Esta es la historia de cómo probé el mejor café de mi vida. Eran tiempos en los que a lomo de mula trabajaba como “médico rural” en distintos lugares de la geografía nacional. En esa ocasión me tocaba ir a pasar consulta en una aldea distante de la ciudad de Mérida llamada “El Viento” (Guaimaral). En vista de que el Arzobispo iba a realizar distintos actos religiosos como bautizos y bodas, la comunidad solicitó mi presencia para que simultáneamente, mientras un grupo de personas se ponía al día con el cumplimiento de los sacramentos, otro grupo aprovechara e iba a “chequearse” con el médico que llegaba sobre “una bestia”. Algunas garrapatas se incrustaron en mi espalda y la enfermera, con amabilidad, me las sacó con pinza.
Luego de una larga jornada de trabajo, en donde tratamos desde niños con parasitosis hasta casos severos de patologías pulmonares, pasando por rigurosos asesoramientos en materia de prevención de embarazos no deseados, con indicación de anticonceptivos orales y colocación de dispositivos intrauterinos (DIU), el dueño de la casa en donde nos alojábamos me ofreció “un cafecito tinto”, me dijo que era de su propia cosecha, que él mismo lo había tostado y molido y apreciaba con generosidad si le expresaba con total sinceridad cómo me parecía la calidad del café.
En un pocillo de peltre bellamente adornado, probé sorbo a sorbo un café como ninguno que hubiese probado antes. De buen cuerpo y profundo aroma, mis papilas gustativas y mi prominente y útil nariz, me daban la oportunidad de disfrutar uno de los sabores más exquisitos que haya experimentado. Era el mejor café del mundo. El café de “El Viento”.
Como la vida da vueltas, seguí trabajando en numerosos lugares y viviendo situaciones inéditas a lo largo y ancho de Venezuela en carácter de médico. Seguí tomando café en forma casi legendaria, pero, muy a mi pesar, ninguno como el que una vez y sólo una había probado en aquellas hermosas tierras de los Andes.
Se dieron las circunstancias para que el grupo de personas que me había invitado a la localidad de “El Viento” (Guaimaral) lo hicieran por segunda vez al año siguiente. Pero esta vez las circunstancias eran diferentes. Un día gris y frío hacía contraste con el soleado y cálido del año anterior. Una tormenta eléctrica hizo su aparición, luego de varios meses de sequía y el Arzobispo no nos acompañaba, así que la afluencia de pacientes fue poca. Por las veredas corrían ríos de aguas que terminaban creando pozos de barro en los que la mula a veces patinaba.
Cuando llegué a “El Viento” volví a la casa de quienes me habían invitado y dado posada. Había un chiquero con siete cerdos que impregnaba el aire del ambiente. Imagino que la lluvia arreciaba la pestilencia.
Igual hice mi trabajo y valoré niños con cuadros diarreicos y mujeres embarazadas que no habían recibido ningún control prenatal. Incluso, junto con la enfermera de la zona, pudimos practicar alguna cirugía menor. Terminamos la faena y a pesar de que el número de personas no fue tan nutrido, nos ufanamos del trabajo realizado. Era ya cerca de la hora de cenar cuando el mismo hombre que me había ofrecido el mejor café que había tomado en mi vida un año antes, comenzó a darme multiplicidad de razones por las cuales se había malogrado la cosecha de café. Que el verano había sido muy recio, que apenas hasta ese día era que había llovido, que se vio forzado a comprarle parte de la cosecha a un campesino de un sembradío cercano y que este año la cosecha de café no había sido lo mismo.
Igual me ofreció el café que tanto había elogiado el año anterior, con la hediondez que despedían los cerdos, la misma taza de peltre, pero mallugada por los golpes y los adornos casi borrados por el uso. Con un aire denso de humedad y malos olores probé por segunda vez el cafecito.
La insólita presencia de infinitud de aromas (olores que impregnaba
hasta el último rincón de mi nariz), que de manera combinada estallaban en una
espléndida y contrastante armonía; el placer de volver a tomar por segunda vez
el mejor café del mundo me hizo olvidar que las circunstancias eran distintas,
o tal vez porque las circunstancias eran diferentes, me parecía que esta vez el
café era mejor que el primero, entonces caí en cuenta que estaba bebiendo el
mejor café que había probado en mi vida. De nuevo pensé en lo afortunado que
era por experimentar esa vivencia. Esta vez de manera mucho más relevante, pues
era un placer repetido, por consiguiente “mucho más placentero”.
Es algo parecido a lo que pasa actualmente en Venezuela. Las cisrcunstacias son distintas, pero aún se puede apreciar algunas cosas buenas.
ResponderEliminarEsperemos que llegue una buena cosecha, lo más rápido posible con el favor de Dios
Es como la ruleta, si ganas un juego que posibilidades hay que se repita, es cuestión de suerte, y nos enseña que en la vida lo que más se desea con fuerza hay que imaginarlo, apreciarlo y ser positivo para lograrlo. María Pena
ResponderEliminarTodo lo que se vive al repetirse va ser diferente en todos los contextos posibles, las ansias de repetir algo que marco la vida nos mantiene alerta pero hay que tener cuidado con eso porque olvidamos lo que nos rodea, al repetir lo bueno de una situación nos deja tranquilos porque que se disfruta ese momento del presente sin preocupaciones.
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