domingo, 31 de mayo de 2020

Pandillas de New York en Broadway



Son muchas las causas por las cuales se puede batallar y dar sentido a nuestras vidas. Las luchas por aspirar al voto y a la democracia, por la igualdad racial, por el respeto a las diversas orientaciones sexuales, por la libertad de culto, por la defensa del medio ambiente, por las consecuencias del cambio climático, por la protección de los animales o por los derechos humanos, entre otras, han sido y siguen siendo elementos de inspiración de personalidades y multitudes. De esas mismas luchas sociales, cuando se desvirtúa su esencia, surgen los más funestos monstruos contra lo que se enfrenta lo mejor de lo humano.

En materia de derechos humanos, por ejemplo, se cometen los más atroces atropellos y lo que sin dudas es una causa justa, potencialmente se vuelve un foco insalubre de actores retorcidos y maneras rebuscadas de manipulación que se revierte precisamente contra lo que dicen defender. A mí, en particular, me aterra cuando alguien se me presenta como defensor de esos derechos, entre otras cosas porque en muchas ocasiones he tendido a ser un descreído, pero por encima de todo, porque al conocer a los actores, la realidad de lo que dicen defender no tiende a comparecerse con sus acciones.

Los pacifistas violentos

De un acto de masas reivindicativo y justo a la violencia más brutal hay un pequeño paso. La necesidad de imponer una manera distinta de pensar puede pasar de la persuasión a la imposición. Es natural que las personas se emocionen con las cosas en las cuales creen, el asunto es que no se puede obligar a los demás a pensar de una sola manera, al menos en democracia. De las formas más ladinas sobre cómo imponer un orden ideológico se encuentran aquellas que desde el discurso de la cordialidad apuestan por la inclusión. El mejor ejemplo de ello es el fulano lenguaje inclusivo, perversión lingüística por antonomasia. Otro ejemplo: La trastada de hablar de géneros y no de sexos, que es lo correcto. Son formas no violentas en donde se impone una manera de pensar a través de la persuasión, generalmente apelando al resentimiento y lo más espantosos de la naturaleza humana. Lo violento no está necesariamente presente, pero se apela a lo sombrío del ser.

En términos generales, las agitaciones callejeras son básicamente lo mismo en cualquier parte porque se basan en métodos muchísimas veces probados con resultados conocidos. Inicialmente se esgrime una causa justa muy difícil o imposible de controvertir, se recurre a lo violento, generando inicialmente simpatía en vastos sectores y simultáneamente caos, se ataca a la propiedad privada y los servicio públicos, se usa la técnica del saqueo y tras bastidores entra en juego una ideología que tiene bien definido el fin último de lo que acontece. Este último paso es materializado por gente de acción, los operadores políticos, que están ubicados desde la primera línea de ataque de las confrontaciones hasta los cómodos espacios de los medios de comunicación más influyentes del planeta.

Lo anteriormente señalado genera necesariamente acciones por parte de las fuerzas de orden público y ocurre la victimización de aquellos que señalan ser agredidos, blandiendo las banderas de las causas justas. Así ha sido, es y seguirá siendo. Lo importante es comprender que en cualquier baile de máscaras, aunque sea de terror, se necesitan de al menos dos actores para bailar.

Defensa de las causas injustas

Sería propio de miserables defender lo indefendible. Las causas justas, que reivindican lo humano o lo cercano a la humanidad, siempre han de merecer nuestro mayor apoyo; sin restricciones. Lo que se hace inevitable es encontrarle costuras a los sacos y hacerse el ciego ante lo que va más allá de las apariencias.

El mensaje tiende a tener un metamensaje: Una lectura que va mucho más allá de lo literal y que suele esconder elementos retorcidos de los que manejan los hilos de los acontecimientos humanos. La verdad, al contrario de la belleza, es con por qué. La belleza no necesita de mucha explicación, pero encontrarse con la verdad de las cosas requiere sumergirse en las cloacas de lo civilizatorio, para lo cual, además de cerebro, se necesita estómago.

Cualquier humanista medianamente decoroso va a tender a estar a favor de las cosas que inexorablemente nos parecen justas. La sensación de injusticia genera de manera casi refleja el sentimiento de rabia. Procesar esta reacción natural y saber canalizarla inteligentemente es un arte propio de quien sabe vivir en buenos términos consigo mismo. En materia de sexualidad, religiosidad y política, es muy fácil que aparezcan desacuerdos, porque cada uno lo experimenta como un valor propio de su centro íntimo como persona. Lo mismo pasa con cualquier conceptuación de aquello que asumamos como “causas justas”, las cuales son parte de nuestro ser. Lo que no debe perder el hombre de ideas es la capacidad de ordenar sus pensamientos. Lo contrario es convertirse en marioneta.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 02 de junio de 2020. 

domingo, 24 de mayo de 2020

Maripérez con Libertador


A Moisés Moleiro

Entre Maripérez y Liberador hay una residencia en la cual viví varios años de mi existencia. Era administrada por sus dueños, una generosa gallega con su templado hijo y su gentil esposa, quienes me trataron de manera por demás amable y respetuosa. Al principio, ocupé una habitación que tenía baño compartido, que para mi desdicha, también lo usaba un cortés inquilino que padecía de colon irritable, por lo que había que cazar las horas más adecuadas para poder ir a ese recinto. También tenía otro defecto importante: La única ventana de mi aposento daba a una pared de bloques, por lo que no le daba sol, lo cual representaba una enorme falencia para un merideño acostumbrado a mirar las montañas de vívidos colores, entre azules encendidos y verdes llameantes. Con el tiempo, y porque excepcionalmente un inquilino se mudó, pude tener mi propia habitación. Todo esto representa un lugar y tiempo que atesoro por la enorme felicidad que experimenté, no solo por no tener que compartir el baño, sino por las extraordinarias vivencias que habrían de marcarme para siempre. Era a mediados de la década de los noventa del siglo pasado, un tiempo que viví con la intensidad con la cual asumía la vida y me permitió elaborar un intenso conocimiento de la ciudad de Caracas y las maneras de vivir de quienes la habitaban.  

