Como no
imaginé que la fila fuese tan larga, después de seis horas y media esperando
para registrar la VISA, estaba casi a punto de desmayarme. No llevaba nada de
comer ni tampoco había donde sentarse y el aire se hacía tan espeso que era
dificultoso respirar. Todos los olores rancios y vahos chocantes
entremezclados, los estornudos de un hombre con la nariz muy roja, las
tosecitas salpicadas de saliva de una mujer que bien podía ser delgada por un
cáncer de pulmón o por una tuberculosis y la casi harapienta manera de vestir
de la persona que me antecedía, era solo un desafío para los duros de estómago.
De todos los confines y colores, en una escala
de graduaciones infinitas, los venezolanos nos destacábamos y reconocíamos.
Tanto por la alegría literalmente de tísico y paradójicamente del paraíso, que
nos caracteriza, hasta la ingenuidad a flor de piel de quien no termina de
percatarse de que lleva en la frente la marca de Caín. Los venezolanos solemos
reconocernos por una manera de desenvolvernos tan particular, que tal vez
estamos condenados a construir y reconstruir la historia a donde quiera que
vayamos.
El blanco me recordaba los obsequios del
furioso Dios, cuando también con miel esperaba a los recién llegados a la
Tierra Prometida. El negro cerrado de la noche evocaba al más profundo de los
sueños. Sin embargo, entre estas dos tonalidades dicotómicas y aparentemente
distantes, todas las posibilidades estaban entremezcladas, haciendo alarde del
más puro carácter impuro que nos define a los mestizos. Portadores de linajes
ancestrales, herencias inagotables e historias insólitas que se van
transfigurando con el paso del tiempo, los que nos consideramos provenientes de
todos los confines y de todas las razas, hacemos repetidos alardes de que en lo
más profundo, ser de un lugar es como no ser de ninguna parte y quien tiene en
su seno tanta mezcolanza étnica, también lleva en las manos las llaves para
abrir todas las cerraduras.
Más o menos así iban mis pensamientos, en un
arrebato acrobático condicionado por las horas de espera, tratando de
abstraerme, entre sonrisas con dientes de perlas de las venezolanas, que con
cada carcajada llevaban calidez a tan hoscos espacios, cuando finalmente un
funcionario de la oficina de migraciones, sacado de la película de rigor de
Charles Chaplin, me dijo con tono recio que estaban esperando por mí en la
taquilla número 36.
Fastidiado y enjuto, por ausencia de locura, o
loco por exceso de fastidio, viendo punticos negros por el hambre, finalmente
me senté ante la funcionaria que no terminaba de mirarme a los ojos, cuando ya
le había dado la información suficiente para poder armar medio rompecabezas
sobre mi vida. Sereno por estar sentado y ya viendo en technicolor nuevamente, me hizo varias preguntas atinentes a mi
profesión y mostró enorme curiosidad en saber cuál era mi opinión en relación
al exceso de patologías emocionales que afecta a grandes grupos humanos.
Como sigo siendo un docente, y nadie me quita
lo bailao, le expliqué que uno de los
elementos que protege de tanta enfermedad propia de la mente es la movilidad
genética, que impide un reciclaje circular de los mismos orígenes propios de la
biología y permite que las taras se vayan diluyendo conforme nos vamos mezclando
entre verdes y azules. La mujer, que suele respirar todos los días de cada día
los aires que apenas compartí durante seis horas y media, mostró un rostro
iluminado para completar la frase: “-¿O
sea, que esta gente que está migrando nos puede ser útil?”.
-No sólo
útil, sino que su trabajo es fundamental para que el mundo mejore-, fue la
manera como le respondí. Agregando que ella estaba ahí para abrir puertas y
ventanas a quienes van de un lado para otro, unos en busca de la más trivial
aventura y otros huyendo del horror, de la desesperanza, de los callejones
ciegos y las peores formas de crueldad. El mundo, con la pesada carga a cuesta
de injusticias, perversiones, caminos retorcidos y las más inimaginables formas
de ceguera, de mirar hacia otra parte o jugar al tuerto como manera de
conducirse. Ante estos escenarios, el bien es la movilización positiva
imparable que debe atajar cualquier resquicio del mal. En una eterna batalla
sin descanso el bien y el mal van juntos y de la mano, justificándose entre sí,
tratando de imponerse uno sobre el otro.
La diáspora de grandes grupos humanos es la
condición propia de la tragedia que marca y define las tipologías culturales,
pero particularmente morales. Se emigra, no por capricho, sino porque vamos en
busca de la quimera necesaria para seguir viviendo o porque estamos escapando
del infierno. Derrotado en mi propio patio, vencido en mi tierra de origen,
habiendo capitulado mil veces mil, dando tumbos propios del errante que sabe
que su destino ha sido transgredido por el mal, solo purgándonos del odio
podemos sobrevivir a estos entuertos y hacer lo posible por tratar de
recomponer nuestras vidas.
Twitter: @perezlopresti
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 14 de agosto
de 2018
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