Una
amiga me llama de manera atropellada para despedirse. Dice que compró un pasaje
por cien dólares y se va a Ecuador en autobús. -“Adiós para siempre”- me expresa de manera templada. Le doy mis
bendiciones y cuelgo el teléfono.
Mientras
pienso en esa tendencia tan andina de andar bendiciendo a las personas,
recuerdo una entrevista que le hizo el médico Howard C. Cutler al Dalai Lama,
la cual fue publicada hace un par de décadas con el sugestivo título de “El arte de la felicidad”. El libro
logra, a través de la perspectiva de la psiquiatría occidental, transmitir las
ideas del líder espiritual tibetano. El Dalai Lama revisó el manuscrito final
para evitar las potenciales distorsiones que implica tratar de ensamblar dos
visiones diferentes de las cosas.
Para
el líder de origen oriental, a medida que la sociedad occidental adquirió
capacidad para limitar el sufrimiento causado por las duras condiciones de vida,
parece que perdió la capacidad para afrontarlo. La mayoría de la sociedad
occidental moderna tiende a pasar por la vida convencida de que el mundo es
básicamente un lugar agradable, que en general impera la justicia y que las
buenas personas merecen cosas buenas. Esta forma de ver el mundo ayuda a llevar
una vida más sana, pero la aparición inevitable del sufrimiento mina esas
creencias y provoca graves crisis personales y colectivas.
Con
el progresivo crecimiento de las tecnologías, la sociedad occidental ha
mejorado el nivel general de bienestar, y esto ha aparejado un cambio en la
percepción del mundo: A medida que el sufrimiento se hace menos posible, deja
de verse como connatural a los seres humanos, se lo considera una anomalía, una
señal de que algo ha salido terriblemente mal. “Fracaso” es el término que se
suele acuñar y no la palabra “resultado”.
Para
el pensador oriental, esta manera de asumir la realidad conlleva muchos
peligros. Si pensamos en el sufrimiento como algo antinatural, algo que no debemos
experimentar, se asume un papel de “víctima”, lo cual es una idea recurrente en
el pensamiento del hombre de occidente. El riesgo de asignar culpas y mantener
una postura de víctima es precisamente la perpetuación de nuestro sufrimiento,
con sentimientos persistentes de cólera, frustración y resentimiento.
Naturalmente,
el deseo de librarse del sufrimiento es un objetivo legítimo de todo ser
humano: Es el corolario de nuestro deseo de ser felices. Sin embargo, mientras
veamos el sufrimiento como un estado antinatural, como una condición anormal
que tenemos y rechazamos, nunca lograremos desarraigar sus causas y llevar una
vida mejor.
Es
un deber ético el respetar las decisiones de las demás personas. Cada día, en
Venezuela, se marchan muchos de sus habitantes. Una estampida que va dejando
familias fracturadas y a las personas alejadas de sus orígenes, viéndose
forzadas a enfrentar realidades ajenas. Una verdadera desgracia para muchos, si
tenemos en cuenta que la situación por la que atraviesa la nación pudo ser
evitada. Mucho peor si pensamos que no se hace lo necesario para que la
situación del país mejore.
Esa
tendencia a huir de los graves problemas que afrontamos es una respuesta
natural frente a una situación que sentimos imposible de enfrentar. Mucho más
si ha sido propio de nuestra idiosincrasia el sentir que lo solidario y la
amabilidad es propia de todos los ciudadanos del mundo. Para muchos,
lamentablemente es el despertar de un pronunciado letargo que nos ha hecho caer
en cuenta que tuvimos un país en donde la vida paradisíaca y el confort eran
parte inevitable de la vida.
Esta
visión de la existencia, fue en nuestro caso hermoseada con dos elementos que
marcaron una vena propia del hecho de ser venezolano. El primero es el haber
vivido durante tantos años bajo la falaz idea de que se podía mantener a toda
una sociedad a costa de la renta petrolera. Este hecho creó una vinculación
malsana con los recursos naturales y enredó la relación del venezolano con el
trabajo. Lo segundo deriva de lo anterior. Para tantos connacionales, está en
el disco duro de las creencias, la idea de que las cosas son o deben ser
“gratis”. En realidad absolutamente nada es gratis. Alguien está pagando y las
consecuencias de estos dos enunciados de alguna manera son una deriva que
condiciona lo que estamos atravesando.
Siento
mucho pesar por tantas personas queridas que cada día salen de nuestras
fronteras, en ocasiones sin tener claro cuál es el rumbo a tomar. Me aflige la
manera en que el sufrimiento se coló en nuestras vidas, sin haber sabido
manejarlo antes de que hiciera su aparición, porque vivíamos una realidad que
inexorablemente nos conducía al despeñadero y no lo evitamos. Pero lo que más
me genera compasión es que como occidentales tuvimos mayores flaquezas que
otras sociedades y aquellas cosas que creíamos que eran nuestras riquezas,
terminaron por disolverse, como un castillo de arena a la orilla de la playa,
cuando cada tarde sube la marea.
Twitter: @perezlopresti
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 28 de marzo de 2017
Ilustración: @odumontdibujos
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