Caracas fue Caracas

Sobre ese tiempo y las experiencias acumuladas escribí un libro de cuentos ya publicado y tengo retazos de historias editadas en los más diversos medios. Esa época me permitió hacerme de los más sinceros amigos, de alma límpida y gigantescos afectos, así como de amores hechos y deshechos a la par de haber leído de manera casi atormentada, cuando me encontré con las grandes librerías de Venezuela. Recuerdo las reuniones, las comilonas, los amaneceres de festividad y la celebración por la vida que marcaron mis días en la ciudad de Caracas. No es raro que a veces despierte de manera plácida, en medio de un sueño que recrea esos años, que me hicieron una persona diferente y me enseñaron tanto.

En Maripérez con Libertador, al cruzar la calle, quedaba uno de esos bares que no puedo dejar de visitar cuando se me atraviesan en el camino. De mesas perfectamente cuadradas, sillas de madera y una enorme pantalla en donde se podían ver partidos de fútbol en silencio, sin la molestia de escuchar a los narradores deportivos. Era a las cinco de la tarde, cuando se podía pedir el tercio de Pilsen helada de rigor y escuchar magníficas clases de la más depurada erudición de parte de Moisés Moleiro.

La idea del prohombre

Existen personas inquietas, cuya vida pareciera estar determinada a generar cambios en el lugar y tiempo que les corresponde vivir. Personas que literalmente aprovechan el tiempo y pareciera que la vida les rindiese más que a otras. A Moisés Moleiro lo conocía precedido por su fama. Lo que nunca esperaba era conseguírmelo por las tardes en una calle en donde españoles y portugueses hacían que el lugar cobrase gran vida por los locales llenos de gente comiendo, bebiendo, conversando y tratando de disfrutar la vida. A Moleiro lo adelantaba su leyenda de guerrillero y su aceptación de pasar de la lucha armada a la política partidista; de sujeto que se emancipa de la existencia y trata de cambiar el porvenir. Por su capacidad de liderazgo crea un partido político producto de un cisma en Acción Democrática, que es de interés de mis amigos politólogos andinos.  Su partido tuvo importante resonancia en la Universidad de Los Andes, de mi ciudad. Mi Universidad. También lo precedían sus libros, que eran fáciles de conseguir en cualquier parte del país. Pero por encima de cualquier elemento, lo antecedía su enorme talante de hombre de ideas y estudioso a rabiar. Sobre cualquier virtud, estaba su excepcional capacidad de expresión, lo cual lo convertía en un académico a tiempo completo, que deslumbraba por lo grata capacidad de exponer con claridad y buen tino cada idea expresada. Ese es el Moleiro que conocí personalmente y por quien no solo tengo una deuda de gratitud sino de inexorable nostalgia.

A todas estas, hoy en día, viviendo en tierras lejanas y teniendo en mente cada segundo vivido, me pregunto: ¿Es posible devenir en una sociedad de sujetos castrados intelectual y moralmente?

Lamentablemente tengo que hacerme la pregunta y asumir que estamos cosechando las consecuencias de un monstruoso camino recorrido, en donde los frutos nos señalan de qué case es el árbol. La tenebrosa necesidad social del caudillo, tan presente en el constructo mental de la venezolanidad, devino en ese enjambre de entuertos difíciles de remediar y en los cuales es complicado y penoso sobrellevar la existencia. Fallamos en defender el una vez glorioso país de donde vinimos, porque generacionalmente tuvimos el infortunio de ser colectivamente seducidos por un destructor. Que conste que escuché a Moisés Moliero advertirnos del peligro que corríamos.




Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 26 de mayo de 2020. 

miércoles, 20 de mayo de 2020

Puntada con dedal



Especie o individuo que no se adapte a las condiciones ambientales, desaparece. Esta, que es una premisa consustancial con la vida, pareciera perderse de vista cuando necesariamente debe ser extrapolada a los asuntos propios de la cotidianidad. En una situación interesante entre dos psicólogas, ambas de clase media alta, y autodenominadas de izquierda, en los tiempos en los cuales trabajaba en Venezuela, se produjo un debate, que a decir verdad, he presenciado varias veces.

La psicóloga A decía que ante una paciente en particular, que era vendedora ambulante y debía lidiar todos los días con la calle en un sector popular, se le deberían enseñar habilidades sociales que le permitiesen tener la posibilidad de aspirar a un trabajo mejor remunerado, como aprender a vestirse en forma más arreglada y mejorar el dejo violento de su lenguaje.

La psicóloga B señalaba que la manera ordinaria de vestirse y la ferocidad discursiva de la paciente eran elementos protectores que le permitían sobrevivir cada día a los peligros y amenazas de la calle. Que proveerla de recursos inútiles para defenderse en su medio laboral era exponerla a bajar sus defensas y la colocaba en una condición de vulnerabilidad. 

La gran vía

Sin haber revisado el mapa, atravieso de largo a largo la calle que más meretrices concentra en la ciudad de Madrid. Muchas procedentes de la antigua Yugoslavia y montones de Ucranianas eran el grueso de lo que observé. Conforme se caminaba el ambiente se enrarecía y habían pelanduscas con patas de palo, como la que aparece en la obra de Henry Miller, varias en sillas de ruedas por estar amputadas de ambas piernas, algunas enanas, mujeres sin dentadura y lo más rudo, las que no necesitaban un letrero para asumir la certeza de que estaban contagiadas de HIV, siendo notables las lesiones propias del Sarcoma de Kaposi en varias parte de sus cuerpos. Este corredor de particularidades terminaba en un local comercial en donde filas completas de familias degustaban el mejor perro caliente (hot dog) de Europa. Hice la cola y degusté la comida, tratando de espantar el horror que acababa de presenciar. Todo esto a la luz del día, por lo que no quiero imaginar cómo será de noche. Sería infinito nombrar las características de la calle y sus cualidades subterráneas, así como las habilidades que se requieren para sobrevivir al duro asfalto de nuestras urbes. La idea de que un infierno va paralelo a un paraíso es propia de entender que el mundo es la no confluencia de dimensiones que en muchos casos conforman un paralelismo perfecto. 

