Cargado
de simbolismos “castellanos”
y aderezado con militarismos americanos, a duras penas y con mucho esfuerzo
entendemos la lengua con la cual tratamos de defendernos día a día, eso sin
ceñirnos a la obligante moda discursiva impuesta por el hampa internacional y
los íconos juveniles que trastocan el lenguaje de manera exponencial.
Creo
que gran parte de lo existente “en
lo discursivo” se maneja a nivel de estafa, de embuste, de mentira, de falsear
el sentido, de contrariar a través de lo retórico la esencia misma de lo real.
De ahí un elemento atinente al éxito de lo humano en su sentido “humanístico” clásico
y de ahí su trágico destino.
¿Quién,
siendo venezolano, comprende el idioma “español”? Comenzando por esa tontería
llamada gramática que, como bien han dicho tantos antecesores, es una excusa
para explicar los sinsentidos del lenguaje. ¿Cómo justificar que la letra “h” es muda y paradójicamente pretender que escribe
correctamente quien la usa? En Madrid, una que otra vez
algún colega llegó a decir que mi castellano era arcaico y que desconocía el
significado de lo que a su parecer era el habla coloquial castiza americana.
Durante
algunos años me dediqué a estudiar griego antiguo y descubrí que las raíces de
casi cualquier cosa que dijera venían de ese sustrato que no sólo nos vincula
con una cultura, sino que nos permite tratar de interpretar aquello que
tratamos de decir. La sensación que me quedó es la misma que la que viví siendo
niño en Nueva York:
Sólo conoce una lengua quien es artífice de la cultura de quien la practica.
El
conocimiento de idiomas en general es imposible a menos que nos hagamos
copartícipes y creadores de la cultura en la cual nos zumbamos de cabeza. Si
interpreto un simbolismo azteca es interpretación por encima de cualquier cosa,
porque nada me es más ajeno que el preciso hecho de ser azteca. A lo sumo soy
merideño de Mérida y puedo vincularme con alguien de mi propia ciudad. A veces,
cuando viajo a Margarita, necesito pedir explicación de lo que me dicen porque
me es ajena la forma de hablar del oriental, ya que sustancialmente no formo
parte de esa cultura. -¿Cómo está todo?, -Todo bien-, respondemos sin ambages
en estas serranías, aunque la vida se nos esté haciendo migajas, puesto que es consustancial
al hecho de ser andino el tener propensión a “no soltar prenda” acerca de
nuestro mundo interior.
Si,
como venezolano, me es ajeno mi vecino connacional, ¿cómo podría pretender
atreverme a entender lo que quiso decir Homero? ¿O Plinio? O, siendo crudo,
Heráclito o Parménides.
Soy de
los que piensa que quien no pertenece a la cultura de la lengua de un
determinado lugar y momento, necesariamente es ajeno a ello. Por eso un
traductor es simplemente un intérprete y un filólogo es un malabarista del
lenguaje que inexorablemente miente.
¿Quién
puede decirme qué significa la cólera de Aquiles a menos que sea un
contemporáneo griego? Lo dice quien se debate en el duro tránsito citadino, ha
vivido en unos cuantos lugares, maneja alguna lengua y maltrata una que otra
jerga. Lo dice quien ha intentado traducir a Aristóteles a “mandarriazos” y ha leído
decenas de traducciones de Saint-Exupéry que se contradicen una tras otra. Lo
digo desde la perspectiva del lector que se ha acercado a las versiones
bíblicas tan contradictorias como ridículas.
¿Cómo
entender que hay centenares de maneras de entender a Friedrich Nietzsche
dependiendo del traductor o miles de formas de replicar lo que dice Dostoievski?
A esta edad de mi vida creo que no hay mayor estafa que la interpretación
llamada traducción. Bien lo dice el adagio italiano traduttore, traditore, lo cual no pasaría de ser una frase ingeniosa
si no fuese por la enorme tragedia que en ella está implícita.
Para
los colombianos, el realismo mágico “garciamarquiano” es una fiesta. Para los
rusos es un drama. Para los latinoamericanos, Crimen y castigo es una
novela, mientras para los rusos se trata de una obra filosófica sobre la moral
y uno de los aspectos filosóficos más trascendentes: La ética.
Total,
que en pleno siglo XXI la “comunicación”
sigue distanciándonos, con traducciones Google
y todo, porque el lenguaje no tiene absolutamente nada que ver con la manera de
decir las cosas, sino con la forma en que estructuramos la vida, la existencia
y la totalidad de la cultura de la cual somos partícipes. El lenguaje es la
representación del pensamiento que surge de la civilización a la cual
pertenecemos. Por eso nos es tan propio el nuestro y distante el que proviene
de otro origen.
Me dediqué a los idiomas para alejarme de Ramos Sucre. Me acerqué a los idiomas para aproximarme a la gran comparsa de farsantes que creen que lo filológico es posible. Tratar de entender el origen mismo de aquello que nos proponemos es como hacer historiografía o declarar ciencia a la política. Un timo más, como decía mi admirado y ajeno Nietzsche, inherente a lo humano, demasiado humano para mi gusto.
Publicado en el libro de mi autoría Para todos y para ninguno y otros ensayos. Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes. Mérida, Venezuela. 2015.
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