgia, la filosofía se sustenta en el desgarramiento que se pone de manifiesto entre la vida interior y la exterior, entre el sujeto y el objeto, entre el individuo y la sociedad, siendo el desgarramiento “un signo de la diversidad esencial entre el yo y el mundo”. Un signo, como afirma el poeta, de la “incongruencia entre el alma y la acción”. No es, pues, de tiempos felices el oficio de pensar, de querer abrazar la filosofía, dando –como es su función principal– cuenta del presente y de lo real.
Solo la nostalgia, como afirma Novalis, permite comprender el significado más hondo de la filosofía. Un significado que, más allá –o más adentro– de las formas especiales con las que dentro de cada tiempo se presenta, permite tramar toda su historicidad, la concreta constitución de su acción creadora. La nostalgia es, en consecuencia, el aliento del pensar. Pero, y conviene preguntarse: ¿nostalgia de qué? Cabe recordar que la nostalgia es el “thauma” que aparece cuando se sufre una pérdida. De hecho, la filosofía solo pudo surgir en Occidente en el momento en el que el mundo heleno, el de la bella eticidad, perdió su capacidad de vivir en armonía, cuando los ciudadanos de la “Polis” presenciaron, no sin asombro aristotélico, el fin del elemento unitivo que animaba su espíritu, la plenitud que, hasta entonces, los había caracterizado como nación de hombres libres, es decir, de quienes podían tener “el hogar en todas partes”, como dice Novalis. A partir de ese trágico instante, los ciudadanos helenos comprendieron que la tragedia no es asunto de espectáculo, y que, más bien, es un modo de expresar, no sin plástica belleza, el último acto de la “perfecta unidad”, devenida antinomia.
Antes de que el teatro representara con viva imagen el horror, cada ciudadano, cada sujeto libre, se concebía como inseparable de su “Ethos”, en pensamiento, palabra y obra. No existía separación entre el individuo y su comunidad, porque cada quien era la comunidad y la comunidad era cada quien. Cuando los helenos perdieron esa unidad orgánica, cuando comenzó a objetivarse la escisión entre la vida política y la civil, en ese preciso momento se hizo presente la filosofía. Solo entonces la epopeya devino drama. Ella es, en consecuencia, el esfuerzo de la nostalgia por reconstituir la unidad perdida, mediante la comprensión de los así llamados “elementos”: ya no hay ni tierra, ni aire, ni agua ni fuego. Solo el amor (“filo” quiere decir amor) al saber puede restituir lo concreto, lo que concrece, lo que hace de una semilla un árbol, superándola y conservándola. Hija de Poro y Penía –del recurso y la pobreza–, la filosofía luce, por una parte, como su madre: vive la mendicidad del momento, el menester que aflige y desespera, con la rudeza de quien lo ha perdido todo y vaga sin lecho ni pan. Mas, por otra parte, luce como su padre: un rufián –al decir de Adorno– que busca con desesperación lo verdadero, lo bueno y lo bello, para lo cual debe ir, de continuo, urdiendo tramas, no sin pasión y sabiduría, pero no exenta de uno que otro sofisma. Ni todo lo sabe ni todo lo ignora: todo lo contrario, ella es la intermediaria –el re-conocimiento– entre lo uno y lo otro, sin mesas ni “facilitadores”.
Cuando los pueblos parecen haber perdido su rumbo, su eticidad y su destino, la filosofía manifiesta, con todo su empeño, el esfuerzo por restablecer la armonía desgarrada. De ahí que la escisión –el desgarramiento en cuanto tal– se defina como el manantial de donde brota el pensamiento libre, la filosofía misma. Alguien definió la obra de Spinoza como “la filosofía de la alegría”, porque, a pesar de la tremenda crisis política, económica y social que debió enfrentar, su búsqueda incesante, su magnífica “speculatio”, no solo le permitió comprender la razón sustantiva de su tiempo, sino, con ella, sondear las posibles salidas y la feliz adecuación entre aquellos elementos que parecían irreconciliables entre sí. Es verdad que la filosofía no puede estar inmune de tropiezos y fracasos en este propósito suyo. No pocas veces la filosofía renuncia para caer tendida ante los encantos del entendimiento abstracto. Todo depende de la dimensión del conflicto y de la necesidad que tenga una determinada época de reordenar su armonía. De ahí que la filosofía deba hacer, como ejercicio continuo, una “intentio obliqua de la intentio obliqua”, es decir, no sucumbir ante las simplicidades y las abstracciones propias de “lo dado”, de la pereza mental y de la vanidad que caracterizan la reflexión del ententimiento.
No se trata de eliminar los contrastes, aquello de “quien no esté conmigo está en mi contra”, como afirmaba, en uno de sus encadenados arrebatos –por cierto, de triste pasión– el comandante Buzz. Su propósito no es decretar diálogos de mera factura formal, con el fin de “ganar tiempo” y seguir respirando en medio de una atmósfera cada vez más densa y hostil. Una de las especialidades de la filosofía no es, por cierto, la de imaginar “castillos en el aire”, como decía el Ilustre florentino Nicolás Maquiavelo, mientras la realidad se derrumba. La filosofía comprende algo muy distinto por diálogo: su propósito consiste en establecer una “actio mentis” efectiva, sincera, entre quienes se han habituado a concebirse como “el todo” y quienes confunden la acción del pensamiento con los hechos de la experiencia. De ahí que una coherente concepción del mundo en general y de la historia en particular no pueda no ser, después de todo, optimista, aunque no se pueda ocultar el dolor y su prosecusión, tanto como las abstracciones del errar y las fisuras del mal. Ser idealista sin renunciar a la realidad inmediata; ser historicista sin cerrar los ojos ante las férreas leyes del mecanicismo. Se trata de penetrar las fronteras del dualismo y del monismo, las seguridades externas que convierten la realidad en prisionera de discursos sin sustancia de un diálogo que no lo es. Hay que curar las heridas que van del hombre hacia el hombre. Es hora. La filosofía tiene un papel relevante en este proceso que, como el devenir, continuamente nace y muere.


Publicado en el diario El Nacional de Venezuela el 01 de diciembre de 2016. 


Twitter: @jrherreraucv 

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