Hace
ya unos cuantos años tuvimos la oportunidad de conocer a Eyidio Moscoso, quien
se consideraba una suerte de “alumno” de Armando Reverón. El anecdotario de
vivencias que decía haber experimentado directamente con el artista nos cautivó
desde el primer día que nos recibió.
Iniciamos
una serie de visitas, año tras año, tanto al Castillete como a Eyidio Moscoso y
nos contó que vivía solo, pintando y a veces escribiendo, recibiendo la visita
de una mujer (entendimos que era su pareja) de vez en cuando. En más de una
ocasión hicimos el viaje sin encontrarlo, pero siempre pudiendo deslumbrarnos
con lo sobrecogedor que lucía la estructura rupestre en donde vivió el más
grande pintor venezolano y uno de los más universales artistas de todos los
tiempos.
En
la que fue mi última visita a Eyidio Moscoso, acompañado, como siempre por Juan
Sebastián Rodríguez y Daniel Márquez Bretto, tocamos la puerta de su casa y
demoró más de lo habitual para abrirnos. Vimos que la fachada estaba
deteriorada así que nos fuimos a tocarle la puerta a uno de sus vecinos. Una
señora ya entrada en años fue quien nos dijo que se dieron cuenta que había
fallecido por el olor a mortecina que salía de su casa. Eso había ocurrido
hacía ya tres meses.
En
la parte de arriba de la calle habían inaugurado unas oficinas modernas que
hacían contraste con la armonía arquitectónica del sector. Era una especie de
centro de información para los visitantes (o museo), en donde nos atendió una
dama enjuta que se ablandó cuando le dijimos que nos acabábamos de enterar de
la muerte del amigo Moscoso. La señora nos trató con la amabilidad con la cual
se recibe a los familiares de un recién fallecido y nos regaló un libro
titulado Reverón, amigo de un niño,
(Ediciones Fundación Armando Reverón, 1997), cuyo autor es Eyidio Moscoso, el
cual deja testimonio de lo que fue la experiencia personal de conocer al
artista. Un hermoso y delicado libro que sin dudas es un aporte de primera mano
para quien cultivó la amabilidad con tres amigos andinos.
Más
nunca visité el Castillete.
Unos
cuantos años después ocurrió la tragedia de Vargas y no quise ni leer sobre qué
había pasado con la insólita estructura en donde había vivido Armando Reverón.
Ganaba la nostalgia sobre la curiosidad. Revisando el texto de Eyidio Moscoso,
hay detalles notables como por ejemplo cuando describe: “El día que Reverón iba a comenzar un cuadro, se le podía ver nervioso,
huraño, temperamental, fumando más de lo acostumbrado, moviéndose de un lado a
otro, como fiera enjaulada, mientras iba juntando cada uno de los elementos
para comenzar la obra.”(p. 85). Luego señala que tras el ritual de
prepararse para pintar “(…) comenzaba una
lucha entre el cuadro y él, donde cada línea, cada nuevo trazo, representaba
algo así como un triunfo adquirido, que había que defender a toda costa de
quién sabe cuáles extraños elementos.” “En
cada incursión de esas, el Reverón físico había dejado de cuatro a cinco libras
de nervios y fibras frente al cuadro ya terminado. Pero se podía apreciar la
satisfacción de la misión cumplida, o la equivalencia del ´hijo ya parido´.”(p.
85-86).
En
otro capítulo nos habla del Reverón “zoologista”: “(…) convivía con una cantidad bastante nutrida de animalescaseros,
empezando por Pancho, el mono líder de tan diversa fauna. Pancho fue un primate
muy despierto e inteligente, que aprendió todo cuanto su dueño deseó enseñarle.
Pancho jugaba al béisbol con uniforme y todo, hecho por Reverón. También Pancho
era un “pintor abstracto” bastante pasable, que ejecutaba pinturas coloridas,
admiradas por el público burgués que visitaba el Castillete.”(p.67). Cada
uno de los monos que convivió con Armando Reverón recibió invariablemente el
nombre de Pancho.
De
las obras de Reverón, repartidas por el mundo son muchas las que me han dejado
boquiabierto, particularmente voy a nombrar tres: Un desnudo, que pertenece o
perteneció a Miguel Otero Silva en el cual en torno al cuerpo femenino
(utilizando como modelo a “las muñecas de trapo”) expone su gran clase de genio
universal mostrando la belleza a plenitud con un profundo sentido de armonía.
En
la época ya final de la obra de Reverón, caracterizada por los autorretratos,
existe un cuadro de carácter francamente siniestro donde está el artista con un
“pumpá”, con cara de payaso triste y en el fondo dos figuras femeninas
borrosas, de tamaño natural. Es tal la intensidad que produce esta composición
que es difícil no percibir cierto carácter inherente a la energía que acompaña
la autodestrucción.
La tercera obra que mencionaré es la llamada El patio del sanatorio, ampliamente conocida en el mundo de la psiquiatría, el cual es el último cuadro que pintó en su vida, donde el manejo de la luz muestra una visión intensamente desolada y solitaria. Es un cuadro muy hermoso y muy triste. He pasado largos ratos de mi vida deslumbrado por esa postrimera visión genial, asombrosa y perfecta que transmite la obra.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 29 de diciembre de 2020.
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