Lo que llamamos calle es un corredor de gente y circunstancias en las que no tiene cabida la debilidad. En la calle se ve mejor que en cualquier lugar la dinámica entre halcones y palomas y quien no desarrolló a tiempo una serie de artilugios para defenderse, difícilmente lo podrá hacer en etapas más avanzadas de la existencia. Hay hombres de la calle que literalmente han nacido en ellas, o sobrevivido a las mismas, así como también existen los que las controlan sin haber puesto un pie en ninguna. Hay un tercer grupo que por circunstancias excepcionales debieron aprender a lidiar con los territorios y algunos pudieron ejercer el duro ejercicio. El culmen de las calles se encuentra en las plazas o el mercado, la versiones más edulcoradas y amables de las mismas.

Las psicólogas y sus teorías

¿Qué pasó con las dos psicólogas que mencioné al comienzo del texto? 

La psicóloga A terminó siendo víctima de un hurto por parte de su propia paciente. Frustrada por su poca capacidad de ver el fruto de sus ideas, se fue de Venezuela hace ya una década y le perdí la pista por mucho tiempo. Gracias a las redes sociales, me enteré que actualmente vive en Portugal y no ejerce su profesión. No pudo materializar el desarrollar capacidades de ascenso social y mejor remuneración económica en quienes buscaron su ayuda.

A la psicóloga B le fue muy diferente. Estableció un programa de reinserción social para ciudadanos en condición carcelaria. Desconozco la operatividad y éxito del mismo, pero me consta que varias instituciones nacionales y de otros países se han interesado por sus ideas. Ha sido bien remunerada y también, gracias a las redes sociales, me enteré que sigue en Venezuela, ocupando un importante cargo en la Administración Pública. En la calle, que es la escuela más dura de la vida, quien no es el jefe o no tiene la protección del jefe (pónganle el nombre que quieran, igual es el jefe de la calle), debe someterse a la negociación propia de la dinámica de la vía y si no tiene el poder de la violencia a su favor, no puede darse el lujo de seguir en la calle.

Es bien conocido en el mundo de lo vulgar que para poder sobrevivir, es necesario hacer concesiones y negociaciones con los truhanes de rigor. Así como la política y la guerra son formas distintas de expresión de diferencias, existe una ley de la calle. Quien no la acepta, que ni se acerque a las aceras. 




Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 19 de mayo de 2020.

domingo, 10 de mayo de 2020

Tiempo de tiempos



Quizá la idea de que el curso de la historia está condicionado por fuerzas que hacen que la brújula señale el norte, está más cerca de la chapucería que del razonamiento lógico. La historia es una sucesión de exabruptos y acontecimientos, que en su totalidad terminan por imponer el equilibrio propio de cualquier sistema. Al ser un sistema en el cual nos desenvolvemos, es posible que el mismo cumpla con ciertos ciclos y estos ciclos tengan un carácter de predictibilidad que no es imposible detectar. En relación al tiempo en el cual transcurre nuestra vida, se impondrá sobre cada uno modos de conducta y formas de aparentar. La capacidad de sortear cada obstáculo es la esencia del arte de vivir. En esa sucesión de tropiezos y encontronazos con lo real, cualquier mecanismo de defensa puede ser útil, incluso ser irremediablemente un descreído.


Los modelos se agotan


Cualquier modelo que intente consolidarse en una sociedad, tarde o temprano genera agotamiento del mismo. Los ejemplos abundan por montones, dado que en las dinámicas propias de la vida en conjunto, lo usual es la tendencia a enfrentar las vicisitudes con recetarios. Los recetarios también reciben el nombre de creencias, dogmas de fe, religiones o ideologías. Al final funcionan de la misma manera, dándole al sujeto la sensación de que posee una herramienta que le permitirá afrontar el porvenir. El problema estriba en que el modelo es estático y la realidad es cambiante. Si el modelo no se adecúa a los cambios, se degenera o desaparece.


La capacidad de adaptación de un patrón a las circunstancias requiere de liderazgos y necesidad de convencimiento a las mayorías. En las dinámicas sociales jamás existe el vacío, por lo que señalar que no existen liderazgos es una gran mentira. Que los liderazgos no nos gusten, porque no nos sentimos identificados con los mismos, es otra cosa. A mi parecer, el siglo XXI es un tiempo de líderes fuertes, capaces de atraer en torno a sí a enormes mayorías y hacerlas encaminarse por el sendero que estos guías señalan. Vivimos, con el debilitamiento de los modelos democráticos, el retorno al estilo de la gran manada y el resurgimiento del populacho como gran fuerza determinante de la historia que hacemos cada día.


Entre toros y barreras


Tal vez no podamos cambiar la realidad, pero sí hacer un esfuerzo mínimo por tratar de comprenderla. En los tiempos que corren, se profundizan las raíces de conceptuaciones que considerábamos etéreas, como la idea de aldea global, semillero que posteriormente vino a recibir el nombre de lo que conocemos por globalización.

La globalización es un fenómeno curioso donde, salvo excepciones, los vínculos interpersonales se vuelven tan exponenciales como superficiales y las costumbres tienden a uniformizar aún más a las personas. Cada día que pasa quedamos reducidos a un montoncito de modelos comportamentales y hábitos que tendemos a imitar, empobreciéndose el interior de la criatura que somos. Lo profundamente superficial cobra territorio y la gran soledad humana gana terreno, mientras los intercambios afectivos se nos hacen ásperos y ajenos. Amoríos virtuales, espasmódicos y casi epilépticos, ganan terreno, siendo la norma en ciertos grupos. La idea de que la riqueza llega fácil y no a través del esfuerzo, ya es una consigna. Esperar por el regalo que no llega es la solución a la cual muchos apuestan.


