A Moisés Moleiro
Entre
Maripérez y Liberador hay una residencia en la cual viví varios años de mi existencia.
Era administrada por sus dueños, una generosa gallega con su templado hijo y su
gentil esposa, quienes me trataron de manera por demás amable y respetuosa. Al
principio, ocupé una habitación que tenía baño compartido, que para mi desdicha,
también lo usaba un cortés inquilino que padecía de colon irritable, por lo que
había que cazar las horas más adecuadas para poder ir a ese recinto. También
tenía otro defecto importante: La única
ventana de mi aposento daba a una pared de bloques, por lo que no le daba sol,
lo cual representaba una enorme falencia para un merideño acostumbrado a mirar
las montañas de vívidos colores, entre azules encendidos y verdes llameantes. Con
el tiempo, y porque excepcionalmente un inquilino se mudó, pude tener mi propia
habitación. Todo esto representa un lugar y tiempo que atesoro por la enorme
felicidad que experimenté, no solo por no tener que compartir el baño, sino por
las extraordinarias vivencias que habrían de marcarme para siempre. Era a
mediados de la década de los noventa del siglo pasado, un tiempo que viví con
la intensidad con la cual asumía la vida y me permitió elaborar un intenso
conocimiento de la ciudad de Caracas y las maneras de vivir de quienes la habitaban.
Caracas fue Caracas
Sobre
ese tiempo y las experiencias acumuladas escribí un libro de cuentos ya
publicado y tengo retazos de historias editadas en los más diversos medios. Esa
época me permitió hacerme de los más sinceros amigos, de alma límpida y
gigantescos afectos, así como de amores hechos y deshechos a la par de haber
leído de manera casi atormentada, cuando me encontré con las grandes librerías
de Venezuela. Recuerdo las reuniones, las comilonas, los amaneceres de
festividad y la celebración por la vida que marcaron mis días en la ciudad de Caracas.
No es raro que a veces despierte de manera plácida, en medio de un sueño que
recrea esos años, que me hicieron una persona diferente y me enseñaron tanto.
En
Maripérez con Libertador, al cruzar la calle, quedaba uno de esos bares que no
puedo dejar de visitar cuando se me atraviesan en el camino. De mesas
perfectamente cuadradas, sillas de madera y una enorme pantalla en donde se
podían ver partidos de fútbol en silencio, sin la molestia de escuchar a los narradores
deportivos. Era a las cinco de la tarde, cuando se podía pedir el tercio de
Pilsen helada de rigor y escuchar magníficas clases de la más depurada
erudición de parte de Moisés Moleiro.
La idea del prohombre
Existen
personas inquietas, cuya vida pareciera estar determinada a generar cambios en
el lugar y tiempo que les corresponde vivir. Personas que literalmente
aprovechan el tiempo y pareciera que la vida les rindiese más que a otras. A
Moisés Moleiro lo conocía precedido por su fama. Lo que nunca esperaba era
conseguírmelo por las tardes en una calle en donde españoles y portugueses
hacían que el lugar cobrase gran vida por los locales llenos de gente comiendo,
bebiendo, conversando y tratando de disfrutar la vida. A Moleiro lo adelantaba su
leyenda de guerrillero y su aceptación de pasar de la lucha armada a la
política partidista; de sujeto que se emancipa de la existencia y trata de
cambiar el porvenir. Por su capacidad de liderazgo crea un partido político producto
de un cisma en Acción Democrática, que es de interés de mis amigos politólogos
andinos. Su partido tuvo importante
resonancia en la Universidad de Los Andes, de mi ciudad. Mi Universidad. También
lo precedían sus libros, que eran fáciles de conseguir en cualquier parte del
país. Pero por encima de cualquier elemento, lo antecedía su enorme talante de
hombre de ideas y estudioso a rabiar. Sobre cualquier virtud, estaba su
excepcional capacidad de expresión, lo cual lo convertía en un académico a
tiempo completo, que deslumbraba por lo grata capacidad de exponer con claridad
y buen tino cada idea expresada. Ese es el Moleiro que conocí personalmente y
por quien no solo tengo una deuda de gratitud sino de inexorable nostalgia.
A
todas estas, hoy en día, viviendo en tierras lejanas y teniendo en mente cada
segundo vivido, me pregunto: ¿Es
posible devenir en una sociedad de sujetos castrados intelectual y moralmente?
Lamentablemente tengo que hacerme la pregunta y asumir que estamos
cosechando las consecuencias de un monstruoso camino recorrido, en donde los
frutos nos señalan de qué case es el árbol. La tenebrosa necesidad social del
caudillo, tan presente en el constructo mental de la venezolanidad, devino en
ese enjambre de entuertos difíciles de remediar y en los cuales es complicado y
penoso sobrellevar la existencia. Fallamos en defender el una vez glorioso país
de donde vinimos, porque generacionalmente tuvimos el infortunio de ser
colectivamente seducidos por un destructor. Que conste que escuché a Moisés
Moliero advertirnos del peligro que corríamos.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 26 de mayo de 2020.
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