martes, 30 de mayo de 2017

La importancia del símbolo


Según la leyenda, el descubrimiento de la relación entre la música y las matemáticas ocurrió de la siguiente forma: Pasando frente al taller de un herrero, Pitágoras observó que el ritmo de sus golpes de martillo producía un conjunto agradable. Asimismo, notó que la consonancia armónica no dependía de la diferente fuerza de los herreros ni de la forma de los martillos, sino del peso de estos últimos.

Pitágoras contribuyó de manera destacable al extraordinario prestigio que tuvo la música en el mundo griego. De hecho, a él se debe un descubrimiento decisivo: El placer estético proporcionado por un acorde musical se puede describir en términos matemáticos. Se trata de una observación notable, tal vez fundamental en todo el pitagorismo. Tal es su relevancia, que si el número consigue explicar una sensación tan delicada, es lícito suponer, por extensión, que el mundo entero puede ser considerado a partir de elementos matemáticos.

Esta manera de concebir la capacidad de la música para reflejar la armonía universal generó una presuposición metafísica que dominó la teoría musical hasta el siglo XVI, quedando hasta el presente la sensación de orden matemático en los ritmos. De ahí que lo musical sea una manera tradicional de materializar la perfección. Si la música es considerada como un elemento perfecto, a quien la interpreta se le suelen atribuir cualidades que tal vez ningún artista posee. El músico, tradicionalmente ha sido señalado por muchos como el intérprete de la más perfecta de las artes.

Esa relación de admiración por parte de las grandes mayorías es una manera simbólica de percibir al músico y su arte. De ahí que la transgresión de la música y mucho más grave, del músico, son aberraciones que difícilmente puedan ser justificadas, generando rechazo hacia el agresor y solidaridad  hacia el agraviado, que está representando un símbolo que posee una dimensión valorativa.

Sin símbolos, cualquier sociedad se desestructura. Por eso es que se hace necesario defenderlos y al perderse esa relación entre lo simbólico y la persona, el caos suele cimentar las bases de lo que literalmente podemos considerar la destrucción de la cultura.

Pero el símbolo está en todas partes y nuestra manera de vincularnos con él obedece a un espectro que se encuentra a un nivel mucho más profundo que la conciencia del individuo. Un ejemplo de ello es el caso de ciertas ocupaciones que ocupan un rol elevadamente utilitario, en las cuales depositamos de manera ciega nuestra confianza. De hecho, se genera confianza precisamente por su carácter simbólico. Empédocles y Pitágoras son considerados los últimos ejemplos de la figura del hombre-medicina de la tradición arcaica. Empédocles no representa un nuevo tipo de personalidad, sino uno muy antiguo: El chamán, que reúne en sí mismo las funciones, todavía indiferenciadas, de mago, naturalista, poeta, filósofo, predicador, sanador y consejero público. En nuestro inconsciente colectivo sigue palpitando esta sensación hacia el simbolismo que viene a representar la figura del médico de la contemporaneidad. Es precisamente en los tiempos que corren cuando la disciplina médica ha alcanzado su mayor nivel de aceptación y credibilidad entre las personas.

Cuando públicamente observamos la violación de pilares fundamentales de nuestra cultura, se pone en jaque el equilibrio de toda la estructura del enmarañado entramado social. Sin lo simbólico, dejamos de ser humanos para convertirnos en bárbaros incapaces de captar los metamensajes propios de la vida en sociedad. Ser capaces de aceptar y respetar lo simbólico es precisamente lo que nos hace humanos, porque el símbolo lleva a la construcción de la estructura que solemos denominar “institucionalidad”. Asaltar lo simbólico para convertirnos en salvajes es una manera de autoagredirnos como conglomerado que no puede sino zanjar la ruta del peor de los caminos inimaginables.

Pero la perfección del carácter de lo simbólico va mucho más allá. No es casual que el grande de los poetas haya comparado de manera geométrica a su amada con la perfección propia de la figura del anillo, símbolo de fidelidad y amor por antonomasia. La palabra amor, por ejemplo, adquiere una dimensión que adquiere el carácter de un valor que va por encima de cualquier otro. El desprecio hacia lo amatorio o la banalización de la conceptuación del amor es sinónimo del cultivo de la muerte.

Si el amor es llevado a un terreno en el cual se le desprecia o se usa de manera sonsa y sin sentido, el discurso deja de tener relevancia y se convierte en una caja vacía. Un valor deriva en otro para terminar germinando el sentimiento de lo amatorio, que es sinónimo de vida. Esa vida que percibimos en las notas musicales que hace que entremos en éxtasis o la vida que reaparece con cada acto médico generador de salud; son acordes que van juntos, símbolos que debemos cuidar o de lo contrario nos espera la desesperanza y el fallecimiento.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 30 de mayo de 2017.


Ilustración: @odumontdibujos

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