Los ciclos de la historia


Al funcionar como un sistema, existen determinantes, condicionantes y posibilidades de predecir lo que potencialmente ocurrirá. Si un modelo se usa por tiempo indefinido, independientemente del grado de capacidad de generar bienestar, también generará aburrimiento. Es entonces cuando las personas, aparentemente viviendo en un grado de conformidad aparente, enarbolan las banderas de la disconformidad interior y se dan esas cosas que los numerólogos no pueden explicar pero la percepción de lo humano desde su singularidad y subjetividad permite aclarar un tanto. Una de las cosas difíciles de asumir es la obviedad de que las vidas humanas son relativamente cortas comparadas con los tiempos históricos. A algunos, más descreídos que otros, no nos apetece la idea de esperar a que las cosas cambien a nuestro favor. Sería aceptar el delegar en otros el destino de nuestra existencia. Preferimos cambiar nosotros y ser sujeto trashumante termina siendo la solución, configurando una preferible manera de conducirse cuando la comparamos con: Aceptar la vida entendiendo la imposibilidad real de cambiar al entono, adaptándonos a lo que no nos gusta, asintiendo aquello que contraviene nuestros principios, resignándonos al horror o acostumbrándonos al mismo. Los ciclos históricos están delimitados en el tiempo por disrupciones que marcan un desvío en el curso de lo civilizatorio. Cada ciclo histórico tiende a ser largo y generalmente el desenlace no es lo que esperábamos. En materia de historia, las peticiones de buena voluntad no aplican.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 12 de mayo de 2020.

La alegría de vivir



Creo que ni siquiera estudiaba bachillerato cuando se armó una sampablera en el colegio. En el centro del alboroto, había una chica rubia y apretada en carnes que decía a viva voz, rodeada de varias decenas de estudiantes que el camino es la revolución”. Luego de soltar la inefable frase, quedamos todos en silencio y en un alarde de histrionismo que pocas veces he visto, cerró el discurso enfatizando que “el camino es la revolución… la revolución del amor”.

Descreído y casi a punto de salir corriendo por la teatralización que el momento generaba, di un paso al costado y me retiré con sigilo. No sé qué quería decir con eso de la Revolución del amor y ni estaba dispuesto a averiguarlo. Imagino que en el ideario de cada generación, surgen conceptos que destacan tanto por su banalidad como por su aparente profundidad. En esos mismos días leí por primera vez El banquete de Platón y entendí que eso de dizque amor platónico” era una chapucería y piratería que la gente repetía sin saber que nada está más erotizado que el discurso de ese libro.

La joven se tomó lo de la revolución del amor en serio (al menos así parecía) y aspiró a ser la presidenta del Centro de Estudiantes. En su campaña repartió un librito pequeño que tenía en la portada esa foto clásica de un atardecer en donde los rayos del sol hacen contraluz con la superficie del mar. Es la misma foto con la cual se acompaña la frase Dios es amor y la vemos recurrentemente presente en mensajes de autoayuda y esperanza. El título del librito era La alegría de vivir.

La alegría de vivir

Hace poco estuve en misa y no pude evitar sentir risa por la indumentaria del sacerdote. Aplaqué la carcajada diciéndome a mí mismo que el hábito hace al monje y recordé el contenido del librito La alegría de vivir. Básicamente señalaba que se alcanzaba el amor a través del disfrute de las cosas sencillas de la vida y que el amor finalmente se materializaba cuando uno encontraba a Dios. De verdad que ya no son cosas que me parezcan atractivas discernir, pero con sus implicaciones y pesados elementos culturales, esos asuntos siguen siendo universos que pareciera que cargáramos siempre a cuesta. Tal vez la cruz de cualquier hombre sea cargar con sus dudas, así como la liberación de cualquier hombre es abrazar la duda como eterno elemento inspirador y tendiente a subvertir lo convenido y reconfigurar la esencia de lo que somos. De ahí que la ausencia de certeza es el motor de cualquier inventiva que parte, a fin de cuentas, de una carencia. La creación surge porque hace falta algo y ese algo faltante es el elemento inspirador a las grandes motivaciones humanas. La ausencia de certeza es una representación de inteligencia y la certeza absoluta de cualquier prédica es un signo de potencial fanatismo, sinónimo de fatalismo.

La alegría de vivir, en su momento, me pareció un libro ridículo y fatuo, para gente sonsa y de escasa capacidad para el discernimiento propio. Hoy en día me parece un texto que puede ser de ayuda para muchos y si eso es así, se justifica su presencia y celebro su existencia. Todos los caminos conducen a tratar de lidiar con la forma de ver el mundo de los otros y aceptarlo en buena lid es la base de la socialización sana y la vida en equilibrio en el contexto de una sociedad.  

La gente ama y también odia

En una ocasión, ocupando una Jefatura había dos grupos de trabajadores enfrentados. Con grandes dificultades para crear espacios de entendimiento decidí ponerme en contacto con dos colegas expertas en resolución de conflictos y mejora del clima laboral en instituciones. Se me ocurrió que contratarlas a la vez, sin que ellas lo supieran, podía ser un elemento que sumara potenciales posturas encontradas en relación al mismo asunto. Resulta que las contraté por separado y no pudo ser mayor la sorpresa hasta que se dijeron hasta de lo que se iban a morir cuando se encontraron de frente. Lo malo fue la vergüenza que pasaron cuando se pelearon frente a todos los trabajadores. Lo bueno fue que pude prescindir de sus servicios y ahorrarme una buena suma de dinero. El trabajo de unificar a los grupos lo realicé personalmente a martillazos y de moraleja nos quedó la percepción de que en muchas ocasiones, hay personas que viven de predicar lo que no practican. Con eso estamos hartos de lidiar y resabiados de enfrentar.

A manera de colofón puedo decir que La alegría de vivir es un manual de comportamiento que por buenos modales no puedo caricaturizar. En la práctica, prefiero leer libros viejos y novelas clásicas que me hacen repensar las cosas sin atisbo alguno de burla. Lo que piensen los demás tendrá mi más profundo respeto, aunque ni o comparta ni lo crea medianamente sensato. Lo que sí exijo a cambio es la reciprocidad en lo que atañe a la forma de vincularse conmigo. Respeto se gana con respeto. ¿Cómo exigirle menos a quien se le ocurra siquiera asomar su nariz y hurgar nuestra forma de conceptuar la existencia?



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 05 de mayo de 2020. 

