Hay
muchos que presumen el haber tenido una abuela sabia que dejó un legado lleno
experiencias que nutren y cohesionan a los miembros de la familia. En mi caso
tuve la fortuna de haber tenido dos abuelas que imprimieron sus palabras a sus
descendientes y cada día que pasa solemos recordar sus enseñanzas. En este
texto me referiré a una de las muchas cosas que aprendí de mi abuela materna.
Venía
del horror de la segunda guerra mundial en donde ya se había vuelto costumbre
el abrir la puerta de la casa con una escopeta en la mano, ‘sólo por precauciones mínimas’. El
abuelo había estado en el frente de guerra desde 1939 hasta 1945, pero además
había servido cuatro años antes en Libia, lo que sumaba once años de
beligerancia en la vida de un hombre que murió alrededor de los cincuenta años
de edad.
Se
trataba de una familia que llegó al mejor país del mundo llamado Venezuela, en
donde se abrían todas las puertas del futuro y esperanza para quienes huían de
la muerte, la ruina y la desventura. Soy descendiente de la estirpe de
emigrantes que formamos parte del universo de interrelaciones culturales y
étnicas que nos hacen copartícipes de una sola manera de ver la vida y entender
que los seres humanos solamente podemos ser de un tipo y las divisiones no
tienen cabida. Somos hijos de los sobrevivientes de las causas perdidas que una
y mil veces han trastocado los destinos de la humanidad.
Cuando
un pueblo es perseguido o amenazado, sencillamente siento que pertenezco a ese
pueblo, porque en mis raíces parentales la supervivencia es el fin último de
todos los proyectos trazados. Resulta que el tío Pepe, recientemente fallecido,
siendo el mayor de los hijos de mi abuela, se vio forzado a trabajar a mediados
del siglo pasado en las tortuosas rutas comunicacionales del estado Lara,
manejando camiones desde que era apenas un muchacho, con un permiso especial,
llevando mercancías desde Quíbor hasta Humocaro Alto, pasando por Cubiro,
Sanare y pernoctando incluso en las tierras portugueseñas de Chabasquén y
Biscucuy. Quiso la mala fortuna que con un camión recién comprado y esquivando
una roca en tan intrincadas carreteras, se volcó al precipicio y quedó
guindando de la rama de un árbol por el ruedo del pantalón.
Pasaban
y pasaban los viajeros que con temor se asomaban a ver al muchacho colgando a
punto de perder la vida. Se iban amontonando al borde del abismo a mirar lo que
sería un trágico e inexorable desenlace, hasta que un par de robustos jóvenes,
acaso un tanto mayores que mi tío y que apenas hablaban español, se lanzaron
amarrados de una larga soga arriesgando sus vidas para rescatarlo. El tío Pepe
salvó la vida de esta forma y cuando el par de hermanos llegó a la casa de mi
abuela después haberlo socorrido, el decreto de la nonna, luego de conocer su procedencia, no se hizo esperar: “En esta
familia todos somos sirios”.
Desde
ese día, unos europeos llegados a América de los cuales soy descendiente, hicieron
amistad, cultivaron el respeto e incluso el parentesco con árabes provenientes
de Siria. Siendo fieles al legado de mi abuela, no sólo cultivamos el aprecio
por quienes son mis hermanos anímicos, sino que comparto su sufrimiento, porque
no se es humano si no se es solidario con el dolor de quien por desventura le
toca vivir la trágica experiencia de la guerra y el peregrinaje como emigrante
que busca un mejor porvenir para su descendencia.
Desde
lo ético, que es el ejercicio intelectual que está por encima de la moral,
somos venezolanos porque nos solidarizamos con el que es perseguido por la
barbarie y a duras penas sobrevive a un “viaje” injusto. Desde nuestros más
originarios confines espirituales somos universales porque descendemos de la
misma tradición que señaló que sólo existe un Dios y que está representada en
la misma raíz que es Abraham, que es el profeta que une el judaísmo, el
cristianismo y el islam. Desde lo fraternal, porque mi padrino es sirio y es
uno de los ciudadanos más correctos y ejemplares que he conocido en mi vida.
Somos
de todos lados, porque somos cosmopolitas y revisando mi árbol genealógico
hasta donde se pueda, mi Péres es en realidad con “s” y no con “z” en un
intento de mis predecesores judíos sefardíes que trataban de ocultar su origen
cambiando la última letra del apellido para protegerse de las persecuciones
religiosas.
En
lo particular soy islámico, judío y cristiano, porque soy venezolano, porque
sólo se puede ser una persona honesta cuando no relegamos a nadie por su
origen. Menos aun siendo procedente de todas las maneras étnicas de expresarse
un mestizaje infinito, sin posibilidades de desligarme de cualquier manifestación
de lo que pretenda ser humano.
Ser
ciudadano, a veces, necesariamente implica no pertenecer a una ciudad o a un
país en particular. En ocasiones ser ciudadano de cualquier parte es un asunto “supramoral”. Un imperativo
categórico que está por encima de cualquier posible diferencia aparente.
Publicado
en el diario El Universal de Venezuela el 06 de noviembre de 2018.
Enlace:
https://www.eluniversal.com/el-universal/24998/todos-somos-venezolanos
No hay comentarios:
Publicar un comentario