jueves, 27 de agosto de 2020

Traiciones de la cotidianidad


Hace tiempo, un distante conocido me llamó de manera muy protocolar para regalarme un libro e invitarme a cenar. Fuimos a comer una focaccia, plato gastronómico de elaboración primitiva y origen antiguo, para exploradores de la gastronomía clásica. La invitación era en realidad una estratagema para hacerme una consulta que por otros medios tal vez no hubiese accedido. El hombre, ya viejo y desgastado por tantas horas sin dormir, me hizo la interrogante cuando le di el primer mordisco a la focaccia servida.

-“¿Cómo haces para lidiar con la envidia de los demás?”- Fue la pregunta tajante que me lanzó a quemarropa. Dos fueron mis respuestas cortantes. -Primero, trato de lidiar con mi propia envidia. -Segundo, no me siento envidiado por nadie. Con cara de haber perdido su inversión en mi cena, apuró la conversación y tranquilo, terminé por degustar el plato. Más nunca lo vi y por lo que sé de él, es difícil envidiar su vida, mediocre, opaca, a la sombra y tratando de impresionar a los demás para intentar generar una buena impresión.

¿Es la traición un elemento propio de las relaciones interpersonales? ¿Cómo saber en quién podemos confiar y en quién no? ¿Debe ser la desconfianza permanente una manera de conducirse que marque nuestro sino interrelacional? ¿Se puede vivir con desasosiego, atrapados en una eterna desconfianza que hace sombra?

De tanto llevar trancazos basados en la confianza interpersonal, terminamos por desarrollar una especie de Teoría Universal de la Traición. De no teorizar en torno a este asunto, corremos el riesgo de tropezar eternamente con el mismo peñasco. Teorizando, podemos tener claras ciertas posturas y establecer las previsiones de rigor. Cada uno tenderá a hacer su propio laberinto de respuestas, basadas en la experiencia particularísima que individualmente vayamos desarrollando y cosechando, dependiendo de las vivencias que cada uno haya tenido.

En primer lugar, y en términos generales, es imprescindible confiar en los demás para poder sobrellevar los asuntos propios de la existencia. Confiando, establecemos elementos mínimos de certeza, los cuales son imprescindibles para desenvolverse con cierta soltura. La ausencia de confianza genera de por sí una inestabilidad de base cuando es mantenida en forma permanente en el curso del tiempo. Desconfiar eternamente es una forma de amargura.

El problema radica en que la confianza necesariamente depositada puede o no ser vulnerada. En la apuesta a la confianza siempre estará presente el sentido común y la extraordinaria dimensión que llamamos intuición: la intraducible expresión de pensar con “la guata”, como dicen al sur del continente. La vulneración de la confianza tiende a crear una especie de bola de nieve de posición en torno a la existencia. Suerte de arena movediza de desconfianzas crecientes.

En caso de no ser vulnerada, se corrobora lo bien que hicimos en confiar en el otro, lo cual hace que los vínculos se fortalezcan y ganamos todos. Pero… cuando la confianza es vulnerada, la posibilidad de poder generarla nuevamente se vuelve cuesta arriba y muy difícilmente se puede llegar a reconquistar. Esa confianza depositada se torna necesariamente en un asidero de buenos deseos que imperiosamente debe abonarse y bajo ninguna circunstancia romperse, pues las consecuencias son irreparables.

La confianza vulnerada es como si se lanzase desde un edificio de 100 pisos un jarrón chino y nos diesen por tarea el tener que armar los pedazos: muy difícil, por no decir improbable o sencillamente imposible. De ahí que somos lejanos cuando generamos confianza y cercanos si somos capaces de construirla.

Desde que tengo memoria he tenido los mismos amigos de siempre. Seis en total, que el tiempo y sus circunstancias han hecho que nos vinculemos y nos desvinculemos conforme pasan los años. ¿Qué ha permitido que sigamos siendo amigos durante toda una vida al punto de que cada vez que nos reencontramos es como si nos hubiésemos visto el día anterior? Sin dudas que haber apostado a una confianza que la vida ha puesto y sigue poniendo a prueba insistentemente, sin que pueda hacer mella, sin distanciarnos, sin poder generar situaciones de vulnerabilidad en la cual salgamos lastimados. Así es la vida.

Hay una desconfianza básica y defensiva, de carácter incluso animal, que hace que un niño, por ejemplo, a partir de los 8 meses de edad llore ante el hecho de que un extraño lo tome en brazos. La naturaleza en ese sentido nos dio la sabiduría instintiva de ser desconfiado ante quienes no son cercanos.

El trastocar la confianza y la envidia van de la mano, parejitas como gemelos siameses. La mejor pizzería del mundo se encuentra en la ciudad de Mérida, Venezuela, en un local al lado de mi consultorio. Abre de martes a domingo a las 6 de la tarde y luego de terminar mi jornada laboral, una pizza con la mejor salsa y los mejores ingredientes me acompañaba cada tarde, en la cual me vencía el apetito.

 

 

Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 12 de marzo de 2019.

 


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