Destructivos por naturaleza



Si algo es profundamente humano es la capacidad para especular en relación a los asuntos que generan curiosidad o entran al campo perceptivo. Difícilmente puede aparecer una idea u ocurrir un hecho tangible y difícil de cuestionar, cuando casi de manera refleja, en el espíritu de ciertas personas, surge la idea de especular y modificar las vicisitudes en base a lo que ven o quieren ver. Especulativos o ciegos por naturaleza como noción de vida sería una manera sencilla de conceptuarlo.

De esa tendencia a dudar de todo, surge un espiral de interrogantes y concatenaciones capaces de generar confabulaciones, teorías conspirativas, yerros interpretativos y afines. Es como si se tendiese a enredar lo tangible y convertir lo sencillo en retorcido. En una escalera lineal, se aprecia una de caracol y en un sendero con arroyos límpidos se trata de encontrar gusanos bajo las piedras. De ahí, que por no aceptar el equilibrio, hacen de la existencia un amasijo de hilos. Ser especulativo por naturaleza es estar al ras del chisme, de la destrucción de la reputación ajena y dejar mal parado a quien se conduce en base a sus principios.

Tonterías que trascienden

Aburridos por la insípida vida que les ha tocado, la existencia de otras personas se les hace más interesante que la propia y no dudan de hacer una telenovela en donde solo existe un texto breve. Son los inquisidores de la subsistencia en sociedad, los que soban hasta el cansancio nociones como la “dignidad” humana, concepto tan maleable como vacuo, tratando de hacer de simples creencias sencillas asuntos que casi alcanzan la estructura de una secta, por no decir una religión. Lo intrascendente es el ombligo del mundo para quien tiende a lo supuesto. Son terribles cuando llegan al poder, porque son incapaces de dejar tranquilo lo operativo y se ensañan con acabar lo que funciona.

Trabajos que los atraen son aquellos que le dan figuración pública como la política o el periodismo o lo que es peor, quien es tan básico que hace periodismo y política a nivel del suelo. Que si la vida privada de tal o cual es de una u otra manera; el chismorreo es el gran astro sobre el cual gira su sistema de pensamiento. Pareciera que su sed destructiva supera cualquier otra necesidad y en un afán de acabar con el otro, su vida desaparece para convertirse en la sombra del objeto odiado.

Inquisidores del siglo XXI

Parecía cuesta arriba imaginarse que en pleno siglo XXI, los asuntos moralistas y las costumbres más ceñidas a una forma de ser que ya no se practica, fuesen el objetivo telescópico de la mira de sus cerebros. Una especie de zigzagueante moralismo estruendoso los carcome en el tuétano de los huesos. Incapaces de tener una mínima idea propia en relación a lo que nos circunda, se apegan a recetas prefabricadas grupales y enarbolan las banderas más extravagantes que nos podamos imaginar con un fanatismo con el cual se hace difícil congeniar. La minusvalía mental es la lanza con la cual se atreven a expulsar opiniones y discursitos a diestra y siniestra. Solo les bastaba la aparición de las redes sociales para consumar un matrimonio que exalta la vulgaridad, la chabacanería y el desprecio por la razón.

Ningún lugar le es más cómodo que aquel donde reciben el aplauso del público de galería y su expresión más notable y mísera es cuando se esconden tras el anonimato. En las turbas se sienten cómodos porque su identidad su diluye y se vulgariza, dejando de ser individuos para convertirse en masa. Pocas cosas le placen tanto como tratar de hacer aserrín del árbol caído y si vinieron a este mundo, por no encontrar fundamento ni excusa que justifique mínimamente su presencia, se regodean con hacerle la vida difícil a los valerosos y talentosos que excepcionalmente asoman la nariz.

Estaba justo en esta parte del texto, aislado durante el fin de semana haciendo el ejercicio intelectual de darle forma a lo que digo, cuando de manera imprevisible, me interrumpió una llamada de teléfono. Contesto sin mucho afán y malhumorado por la interrupción; del otro lado del continente me llama uno de estos personajes sobre quienes escribo. Escucho con simulado interés el asunto que me plantea, sin dejar de advertir que lágrimas de mujer bonita son el eco ahogado de una conversación que no me interesa prolongar. Ella explica la necesidad que tiene de contar con mi apoyo en estos momentos que vive mientras siento que es una suerte de destino lo que me la puso al teléfono. Trato de escoger con cautela mis palabras y a cortapisa termino la conversación y cuelgo con una escueta y espero que fulminante despedida.

Trato de recordar en dónde metí, dejé o perdí ese trabajo sobre La Santa Histeria, mientras recobro la concentración y trato de escribir sobre esos seres pequeños con los cuales tal vez soy cruel y sin poder evitarlo, hago el enredado ejercicio de ponerme en lugar de ella. Demasiado tarde, me digo a mí mismo. El texto quedó terminado.   



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 28 de abril de 2020. 

De cuarentena en cuarentena



Para entrar en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes, en Mérida, Venezuela, uno camina por un hermosísimo jardín que no pareciera ser de este mundo. Las áreas verdes son mantenidas por un buen hombre que transmite serenidad, seriedad y misticismo. Es un sendero hermoso, en donde los arbustos tienen forma de los más versátiles animales, perfectamente cuidados por manos prodigiosas que con tesón muestran ser incansables en lo que respecta al cuidado de esos espacios.

A veces, antes de entrar o ya saliendo de la Facultad, era muy difícil no hacer un alto en la marcha de la cotidianidad y ponerse a charlar con algún colega profesor, acerca de asuntos propios de lo humano y de quienes disfrutamos de una buena conversación, más si es en un escenario tan hermoso como el de esos espacios académicos.

Siete años en el Tíbet

Lo cierto es que un día en que salía del recinto universitario, me conseguí con un colega que se había ido de Venezuela y no lo había vuelto a ver en cinco años exactos. Durante el tiempo que trabajamos juntos, fue un muy cercano contertulio. Hombre de mundo, culto como pocos, solíamos establecer conversaciones que bien podían ser de teología o de gastronomía, tanto como de cine o delicadas damas. 

