Como muchos andinos venezolanos, conocí el mar a una edad relativamente avanzada. La impresión de ver la infinitud de las aguas difícilmente pueda ser llevada a las palabras adecuadas. Sin embargo, mientras el mar me deslumbraba, no menos impresión me causó la multitud de barcos que pude ver a las anchas del Caribe. Recuerdo que cargaba una ya legendaria cámara Pentax y no cesaba de fotografiar las naves.
Desde entonces me he apasionado por el estudio de las embarcaciones marinas, su funcionamiento, su correcta manera de desplazarse (navegar), pero particularmente por comprender las funciones que realiza y ha realizado en el curso de la civilización cada uno de sus tripulantes. Desde los textos sobre esclavismo y el rol de los barcos del escritor cubano Lino Novás Calvo, hasta las historias de piratería, han formado mi impresión de lo constituye el mundo de los marineros, derivando en una admiración que me ha hecho conocer multiplicidad de barcas, textos y hasta museos relacionados con la navegación.
Así como tantos andinos, no soy hombre de mar. Es simple curiosidad de quien se siente distante y atraído por una forma de percibir e interpretar la vida que se encuentra un tanto disociada de quien vive rodeado de montañas, que es mi caso.
El asunto es que una embarcación no sólo es un medio de comunicación. Es también uno de los símbolos representativos del poder del hombre, de sus ambiciones de desafiar a la naturaleza, de conquistar espacios desconocidos, de aspirar a la gran aventura. Se trata de la incomparable hazaña de adentrarse en el corazón de las distancias marinas. Es una representación de lo temerario en lo humano y de cómo vence la dimensión relativa a los recelos que inundan su mundo interior.
Igual que otros andinos venezolanos, tengo formación religiosa. No sólo la que adquirí a través de los estudios formales en una institución cristiana, sino la que deriva de haber leído el texto bíblico en su totalidad a temprana edad, de haberme sumido en el estudio de San Agustín y Santo Tomás de Aquino, de haber elaborado mi tesis doctoral sobre el apasionante asunto de la ética, además por mi condición de haber sido docente durante varios años en el Centro de Estudios Teológicos dependiente de la Iglesia Católica de la ciudad que habito.
De las múltiples lecciones que derivan del texto bíblico, he estado pensando en las enseñanzas en relación a Caín y Abel.
Como venezolanos somos tripulantes y pasajeros de la misma nave y como tal vamos hacia el mismo destino. Desde hace ya un rato largo andamos casi a la deriva, como si se tratase de un motín ininterrumpido entre pares que paradójicamente compartimos más semejanzas que diferencias. En cualquier motín, la base que lo sustenta es la descalificación de quien debería ser responsable de dirigir la embarcación a puerto seguro. Socialmente nos hemos comportado como los trágicos hermanos del texto bíblico, apoderándose del espíritu colectivo la envidia, el resentimiento y el revanchismo, con la subsecuente tragedia que ha derivado en derramamiento de sangre y malos presagios.
A veces siento que en mi amado país el barco hace aguas mientras en una inútil confrontación, las fuerzas que mueven las pasiones de uno de los hermanos pretenden apoderarse de la vida del otro. Nada más contrario a los profundos preceptos de carácter ético que son los pilares de la civilización, porque el resultado de la contienda entre fraternos es bien conocido por todos. “Abel fue pastor de ovejas y Caín labrador. A Yavé le agradó Abel y su ofrenda, mientras le desagradó Caín y la suya. Caín dijo después a su hermano: ‘Vamos al campo’. Y cuando estuvieron en el campo Caín se lanzó contra Abel y lo mató’. Entonces Yavé le dijo: ‘¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano grita desde la tierra hasta mí. Por lo tanto maldito serás, y vivirás lejos de este suelo fértil que se ha abierto para recibir la sangre de tu hermano, que tu mano derramó. Cuando cultives la tierra no te dará fruto. Andarás errante y vagabundo sobre la tierra’. Y Yavé puso una señal a Caín para que no lo matara el que lo encontrara.”
Por el rumbo que nos estamos trazando, la marca de Caín seguirá condicionando nuestras vidas y nuestros destinos, a menos que en una acción elemental de humanidad, supervivencia y claridad, entendamos que no podemos derramar la sangre de quienes nos encontramos en el mismo barco. No se debe actuar con torpeza y agrandar nuevamente el sello que nos define como seres llenos de profundas miserias emocionales.
No está bien vivir bajo la zozobra generada cuando un grupo se intenta imponer sobre otro sin medir las potenciales consecuencias trágicas que conduce este hecho. Es momento para que se detenga una estéril lucha entre hermanos. De lo contrario el resultado es más que evidente. Volverá a derramarse la sangre de Abel y cuando el barco se hunda, no habrá sobrevivientes que puedan conducirnos por un mismo sendero.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 23 de noviembre de
2015.