Asumir el desarraigo es la máxima conceptuación
de universalidad de un sujeto, que hace que no seamos de ninguna parte y a la
vez seamos de todos lados. Nacionalidades y poblados van y vienen, gente pasa a
nuestro lado y en una especie de ciclo vertiginoso infinitamente recurrente,
dejan de acompañarnos para permanecer transfiguradas en el saco de nuestras
vivencias. El vino puede saber más o menos igual en cualquier parte, porque a
fin de cuentas cada celebración es en realidad un encuentro con otra persona, o
en el peor de los casos, con lo más apartado de aquello que consideramos
nuestra experiencia. El vino puede saber más o menos igual en todas partes,
pero nunca sabe mejor que cuando estamos con la persona amada.
A decir verdad, suelo ser trotamundos por
varias razones, que van desde el placer de dar tumbos de un lado para otro
hasta la simple necesidad material irreductible. Esa cosa rara, que en realidad
es una particular manera de conducirse, me ha permitido enfrentar a la noche y
el frío, en singulares circunstancias, una y otra vez, como si fuese un aura
que llevo conforme viajo de un lado para otro, sin reparar tanto en que ese
viaje constante es la esencia de la vida.
Pero… no hay mucho “pero” que valga, cuando a
la hora de lo concreto alguien escarba y me pregunta de dónde soy. Entonces recuerdo que un pobre hidalgo de
aldea se inmortaliza por ser pueblerino y local, para saltar a la conclusión:
es precisamente ser de pueblo y local lo que lo hace universal. De todos los lugares que conozco, incluyendo
aquellos sitios en que solo he estado de paso, solo hay uno que tengo que
reconocer como incomparable y es la ciudad de Mérida, en Venezuela.
Cada ladrillo de cada construcción, de cada
calle, de cada plaza, de cada parque, de cada esquina, de cada rincón, de cada
día de neblina, de cada noche de espesa bruma, de cada mañana fría, de cada
local nocturno donde salen escurridas notas musicales, de cada acera
estrechísima donde a duras penas puede caminar una sola persona, de cada lugar
en donde declaré mi amor infinito, de cada carcajada, de cada navidad, de cada
beso y de cada una de las palabras que dije o escribí, fueron moldeados para
siempre por la ciudad donde nací.
Haciendo un balance, la ciudad de Mérida, en
Los Andes venezolanos, tal vez ni sea el sitio en donde mayor tiempo he pasado,
pero es sin duda el que me ha dejado una impronta que ya comienza a
transfigurarse en mis remembranzas, para volverse distante y descolorida por la
nostalgia. En esa ciudad ya me quedan pocos amigos, casi no reconozco a las
personas que la habitan y muchos de mis allegados ya ni siquiera viven.
De esa ciudad llevo conmigo el agradecimiento
de la educación recibida, los infinitos partidos de fútbol en los que fui una
celebridad en una tarde cualquiera, la espléndida música que logré atesorar en
mi selección de vanidades, los centenares de cometas que elevé durante cada
agosto, la excelsa biblioteca que alguna vez tuve y los interminables meses de
lluvia que tatuaron en mi mente los recuerdos de infancia. Conminado a partir
de la ciudad donde nací, creo que la universalidad forma parte de cada
sentencia con la cual me reafirmo en la existencia. Recapitulando la postura
hacia la vida, ahora soy de todas partes, o, mejor dicho, ahora más que nunca
soy de todos lados.
Ser de cualquier lugar tiene una ventaja que
nos permite ver la vida como la gran torta aristotélica, desde lo altivo, con
capacidad de discernimiento agudo que intensifica nuestra habilidad perceptiva.
De eso se trata la universalidad, de ser capaz de asumir la vida con el mayor
escepticismo y la mayor entereza para despojarnos de aquellas cosas que nos
traban. El desprendimiento es propio del trashumante, del cazador de
atardeceres, del constructor de frases perfectas y de los momentos más
inolvidables.
Ávido por conocer gente, me he permitido dejar
a un lado ciertas reticencias ancestrales y ahora creo tener buenos amigos,
sumados a las más extrañas circunstancias, en las cuales la solidaridad sigue
siendo un valor extraordinario y nos hacemos cómplices cada vez que cultivamos
ciertas lealtades.
Si pudiera, por una suerte de accidente
inverosímil, plantearme una segunda posibilidad para llegar a puerto seguro en
los mares contrariados de la presencia en este mundo, tendría que escoger un
nuevo lugar, en el cual desarrollar los más fuertes pies para no caer y
cultivar las más profundas sensibilidades. En ese camino ando, en estos tiempos
en que nos ha tocado vivir, donde la más pura incertidumbre va y viene. Como
cada vivencia por la que he transitado, no puedo dejar pasar la posibilidad de
vivir a plenitud, intensamente, como si me quedase poco tiempo para explorar lo
planeado. Creo que esa es la esencia del arte de vivir.
La Mérida distante, casi ajena, parecida más a
un parque temático, la cual sin duda alguna fue una burbuja irreal que pude
disfrutar hasta lo más hondo, subyace en mis recuerdos.
Twitter: @perezlopresti
Publicado
en el diario El Universal de Venezuela el 07 de agosto de 2018
Enlaces:
No hay comentarios:
Publicar un comentario