Podíamos pasar horas enteras hablando de los grandes novelistas del siglo XX, así como de mecánica automotriz. A ambos nos gustan los buenos carros y los viajes largos. Me dio mucha alegría volverme a encontrar con él, sin poder evitar la chanza de rigor, porque era bien conocido por su tendencia a ser enamoradizo y a estar siempre acompañado de hermosas mujeres. Lo invité a tomar un café, que por lo prolijo y agradable del reencuentro, se convirtió en otra ronda de tintos mientras le decía que se rumoraba que se había ido a vivir al Tíbet, después de llevar una vida licenciosa en una ciudad tan pequeña.

Me contó que había estado dando clases de literatura hispanoamericana en una de las más importantes universidades de los Estados Unidos y luego de cinco años, se regresó al terruño del cual ambos surgimos. No pude sino escrutar las razones que lo indujeron a regresar a Venezuela y me respondió de manera sincera y llana algo que no me esperaba. “– Alirio, me dijo- En cinco años nadie me invitó a tomar café.”

No pude sino sentir el más profundo pesar por mi buen amigo y conociendo su tendencia a cultivar los placeres mundanos, sobre todo, conociendo su reputación de hombre tendiente a no rehuir a los enredos de falda, le pregunté cómo había sido su experiencia amatoria en esas tierras lejanas y me volvió a contestar con otra frase sepulcral: “– Alirio, me dijo- En cinco años ninguna mujer se quedó a pasar la noche conmigo. Todas se marchaban antes del amanecer.”

Deshojando las margaritas

Estuvo muy buena la conversación, llena de sorpresas banales y por demás edificante. Apenas acababa de llegar a Mérida y ya estaba saliendo con una chica guapa y se había comprado una camioneta de lujo, de marca japonesa, con los ahorros que trajo de los Estados Unidos, a la cual le había puesto vidrios muy oscuros para evitar ser asaltado. Me explicó lo bien que se sentía de regreso y cómo había cambiado al punto de que solo iba de la facultad a su casa y de la casa a la Facultad. Una señora le hacía las compras y le limpiaba su enorme vivienda tres veces por semana. Su nueva pareja lo visitaba cada tarde desde temprano, y entendí que era una suerte de curioso anacoreta, dedicado al estudio y a complacer los caprichos de su nueva pareja. 

Su vida había dejado de ser complicada y se basaba en una rutuna escueta y sencilla, en donde privaba la introspección y el compartir emocional con esta mujer, que por lo que entendí, era la única persona con quien hablaba todos los días. Insistió en que se sentía ¡Por fin! en paz y sosiego consigo mismo, al punto que fue sencillamente elevado cuando dijo con mucha modestia “-Nada me falta. Me aislé”. En su momento, me pareció que había alcanzado un estado de equilibrio en la sacra tierra venezolana.

Esa es la última vez que lo vi y a veces recuerdo nuestras buenas y largas conversaciones en el cafetín de la facultad, degustando del mejor café del mundo: El que se hace en las tierras andinas de Venezuela. Después de ese reencuentro, no pasó mucho tiempo y me fui de mi país. Una de las cosas buenas de ser migrante es poder atesorar cada buen recuerdo ante las vicisitudes propias de los cambios. Por terceros me he enterado que mi amigo apenas sale de su casa para ir muy puntualmente a la facultad y durante estos años en que he estado viviendo en tierras del sur del continente, ha mantenido la relación con la misma dama. 

Con lo de la pandemia imagino que su confinamiento se materializó finalmente hasta lo inesperado y estoy seguro de que es una de las personas que mejor la está pasando en el mundo. Lo que para unos es una desgracia, para otros es el camino para lograr la paz y exorcizar fantasmas.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 21 de abril de 2020. 

Buenas y malas juntas



En los comienzos de los años noventa del siglo pasado, conocí a un profesor universitario con un excelso currículum académico, a quien lo carcomía el odio y el resentimiento. Era muy culto y tuvo la deferencia de prestarme su biblioteca personal durante mucho tiempo. De esa biblioteca pude obtener acceso a los más variados y difíciles libros de conseguir, por lo que le quedé agradecido. Lo respeté como suelo respetar a tantas personas, pero particularmente me compadecí de sus creencias ideológicas y/o políticas, porque en su discurso de la cotidianidad apostaba por que en nuestro país la tiranía llegase al poder. En realidad era bastante extravagante cuando los escuchaba hablar, pues básicamente su ideal se basaba en invocar a un tirano para “salvar” la República. No podía sino compadecerme de tan extraña manera de pensar. Era muy joven en ese tiempo.

Devorador de libros de historia y literatura, era uno de los lectores más prolijos que conocía en ese tiempo como también era emocionalmente inestable, con una gran tendencia a la suspicacia y a pensar de manera dicotómica, en buenos y malos. Los que no están conmigo están contra mí y cualquier clase de lugares comunes ocupaban sus pensamientos rumiantes a la par de desafiantes. Nunca la agarró conmigo y hasta el día de hoy desconozco las razones. Supongo que en su infinita desconfianza hacia cuanto lo circundaba, mi tendencia a ser directo y claro le daba la seguridad de que era amigo de alguien que le proporcionaba la certeza de saber lo que pensaba. Cuando me preguntaba qué opinaba sobre sus ideas, no vacilaba en señalarle que no las compartía. Tal vez por eso me respetaba.

La transformación y el poder

La imagen que daba el profesor, independientemente de su extraña manera de pensar, era que se trataba de alguien solidario, preocupado por el prójimo y por las vicisitudes que generan las circunstancias en las cuales las personas debemos vivir y sobrevivir. Se mostraba contrariado ante las injusticias propias de la vida en sociedad. Lo cierto es que la dinámica consustancial a la historia nacional hizo que de la noche a la mañana adquiriese poder y dominio de espacios, así como la posibilidad de tomar decisiones importantes que le cambiaban la vida a la gente. El ejemplar de Los endemoniados de Dostoievski era de su biblioteca, por lo que pude ver retratado en el libro que me prestó, la transformación de una persona cercana, quien pese a sus imperfecciones e ideas descabelladas, se fue transformando literalmente en una ser malvado y cruel en la práctica vivencial diaria.

