He
perdido unos cuantos aviones en lo que llevo de vida. Algunas de estas
situaciones han conducido a entorpecerme la marcha de las responsabilidades
propias de lo cotidiano, pero otras me han permitido quedarme uno o varios días
más en el sitio en donde los he perdido, pudiendo llegar a descubrir cosas que
me han enriquecido como persona.
De
muchacho solía pasar vacaciones en Catia La Mar. Una familia amiga poseía una
casa en una colina que tenía una insólita vista al litoral central venezolano.
Eran tiempos en los cuales se podía caminar de noche sin muchas complicaciones,
pudiendo frecuentar algún restaurante chino a precios asequibles para
estudiantes de bachillerato, junto a la infinita presencia del Caribe, a todas
sus anchas.
No
sé exactamente a quién le pertenecía la vivienda (tal vez una “sucesión
familiar”), pero era enorme, ventilada y con muchas y grandes habitaciones.
Algún allegado insistía en que fuéramos con frecuencia “para que la gente viese
que usábamos la casa”. El temor fundamentado de que algún ratero se metiese en
la residencia, o un “indigente” la ocupara, inducía a que los familiares
cultivasen y preconizasen la idea de que la ocupásemos con periodicidad, y así
lo hacíamos. El balneario favorito era Los
Caracas, al cual se hacía el esfuerzo de ir, no sólo por ser el mejor, sino
por encontrarse retirado. Era un sitio al cual evoco sin dejar de sentir la
alegría de siempre.
La
primera vez que perdí el avión de Maiquetía a Mérida me punzó por el esfuerzo
de despertarme tan temprano. De hecho, al vuelo lo llamaban “el madrugador” y
permitía ir de Mérida a Maiquetía o de Maiquetía a Mérida, pudiendo realizar
las diligencias de rigor en cada uno de estos destinos y devolverse el mismo
día. En la tarde ya uno estaba en el lugar de origen, cenando con la familia.
Esa
fecha, la primera vez que perdí ese vuelo, tuve obviamente un día de absoluta y
bien merecida ociosidad. Conocía cuadros de Armando Reverón, había visto sus
“muñecas” y leído el libro de Aquiles Nazoa titulado Vida privada de las muñecas de trapo. El día libre y soleado
(“soleadísimo”) me pareció propicio para visitar el Castillete en Macuto. Es
así como un fallido intento de regresar a Mérida me llevó por primera vez a esa
insólita morada, ejercicio que hice durante varios años seguidos, mientras la
familia amiga conservó la casa en Catia La Mar.
La
primera vez, tomé fotos, pasee por los alrededores y hasta conseguí que alguien
me abriera la puerta de madera para poder entrar al mismo. Era un sitio rústico
para más no poder, preservado para esa época, con enredaderas que hacían un
arco por encima de la puerta de entrada. No era difícil imaginarse al artista
pintando, a Pancho (el pequeño mono) haciendo piruetas para entretener a los
visitantes y a Juanita atendiendo a los visitantes con calidez y humildad. Esa
fue mi primera visita al lugar donde vivió Armando Reverón y desarrolló la obra
que tanto ha dado que hablar, deslumbrando al mundo por su legado.
Las
visitas posteriores se convirtieron en una especie de ritual. Ir de vacaciones a
Catia La mar era sinónimo de ir a Macuto, comer en Las Quince Letras y caminar una y otra vez por el Castillete. Los
viajes posteriores las hice ya estudiando en la universidad, acompañado de dos
de mis amigos de siempre, Juan Sebastián Rodríguez (pintor desde que nació) y
Daniel Márquez Bretto (economista que reside en Caracas).
En
uno de esos primeros acercamientos con mis dos amigos de infancia, nos dio por
tocarle la puerta a las personas que vivían en la calle donde se encontraba el
que había sido el hogar de Armando Reverón. Le dimos unos golpes a una gruesa
puerta que tenía un par de argollas sin candados y luego de unos minutos nos
abrió un hombre de mediana estatura, moreno, de unos cuarenta largos años, con
una calvicie que le daba cierto aire de solemnidad, haciendo contraste con una
melena larga y ondulada en los lugares del cuero cabelludo en donde preservaba
su cabellera.
Fue
amable y se presentó como Eyidio Moscoso. Nos mostró su casa, la cual me llegó
a impresionar. En la entrada había infinidad de montañas de periódicos viejos,
poca luz y cierto olor rancio, mezcla de papeles añejos y el exquisito olor del
óleo. Algunos lienzos y pinturas estaban esparcidos en el espacio que hacía las
veces de recibo-comedor. Ese ambiente oscuro y ciertamente mustio, hacía
contraste con el patio de insólito verdor y aire puro, adornado de manera
delicada con las mismas enredaderas que se encontraban sobre la puerta de
entrada del Castillete.
Eyidio era cordial, nos contó que había realizado muchos oficios en la zona para ganarse la vida, pero lo que nos llamó la atención, pese a la suspicacia habitual que nos caracteriza a los andinos, fue la aseveración de que había conocido desde muy niño a Armando Reverón y que había sido su discípulo como pintor. Nos dijo que Reverón le permitía pintar en el Castillete y que él se consideraba su alumno.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 22 de diciembre de 2020.
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