domingo, 28 de noviembre de 2021

Inútil erudición

 


Hace un tanto leí un texto de un apreciado y admirado amigo, en donde señalaba la posición del historiador alemán Christian Meier, prestigioso profesor jubilado de la Universidad de Múnich, cuya obra está animada por la idea de que “la historia no tiene sentido si no es para decirnos algo a los hombres del presente. El estudio del pasado, si no tiene un compromiso con el aquí y el ahora, no es más que inútil erudición”.

Mi posición con respecto a este argumento es precisamente la opuesta.

Abrigué los estudios filosóficos en mi vida, porque a diferencia de la mayoría de las disciplinas, la filosofía está exenta de demostrar su utilidad. A fin de cuentas, el acto filosófico está imbricado al hecho de pensar, a la capacidad para ubicarse en un plano que le permita al hombre tratar de entender ciertas premisas, pero por encima de todo, paradójicamente el querer cultivar la razón podría ser de los asuntos más estériles que existen.

Filosofar tiene sustento tangible cuando se convierte en una manera de conducirse, ya que el hombre que trata de cultivar las ideas debe al menos tener una disciplina personal mínima que le permita dedicarse a cavilar, reflexionar, ordenar sus pensamientos y contar con el imprescindible tiempo de ocio, sin el cual no habría ni razonamientos, ni producción, mucho menos escritura y ni hablar de producción de obras de carácter artístico. Recordemos el origen de la palabra: De ocio (Scholé griego) se deriva el término ‘escuela’. El equivalente entre los latinos sería Otium. Nada es más alienante para una sociedad que perder precisamente la posibilidad de disponer del ocio en el sentido griego, porque sólo a través de este precepto se puede argumentar, controvertir posiciones, producir intelectualmente, sembrar la disposición a la conversación, al sano debate y a la inteligente confrontación de conceptos.

Pensar conduce al arte (muchas veces son lo mismo) y en la medida en que lo artístico se convierta en utilitario, pierde su potencial creativo y queda confinado al uso que pueda tener. Se escribe porque se escribe y como ejemplo señalaré al viejo sabio y ciego Jorge Luis Borges, quien pasó su vida llenando páginas en donde la esencia de lo que plasma es precisamente la erudición en su representación más inútil. La sabiduría como máxima expresión de nulidad, a no ser porque uno podría entretenerse leyendo sus maravillosos textos, o ir más allá y quedar deslumbrado con su carácter estético. En este sentido su obra genera placer y, en definitiva, a lo Omar Khayyam en su Rubaiyat: El placer es el único consuelo del hombre.

En vida, Paul Gauguin no podía ser reconocido como pintor, porque la calidad de una obra es sólo el producto consensual de un grupo de supuestos expertos, a quienes se les atribuye el poder de decidir qué es bueno y qué no lo es. Paul Gauguin fue más perseverante que la “chusma” que le rodeaba y creyó en lo que hacía. Logra trascender con una estética que a veces pareciera no ser de este mundo, todo gracias a que le huía al utilitarismo impertinente que castra la capacidad de crear.

Un aspecto propio de lo civilizatorio es que tanto el pensamiento como la creatividad necesariamente requieren ser amorales. El prejuicio condena a quien se atreve a aventurarse por los caminos del buen entendimiento y cercena el bien más preciado del hombre sano: La libertad. Es por esta razón que los intereses intelectuales están reñidos con la idea del “compromiso”, porque ser libre (al menos intentar cultivar un poco de libertad), requiere ausencia de ataduras, llámense morales, ideológicas o dogmáticas. El espíritu libre no puede estar sometido a la limitante idea de que las cosas en general deben tener una especie de moraleja final (aunque la lleguen a tener).

El otro asunto propio de la cultura es que cualquier chaqueta de fuerza propia de nuestras costumbres es la amputación literal de la posibilidad de pensar. Atreverse a pensar es atreverse a deliberar y ello aterroriza a muchos, porque cuando revisamos nuestras creencias pueden ocurrir al menos dos fenómenos:

1.Que nos demos cuenta de que las cosas que cuestionamos son falacias sobre las cuales hemos estructurado nuestra apreciación del mundo, induciéndonos a asumir una visión más personal de las cosas.

2.Que ratifiquemos las lecciones aprendidas y confiemos más en aquello que terminamos ratificando como cierto. De esta forma sentimos el sosiego propio de la persona crédula.

Como corolario de estas líneas, es prudente aclarar que para mí la erudición jamás podría ser inútil. Sobran razones. Conocer por conocer puede conducir a la sabiduría y pretender cuestionar la capacidad intelectual humana puesta al servicio de un fin elevado es una necedad, porque sería creer que ser sabio es algo malo. Además, y desde una posición más pragmática, es posible que ser erudito y sabio haga a la gente feliz y si alguien alberga esta condición ¿quién se atreve a cuestionar la utilidad de la felicidad?


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 16 de noviembre de 2021.

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