Hace
tiempo, un distante conocido me llamó de manera muy protocolar para regalarme
un libro e invitarme a cenar. Fuimos a comer una focaccia, plato gastronómico de elaboración primitiva y origen
antiguo, para exploradores de la gastronomía clásica. La invitación era en
realidad una estratagema para hacerme una consulta que por otros medios tal vez
no hubiese accedido. El hombre, ya viejo y desgastado por tantas horas sin
dormir, me hizo la interrogante cuando le di el primer mordisco a la focaccia servida.
-“¿Cómo haces para
lidiar con la envidia de los demás?”- Fue la pregunta tajante que me lanzó
a quemarropa. Dos fueron mis respuestas cortantes. -Primero, trato de lidiar con mi propia envidia. -Segundo, no me siento
envidiado por nadie. Con cara de haber perdido su inversión en mi cena,
apuró la conversación y tranquilo, terminé por degustar el plato. Más nunca lo
vi y por lo que sé de él, es difícil envidiar su vida, mediocre, opaca, a la
sombra y tratando de impresionar a los demás para intentar generar una buena
impresión.
¿Es la
traición un elemento propio de las relaciones interpersonales? ¿Cómo saber en
quién podemos confiar y en quién no? ¿Debe ser la desconfianza permanente una
manera de conducirse que marque nuestro sino interrelacional? ¿Se puede vivir
con desasosiego, atrapados en una eterna desconfianza que hace sombra?
De tanto
llevar trancazos basados en la confianza interpersonal, terminamos por
desarrollar una especie de Teoría
Universal de la Traición. De no teorizar en torno a este asunto, corremos
el riesgo de tropezar eternamente con el mismo peñasco. Teorizando, podemos
tener claras ciertas posturas y establecer las previsiones de rigor. Cada uno
tenderá a hacer su propio laberinto de respuestas, basadas en la experiencia
particularísima que individualmente vayamos desarrollando y cosechando,
dependiendo de las vivencias que cada uno haya tenido.
En primer
lugar, y en términos generales, es imprescindible confiar en los demás para
poder sobrellevar los asuntos propios de la existencia. Confiando, establecemos
elementos mínimos de certeza, los cuales son imprescindibles para desenvolverse
con cierta soltura. La ausencia de confianza genera de por sí una inestabilidad
de base cuando es mantenida en forma permanente en el curso del tiempo.
Desconfiar eternamente es una forma de amargura.
El problema
radica en que la confianza necesariamente depositada puede o no ser vulnerada.
En la apuesta a la confianza siempre estará presente el sentido común y la
extraordinaria dimensión que llamamos intuición: la intraducible expresión de pensar con “la guata”, como dicen al sur del
continente. La vulneración de la confianza tiende a crear una especie de bola
de nieve de posición en torno a la existencia. Suerte de arena movediza de desconfianzas
crecientes.
En caso de
no ser vulnerada, se corrobora lo bien que hicimos en confiar en el otro, lo
cual hace que los vínculos se fortalezcan y ganamos todos. Pero… cuando la
confianza es vulnerada, la posibilidad de poder generarla nuevamente se vuelve
cuesta arriba y muy difícilmente se puede llegar a reconquistar. Esa confianza
depositada se torna necesariamente en un asidero de buenos deseos que
imperiosamente debe abonarse y bajo ninguna circunstancia romperse, pues las
consecuencias son irreparables.
La confianza
vulnerada es como si se lanzase desde un edificio de 100 pisos un jarrón chino
y nos diesen por tarea el tener que armar los pedazos: muy difícil, por no
decir improbable o sencillamente imposible. De ahí que somos lejanos cuando
generamos confianza y cercanos si somos capaces de construirla.
Desde que
tengo memoria he tenido los mismos amigos de siempre. Seis en total, que el
tiempo y sus circunstancias han hecho que nos vinculemos y nos desvinculemos
conforme pasan los años. ¿Qué ha permitido que sigamos siendo amigos durante
toda una vida al punto de que cada vez que nos reencontramos es como si nos
hubiésemos visto el día anterior? Sin dudas que haber apostado a una confianza
que la vida ha puesto y sigue poniendo a prueba insistentemente, sin que pueda
hacer mella, sin distanciarnos, sin poder generar situaciones de vulnerabilidad
en la cual salgamos lastimados. Así es la vida.
Hay una
desconfianza básica y defensiva, de carácter incluso
animal, que hace que un niño, por ejemplo, a partir de los 8 meses de edad
llore ante el hecho de que un extraño lo tome en brazos. La naturaleza en ese
sentido nos dio la sabiduría instintiva de ser desconfiado ante quienes no son
cercanos.
El trastocar
la confianza y la envidia van de la mano, parejitas como gemelos siameses. La
mejor pizzería del mundo se encuentra en la ciudad de Mérida, Venezuela, en un
local al lado de mi consultorio. Abre de martes a domingo a las 6 de la tarde y
luego de terminar mi jornada laboral, una pizza con la mejor salsa y los
mejores ingredientes me acompañaba cada tarde, en la cual me vencía el apetito.
Publicado en
el diario El Universal de Venezuela el 12 de marzo de 2019.
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