Empezó por dar conferencias internacionales acerca de los aciertos de un sistema de gobierno que claramente no es perfecto y se terminó por convertir en un mercantilista y nepotista burócrata al servicio de intereses que por más que lo intento, no puedo justificar. Se iba convirtiendo cada día en un monstruo real. Cuando lo conocí, solo estaba en una condición de maldad latente. No era necesario hacer daño para lograr lo que él quería, pero lleva décadas haciéndolo. De ser un catedrático respetado, terminó por espantar a sus allegados como si fuera una persona infectada con coronavirus en el año 2020. En lo particular, a mí me dejó de hablar y en una ocasión en que me lo encontré de frente en una feria del libro, apenas esbozó una sonrisa y me dijo en voz baja sin ocultar lo que pudiésemos llamar la envidia de lo infrahumano: “- Se ve que eres feliz”.

Delatores por naturaleza

El perfil de los delatores por naturaleza es de los más nauseabundos que existen entre lo humano. La idea es vigilar cuanto le circunda y asumir el rol de juntar miserias internas para ir a “acusar” al otro. En ese duro juego de sombras, el delator le arruina la vida a sus pares y se regodea en el éxito malsano que significa el hundimiento físico, moral, económico o hasta la propia vida de los demás. Es difícil no sentir desprecio por gentes que llevan la delación en su sangre, así como es casi imposible que no nos hayamos topado con uno. Los menos enfermos se mueven por intereses económicos. Los más enajenados los mueve el deseo de hacer sufrir para sentir placer.

Por razones que tiene que ver con asuntos vocacionales, cada vez me alejo más y más de todo aquel que no me convenga como persona. El poder aislarme en mi burbuja imaginaria, me ha permitido solventar las circunstancias más adversas en los más agrestes escenarios. Tal vez por eso sigo escribiendo de manera ordenada; porque una parte importante de mí necesita plasmar y compartir lo que piensa. Otra parte solo quiere mantenerse al margen. Difícil evitar contraponer esas dos visiones de la vida y tratar de acoplarlas en una sola manera de conducirse, aunque sea más lo que tratamos de ocultar que lo que terminamos por expresar.

Afortunadamente los buenos amigos son más y por eso es necesario recordar a quienes no convienen o hacen daño. Valoramos a quienes se mantienen combatiendo el mal desde sus trincheras.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 14 de abril de 2020. 


El final de las historias



Tratar de atrapar la realidad es una obsesión a la cual sucumbo, a sabiendas que es un ejercicio estéril que solo conduce a callejones sin salida. Por lo pronto trato de mantenerme vivo comiendo de manera saludable, haciendo ejercicio y leyendo buenos libros. También tengo otros vicios. En una ocasión entré a una panadería y me confundieron con un actor de la televisión local. Firmé un montón de autógrafos y me retraté con una fila de lindas damas que me daban las gracias por mi actuación. Nunca averigüé el nombre del actor ni sé qué película, novela o aparición ha hecho, pero me pareció divertido que me confundieran con otra persona. Como en ningún momento afirmé ser quien decían que era, siento que no le mentí a nadie. Muy por el contrario, creo que le hice el día a un montón de personas que llegó a su casa contando que conocieron a no sé cuál fulano y la vida se les hizo un tanto entretenida. En realidad hice un acto de caridad.

La vida, en ocasiones, parece cundida de casualidades. Si por ejemplo nos encontramos en la calle con una persona de manera seguida y sin haberlo planeado, es posible que nuestra mente nos haga uno de esos juegos que la caracteriza y adjudicamos a esos encuentros un sentido que va más allá de lo simbólico. Apegados a la tendencia de darle una connotación de cuanto nos ocurre, vamos hilando la historia de nuestras vidas atribuyéndole significados a cuanto nos acontece, pues de lo contrario, la existencia se nos podría hacer aburrida y carente de sentido. La historia de los pueblos, es construida por los hombres, lo cual lleva consigo aciertos y los más escandalosos yerros. Así parece que siempre ha sido y seguirá siendo. Tratar de cambiar el curso de la historia es el sino de ciertos hombres tercos.

Caminando por una calle de una ciudad que quiero mucho, me encontré siete veces con la misma chica el mismo día. En una ocasión presencié tres suicidios en una mañana y gané veintiún veces seguidas a los dados ¿Cómo escapar de la tentación de adjudicarle un sentido de trascendencia a cuantas vicisitudes nos ocurren? ¿Cómo hacemos para escapar del pensamiento mágico de creer que hay un destino?

Las probabilidades

En realidad las casualidades no existen. Existen las probabilidades, que son una cosa muy distinta y tienen que ver con un sentido lógico de orden dentro del universo. ¿Cuántas probabilidades existen de conseguirse a la misma chica siete veces el mismo día, presenciar tres suicidios en una mañana y ganar en los dados veintiún veces seguidas? Las probabilidades de que cosas así ocurran son muy bajas, cuando no explicables por un sentido perfectamente racional de conceptuar aquello que nos circunda.

Tal vez si la chica nos está siguiendo no hay que hacerse mucha cabeza, o si los dados están más pesados de un lado que de otro o si vivimos en la ciudad donde más se suicida gente en el planeta. En este caso todo sería causal, no casual y ni siquiera es razonable concebirlo en términos probabilísticos. Total, que la realidad supera cualquier ficción.

En una ocasión, a través de las redes sociales, un sujeto a quien no conozco personalmente, me escribió señalando que había leído la totalidad de cuanto yo había escrito y tenía muchas críticas negativas hacia mis trabajos. Le sugerí que no me leyese y le agradecí por el tiempo invertido en leer mis escritos. Gente rara, pensé. En una cena con buenos amigos, alguien trajo a colación el nombre de mi crítico y resultó ser el actual esposo de una mujer con quien mantuve una relación muy bonita en tiempos remotos. Nada casual, pensé. Pobre hombre, que no supera los alcances inimaginables de las relaciones humanas.

