El domingo
pasado tuve el gusto de leer dos artículos sumamente interesantes. En su
artículo “¿Somos polis?”, Alirio Pérez Lo Presti analiza las condiciones
necesarias para que exista una polis, una comunidad política. El artículo tiene como
punto de partida un pequeño trabajo que publiqué hace años en la Universidad de
Los Andes pensando en mis alumnos de griego, pero que también ha sido útil en
la escuela de Ciencias Políticas. Allí reviso las condiciones necesarias para
que pudiera existir una polis en la antigua Grecia: la existencia de una
comunidad fuertemente estructurada, la pertenencia y arraigo a un territorio y
la percepción que de ella se tiene, como Estado soberano, en el contexto
internacional. Pérez Lo Presti aplica estas condiciones a la situación actual
de nuestra Venezuela y advierte que el país está lejos de cumplirlas a
cabalidad, con lo que estaríamos bordeando el Estado fallido. El autor concluye
en la necesidad de repensarnos como país a la luz del corpus teórico sobre el
que hemos desarrollado nuestra manera de concebir la política: el pensamiento
griego.
En otro
estupendo artículo, “La universidad digna”, Ricardo Gil Otaiza se queja de la
pérdida de una cualidad fundamental que debería caracterizar a nuestras
universidades: la de ser un semillero de ideas, el espacio por excelencia para
que el pensamiento, el arte, las ciencias y la cultura desarrollen y confronten
sus corrientes y tendencias. “¿Cuándo perdimos a la universidad?”, se queja el
autor. Recuerda los tiempos en que la Universidad de Los Andes era “un
hervidero de ideas”, uno de los focos intelectuales más importantes de América
Latina. Y estas ideas eran, claro, mayoritariamente políticas y sociales. Eran
tiempos duros, recuerda, la década de los sesentas, tiempos de drogas,
guerrillas y revoluciones, tiempos de dura represión y mártires estudiantes
caídos. Pero también eran tiempos en que muchos de los más importantes
intelectuales hispanoamericanos llegaban a la Ciudad de las Águilas Blancas y
quedaban prendados de su belleza. Humanistas y artistas de la estatura de
Salvador Garmendia, Ángel Rama o Agustín Millares Carlo vinieron a la
universidad de aquellos tiempos, y sus cafeterías, pasillos y aulas fueron
lugar de entusiastas y sesudas discusiones. Estaba por nacer “el hombre nuevo”.
En qué terminó todo aquello es otra historia que ya todos conocemos.
Gil Otaiza nos
cuenta cómo, en un lapso de pocos años, no más de dos décadas, tanto entusiasmo
se fue extinguiendo. Cómo la universidad perdió aquel impulso vital, aquel brío
juvenil para dar paso a un lugar vacío, mediocre y aletargado, en el liceo
grande, la lamentable fábrica de emigrantes (la expresión es mía) en que cada
vez más se ha vuelto. Finalmente nuestro autor aboga, no puede ser de otro
modo, por la vuelta de aquella universidad despierta, plural, batalladora, “una
casa digna de sus mártires”.
Pero la universidad no es una isla, y
aquí añado mi reflexión personal. No es casual el que las primeras
instituciones de carácter universitario que conocemos, la Academia platónica,
el Liceo de Aristóteles y las demás escuelas filosóficas atenienses hayan
surgido, precisamente, en el contexto de una polis,
esto es, de una comunidad políticamente estructurada. Una universidad necesita
de una ciudad, entendida como comunidad política, tanto como la ciudad, esa
colectividad de ciudadanos pensantes, necesita de la universidad. Aquí se hace
patente la relación esencial entre polis y
academia. No he visto ninguna universidad aislada en un desierto, pero tampoco
conozco ninguna verdadera ciudad sin algún centro de estudios de cierta
importancia. Polis y academia,
para bien y para mal, están esencialmente ligadas.
Gil Otaiza se queja justamente de la
banalización, el envilecimiento y el empobrecimiento de nuestra universidad en
los últimos años. Habría que añadir que durante esos mismos años el gobierno venezolano
se dedicó sistemática y metódicamente a destruir las condiciones necesarias
para el desarrollo de los estudios y la cultura. No faltó quien señalara que,
en Venezuela, el acoso a las universidades ha sido y es una política de Estado.
Todos sabemos que la miseria es una sola, que no existe una miseria material y
otra moral o intelectual. Durante estos años, especialmente los últimos, hemos
asistido a la asfixia financiera de nuestras universidades, al ataque continuo
a sus instalaciones, al saqueo de sus bibliotecas, el desmantelamiento de sus
laboratorios. El resultado es éste, una universidad que languidece, profesores
que renuncian, estudiantes que emigran. Una universidad que se desmorona en un
país que se desmorona.
Qué duda cabe, el resurgir del país será el de sus
universidades. Pero para que vuelvan el entusiasmo y las ideas, antes, los que
sobrevivamos a esta tragedia y a esta oscurana tendremos que inventarnos una
nueva universidad, digna de su futuro.
@MarianoNava
@GilOtaiza
@perezlopresti
Artículo publicado por MARIANO NAVA CONTRERAS el 26 de agosto de
2016 en el diario El Universal de Venezuela
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