Si
bien es cierto es muy difícil cambiar la realidad en la que estamos, no es
deleznable tratar al menos de comprenderla. Con las tecnologías, nos planteamos
el mundo desde infinidad de perspectivas, el intento por comprender el
escenario que nos circunda y del cual formamos parte se asoma atractivo y hasta
riesgoso. Son tantas las fuerzas que mueven las sociedades contemporáneas que
nos invade el vértigo cada vez que tratamos de darle explicación a la vida en
los tiempos que corren. Cada momento con sus particularidades y en cada tiempo
las personas se van relacionando una y otra vez con los libros, con los que se
van escribiendo y los que se han escrito. En toda la historia de la
civilización, probablemente nunca se había escrito y opinado tanto sobre la
propia contemporaneidad. Son múltiples los libros, artículos de prensa e
infinidad de formas expresivas que tratan de darle sentido al tiempo en que
vivimos.
Escribe
y lee, que algo queda
En
medio de esta circunstancia, hay un aspecto que sigue apasionando y es tratar
de entender la dinámica humana, sus manifestaciones artísticas, pero
particularmente la experiencia estética de la escritura. Tanto desde la postura
de lector agradecido como desde el lugar que ocupa quien se encarga de escribir
libros de papel o en otros formatos. Por mucha tecnología y mucho avance, sigue
siendo la vocación de escribir un acto que continúa repitiendo sus principios
básicos, de los cuales señalaremos algunos. Para escribir se necesita tiempo,
incluso mucho tiempo. Concebir la idea, luego hilvanarla, corregirla, pulirla y
hacerla presentable para el entendimiento ajeno continúa siendo un acto
profundamente solitario. La soledad del escritor es el elemento primordial que
ha de guiar su obcecada propensión a cultivar una disciplina que ha tenido
grandes antecesores. Se redacta tratando de que lo expresado sea entendible, lo
cual se reduce a que indefectiblemente se termina escribiendo para otros.
Cuando se entra en la dinámica propia del acto artístico de escribir, nos
planteamos el hecho de que eso que estamos haciendo no sólo debe ser
entendible, sino que depende de la aprobación de un conglomerado, pues sin
lectores, no hay escritores. Esa premisa ha existido y sigue prevaleciendo en
nuestros días.
Leer y
escribir
No es
posible ser un escritor si no se es un avezado lector. Para poder componer se
necesita leer mucho. Los grandes escritores de la historia de la humanidad han
sido grandes apasionados del cultivo de la lectura. Lo que se lee puede tener
cierto rigor de carácter ordenado y metódico o puede pasar por ser
desenfadadamente desordenado, pero todo intento por expresar ideas pasa por el
tamiz de cultivar el goce de disfrutar la larga tradición que existe alrededor
de la letra impresa. La literatura es la puerta de entrada al mundo de las
palabras. A mi juicio no existe otro camino para acercarse a la belleza de los
términos y a la grandeza de las ideas distinto al universo literario. Son los
libros de cuentos, novelas y poesía los que sientan las bases de todo el que
pretenda acercarse al arte de escribir. Cualquier intento por cultivar la
lectura pasa por surcar la literatura.
Se
escribe aspirando poder publicar el producto de nuestro esfuerzo. Tampoco ha
cambiado tanto el asunto, pues independientemente de la digitalización de las
obras, sigue siendo el libro impreso, todavía en nuestro tiempo, la forma
idónea de acercarse a una sólida formación cultural. Incluso si queremos
publicar en versiones digitales propias de nuestro momento, la tentación de que
el producto de nuestra vocación aparezca plasmado en papel sigue siendo
atractivo y persiste al tener un carácter de vínculo insustituible, que no
logra satisfacer la digitalización de las palabras. Lo consensual es lo que se
edita. Las editoriales pasan los textos por el filtro de conceptuar lo que se
considera de buena o mala calidad. Los consensos, históricamente hablando han
sido determinantes para el curso de la escritura, considerando que se han
cometido errores y no se la ha dado la justa dimensión a ciertas obras que han
terminado por ser inmortales luego de haber sido objetadas. El caso de Carlos
Barral rechazando Cien años de soledad
y dándole consejos a García Márquez es un ejemplo.
De la
mano de criticones y criticastros
Sin
una crítica que someta a juicio lo que es bueno, no es posible consolidar
obras. Sin crítica, la palabra escrita se empobrece, porque sólo en torno al
juicio es que se puede destilar realmente aquello que nos ha de sobrevivir. Más
y mejores críticos y más y mejores escritores, tal vez sea una consigna
imprescindible en nuestra contemporaneidad. Viéndolo bien, independientemente
de que podamos tener la capacidad o no de entender el momento en que
transitamos por los caminos de este mundo que se muestra imperfecto, los retos
a los cuales se ve enfrentado quien escribe no parecieran haber cambiado tanto.
Publicado
en el diario El Universal de Venezuela el 09 de noviembre de 2021.
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