El
culto a la belleza es propio de la civilización. Lo es fundamentalmente por dos
razones: Primero, porque lo bello es visto como un valor. En segundo lugar,
porque los feos somos mayoría, por lo tanto la belleza es excepcional,
agradable, cautivadora y paralizante.
Es
tan notoria la presencia de lo hermoso, que nos olvidamos de los espacios
conquistados por lo feo, incluso por aquello que nos produce repulsión o
desagrado. La estética de lo horrible, ocupa un lugar que también trasciende y
repercute en la cotidianidad de la cultura. Como en una especie de gran
balanza, lo abundantemente feo y lo inusualmente bello crean una especie de
equilibrio paradójico. A fin de cuentas, se es bello por una cuestión
excepcional. “Lo feo es por falta de belleza”, bien pudo haber apuntado San
Agustín.
En
el caso de la psicología, por ejemplo, la minusvalía de Adler lo llevó a
formular la tesis del “complejo de inferioridad” como motor de la historia. Los
defectos físicos de este célebre psicoanalista no sólo lo indujeron a formular
una teoría sobre los logros de lo contrahecho y sus consecuencias, sino que en
su vida privada, se le asoció a relaciones sentimentales con mujeres muy
atractivas, tal vez como compensación, expuesta en su teoría.
De
políticos feos sobran ejemplos, desde Claudio el Emperador Romano, hasta el
presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln. Este último era muy alto,
desgarbado, de manos y pies enormes. Usaba un llamativo sombrero de copa y casi
siempre vestía de negro. De gran fortaleza física, era capaz de vencer a
cualquiera, pues practicaba la lucha como deporte. Era notable por su
asimetría; tanto, que antes de marcharse de Springfield, en dirección a
Washington (en realidad a la Casa Blanca), se dejó crecer la barba porque una
niña de doce años le había escrito una carta diciéndole que las señoras
encuentran que los hombres con barbas son más respetables y de mejor aspecto.
Tan hosco lucía el prócer y mártir norteamericano que se vio conminado a
atenuar los duros rasgos de su rostro volviéndose un barbudo.
En
el cine contemporáneo, la grotesco es notable en el caso de Woody Allen, quien
no sólo escribe, produce y dirige sus películas sino que es el protagonista de
la mayoría de ellas, en una suerte de exhibición infinitamente narcisista de su
fealdad física y su retorcido mundo interior, atormentado por la neurosis y las
preocupaciones propias de la gente fea. No es casualidad que la enfermedad
aparezca en su propuesta estética a través de la exposición recurrente de lo
hipocondríaco y de un ego tan gigante como malsano.
Lo
antiestético es también una apuesta hacia la historia cuando se intenta
unificar a través de lo igualitario, lo que no produzca diferencias, lo que se asemeje
más a la mayoría. De allí que si tuviésemos que hacer una representación
gráfica del hombre-masa del cual nos habla Ortega y Gasset, el mismo tendía que
ser feo, dado que la fealdad es mayoritaria y colectiva. Si surgiera un nuevo “Manifiesto”
proselitista, tal vez tendría mucha más efectividad si dijese “Feos del mundo,
uníos…” Eso sí y sólo sí reconociésemos nuestra condición.
El
asunto es que por más que lo horripilante cunda, lo mismo no es admitido, pues
a muchos les produce desagrado la aceptación de su propio afeamiento. Tanto,
que abundan quienes se gastan hasta lo que no tienen en modificar su
apariencia ante los demás, lo cual
incluye desde la inversión en implantes de pelo hasta las toneladas de silicona
y sustancias afines que son el eje de ciertas formas de negocios que generan
infinitas ganancias debido a que el hombre en general rechaza la aceptación de
su horrible aspecto.
La
industria publicitaria no escatima esfuerzos en producir tormentos y
frustraciones en aquellos que no se asemejan a los hombres y mujeres que
aparecen como modelos de belleza a imitar, lo cual es en realidad una
estrategia para despertar la envidia y
el descontento. No nos parecemos a aquello que se nos intenta mostrar como
bello, pero en vez de aceptarlo y ser felizmente horripilante, sobran quienes
son víctimas de la idea de querer dejar de ser como se es.
En
realidad hay dos cosas propias de lo bello que no podrán ser modificadas: 1) El
tiempo altera la belleza. De ahí que no debe sorprendernos cuando descubrimos
que afortunadamente no prosperó el esfuerzo por conquistar aquella muchacha en
el bachillerato, cuando nos la conseguimos hoy en el supermercado con la piel
brillante de tantas cirugías y cicatrices abdominales que deslucen, en un
inútil esfuerzo por espantar el cronómetro. 2) Lo bello, por más bello que sea,
si no va acompañado de otros atributos, termina por aburrir.
Buen
consejo me dio mi madre, cuando viendo que mientras más horrendo me iba
volviendo, me decía con su enjuta gestualidad y absoluta seguridad discursiva:
“No te preocupes hijito, que el hombre es como el oso, mientras más feo (y allí
venía su inefable eufemismo)… más gustoso”.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 29 de junio de 2015.
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