Desconectado del mundo

Pareciera que en la gran pecera humana, a través de cuatro láminas de vidrio, tratamos de entender cuanto vivimos. Lo único tangible es el fondo de la pecera. Lo demás son imágenes desfiguradas y parciales de cuanto acontece a nuestro alrededor. La realidad es eso que no podemos conocer, porque no lo lograremos ver en toda su dimensión. Vivir es tatar de armar el rompecabezas de la existencia sin tener las piezas completas. Creo que de eso se trata. De hacer lo posible por justificar la existencia con las piezas que tenemos a disposición. Lo demás ni siquiera lo vamos a conocer. Tampoco lo entenderíamos si lo conociéramos. El ser humano no es racional, solo es argumentativo. Somos constructores de gigantescos reinados imaginarios y tendemos a falsear la realidad que se nos aparece por pedazos.

Una chica tan guapa que doy gracias por haber nacido, me pregunta: ¿Qué opinas del feminismo, de la política en Latinoamérica y del origen de una pandemia? Le digo sin ambages que no tengo idea de nada. Me quedé pensando, después de despedirla cortésmente, que en parte escribo para no tener que hablar con las personas. Cierta reticencia a indagar aspectos recurrentes de la condición humana hace que tenga las defensas altas. No en vano soy el hijo de un boxeador.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 07 de abril de 2020. 

Tiempos recurrentes



Hay una idea que siempre me ha parecido atractiva en extremo y es la de poder atesorar tanto nivel de conocimiento que nos permitiese contemplar desde una instancia más que elevada, todo aquello que explique lo que somos y lo que nos circunda. ¿Qué cosa puede ser tan cautivante como tener la capacidad y el entendimiento de poseer tal nivel de sapiencia que no fuesen las piezas del rompecabezas la que vemos cada día sino el rompecabezas completo?

Eso nos permitiría poner en su lugar todas aquellas dudas que tenemos y sería un poder tan desmesurado que tal vez quien lo alcance, deberá retirarse a una ermita. Mientras tanto, vamos a pie juntillas con lo que señalen nuestras creencias.

El leguaje destruye realidades

El lenguaje tiende a ser fuente de malos entendidos; además de distorsionar la realidad al punto de engañar. Con el lenguaje tendemos a apostar al falseamiento de la realidad. Con el lenguaje destruimos realidades y nos apegamos a falsos conceptos y premisas que en la contemporaneidad se resumen en la inefable y pobre palabra: “Paradigma”. Cuando alguien trata de explicarme las características de los nuevos “paradigmas” solo siento pena por su falta de ingenio. Deseoso de poder ver el conocimiento desde una postura universal, los castrantes “paradigmas” son simples eslóganes de menguados mentales.

Cuando el individuo es embelesado por las ideologías o las explicaciones que limitan el pensamiento, se cae en tierra de nadie, donde la posibilidad de refutar una idea es contraargumentada por formas de pensar que en realidad son actos de fe. Tener la capacidad de no ser atrapado por una consigna sería acercarse a entender el sinsentido cotidiano de la vida y abrazar la posibilidad de que sí existe trascendencia en este mundo lleno de entuertos. Sería poseer la verdad en nuestras manos, sin la certeza del fanático, con la gigantesca humildad del iluminado. Aproximarnos a aquello que no es argumentativo sino verdadero es poseer la llave mágica que nos permitiría abrir todas las puertas y descifrar cada enigma.

Me gustaría tener tal nivel de sabiduría, la cual sin dudas iría a la par de la experiencia de vida, con sus vahos podridos y sus momentos de gloria. El saber y el poder vivir… a nuestras anchas, sería alcanzar la cima del más grande de los desafíos.

Ciegos sin remedio

Condenados a ver un pedacito de la realidad, ni siquiera alcanzamos a dominar esa miga a la cual tratamos de atrapar. Sin embargo, la terquedad puede llegar a extremos asombrosos en los cuales el conocimiento no solo es una forma de poder sino de simple placer. La idea de que el conocimiento es una instancia hedonista y propia de quienes disfrutamos de los placeres mundanos va de la mano con el hombre exigente, capaz de visualizarse desde una dimensión en la cual muchos pocos se atreven siquiera plantearse.

Conformarse con ver un pedacito de la gran torta es de alguna manera condenarse a tener una vida menguada, en donde la curiosidad se encuentra atrofiada y el ser deja de dar lo mejor que tiene para ser arrastrado por lo pusilánime y lo tendiente a lo mediano. En términos tangibles, la actual pandemia habrá de seducirnos para tratar de replantearnos en el contexto en el cual estamos, si no es que nos lleva con ella.

Nada nuevo tiene la actual peste. De alguna manera confirma las grandes falacias que hemos venido vociferando como viajeros sin retorno. A raíz de la revolución industrial y potenciados cronológicamente con la aparición de la microtecnología, se nos dice una y otra vez que las personas vamos a ser sustituidas por las máquinas. Nada más falso y la prueba condenatoria que rompe esa premisa es lo que estamos viviendo. Nunca antes fueron tan importantes las personas, especialmente los individuos con ciertos talentos.

Kliní, en griego, significa cama, lecho. Producto de un interrogatorio estructurado y de un examen físico y mental, el clínico llega a conclusiones que permiten concluir en un tratamiento apropiado. Es un lugar común en el área de Salud Pública, por ejemplo, denostar de la importancia de los clínicos. De igual manera, pereciera que desde el mundo más que tangible de los clínicos, lo epidemiológico y tendiente a lo comunitario es una suerte de entelequia que no tiene los pies puestos en la tierra. Para quien es capaz de ver la gran torta de cuanto ocurre, no podría separar una instancia de la otra, porque forman parte del mismo proceso.

De ahí que una de las grandes reflexiones a las cuales nos va a llevar la actual pandemia es a la necesidad de invertir más en salud y educación. Cada persona en su más íntimo y por demás entendible temor, ansía no ser contaminado por el virus, pero si ello llegase a ocurrir, lo menos que espera es que pudiese recibir atención por parte de un equipo de salud (personas) en las que estén, por supuesto, incluidos los médicos (personas), particularmente aquellos que tienen la pericia y el conocimiento para enfrentar como clínicos (personas) a la muerte.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 31 de marzo de 2020.