La
problematización de la existencia es tan propia del ser humano como la búsqueda
afanosa del equilibrio. Una va a la par de la otra. En cada época y en cada
generación, surge la impresión de que se están viviendo cosas que nunca antes
habían ocurrido. Este sentimiento tiene su carga de relatividad sobre la cual
vale la pena meditar.
Existen los
problemas tradicionales con los cuales el hombre ha lidiado desde que se agrupó
y aquellos que vamos creando conforme avanzamos en el tiempo. La complejidad
que sentimos como propia de nuestro tiempo, obviamente desborda a cualquier
persona. Más complicado aún se torna el asunto en el caso de Venezuela, en
donde ciertamente se encuentran apiñados los problemas ya tradicionales con la
desproporcionada crisis política y sus derivaciones sociales y económicas que
nos asfixian en el presente.
En esta
especie de vértigo en donde se mezcla lo antiguo y lo nuevo, hasta el mismo
pensamiento ha sido puesto en duda, y como si se tratase de una especie de
teleserie ridícula, a cada rato viene uno que a trompicones sentencia “la
muerte de la filosofía”, a lo que se suman en coro los que dicen que se cumplió
“la muerte del arte”, “la muerte de la literatura”, “el fin de la historia” o
la más insulsa de todas, “la muerte de la política”. En realidad nada muere,
sino que cada instancia propia de la culturización va cambiando, creciendo,
disminuyendo, mutando, pero de ninguna manera feneciendo.
Existe una
justa obcecación de parte de los estudiosos de los fenómenos políticos por tratar
de detener a como dé lugar lo que conceptualmente se ha definido como
“antipolítica”. Los sistemas de gobierno tienen un agotamiento inexorable
porque los individuos apuestan por más. La esperanza de construir una sociedad
mejor forma parte de los valores del hombre común, abrigando un mínimo de
ilusiones en función de futuro. Mostrarse anti sistema es una paradójica y muy
efectiva técnica política que se basa en criticar al mismo y a quienes detentan
el poder: Quien se presenta como anti establishment
se muestra ajeno a la élite política, al sistema de partidos, los grupos
económicos y los periodísticos. Es un artero ataque al corazón del sistema que
sigue siendo efectivo.
La apuesta
por la “antipolítica” desde las encumbradas élites es parte de la desgracia que
transita la Venezuela de nuestro tiempo. Lo trágico es que las mismas élites
que apostaron por la aventura, se dividieron inexorablemente. Unos fueron
sacados del juego y otros siguieron la máxima radical de Lampedusa, quien
señala en El gatopardo: “Si queremos
que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. Dicho en otros términos,
para poder proteger sus intereses, apostaron por quienes promovían un cambio de
raíz. Muy contrario a una posición intermedia, lo que llaman gatopardismo es una concepción de apego
a quienes ostentan el control político con el fin de no perder poder.
¿Puede
surgir la “antipolítica” en sociedades estables? Precisamente es allí donde
tiene mayor interés, porque desde la psicología política, el deseo del hombre
lo hace sucumbir a querer más de lo que ya posee. La más decantada ambición se
encuentra presente en el ataque al sistema y sus instituciones. La técnica política basada en el ataque al establishment busca su desmembramiento
bajo la premisa de que somos socialmente ambiciosos por naturaleza. La política
es la más difícil de todas las artes y es muy receptiva a la presencia de
advenedizos y aventureros que con un discurso disruptivo prometa un futuro
mejor y un potencial castigo hacia el poder imperante. Los ejemplos de ello no
sólo sobran, sino que francamente abruman.
Twitter: @perezlopresti
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 09 de noviembre de 2016
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